miércoles, 2 de diciembre de 2009

Obras de teatro

ELOISA ESTÁ DEBAJO DE UN ALMENDRO


Los espectadores van desfilando hacia el foro, todos mirando, como si se hubieran puesto de Acuerdo para ello, y con ojos de hambre, a las dos MUCHACHAS de las butacas 6 y 8. EL NOVIO Y LA NOVIA intentan en vano hablarse de un lado un otro del pasillo por entre los espectadores que lo llenan.
EMPIEZA LA ACCIÓN
ESPECTADOR 4. ° - ¡Mujeres ¡Vaya! (Al otro.) ¿Has visto?
ESPECTADOR 5. ° - ¡Ya, ya! ¡Qué mujeres! (Hacen Mutis por el foro lentamente.)
ESPECTADOR 6. ° - ¡Mujeres ¡Vaya! (Se va por el foro.)
ESPECTADOR 1. ° - ¡Menudas mujeres!
ESPECTADOR 2. ° - (Al 1. °) ¿Has visto qué dos mujeres?
ESPECTADOR 1. °-Eso te iba a decir, por qué dos mujeres que ... (Se vuelven hacia El Espectador, 3. °, Hablando a un tiempo.)
Espectadores 1. ° y 2. ° - ¿Te ha Fijado qué dos mujeres?
ESPECTADOR 3. °-Me lo habéis quitado de la boca. ¡Qué dos mujeres! (Se van los tres por el foro.)
MARIDO .- (Aparte, al amigo, hablándole al oído.) ¿Se da usted cuenta de qué dos mujeres?
AMIGO .- ¡Ya, ya! ¡Vaya dos mujeres!
Acomodador .- (Mirando a las muchachas.) ¡Mi madre, qué dos mujeres!
Espectador, 7. ° - (Pasando ante las muchachas.) Mujeres ¡Vaya! (Se va por el foro.)
MUCHACHA 1. ° - (A la 2. °, con orgullo y Satisfacción.) Que DIGAN LO QUIERAN, la verdad es que la gracia que hay en Madrid para el piropo no la hay en ningun lado ...
MUCHACHA 2. ° - en ningun (también Convencida.) En ningun lado, chica, lado.
NOVIA .- (Aparte, al Novio Rápidamente, que sigue inclinado sobre el pasillo, haciendo puente para Hablarle.) ¡Chis, quieto de Bienes, que te va a ver mi madre! ... Dos (Mira temerosa a la Madre, que en ese momento se halla impertinentemente mirando a las muchachas. Se oye roncar al Dormido.)
JOVEN 1. ° - (Al Joven 2. °, refiriéndose al Dormido.) Ahí lo tienes: Sincronizando todas las películas ...
NOVIO .- (A la Novia, dándole un periódico que se saca del bolsillo.) Toma, dale a tu madre este periódico mexicano que se cogido en la oficina. Trae crimen.
NOVIA .- ¿Qué crimen trae? ¡Anda, qué bien! Así nos dejara tranquilos ... (Siguen hablando aparte.)
JOVEN 2. ° - (como tú aquí tan lejos de tu Al el Joven 1. °) ¿Y el barrio?
JOVEN 1. °-Por ver a la Greta ya «» medida Robert. No tengo dinero pa ir Cuando las echan en el centro ... Y yo de «medida» no me pierdo una ... ¡Qué tío! ¿Cómo se las arreglará pa Tener el pelo tan rizao? Un dedo daba yo por tenerlo igual.
JOVEN 2. °-Pues haz lo que Manolo, el encargao del bar de Nueva York, que Tenía el pelo tan liso como una foca, y en un mes se le ha puesto que parece que lleva la permanente.
JOVEN 1. °-Y ¿qué es lo que ha Hecho el Manolo pa ondularse?
JOVEN 2. °-Se lo unta bien untao con fijador y luego se tiraba de cabeza contra los cierres metálicos del establecimiento.
JOVEN 1. ° - ¡Ahí va, qué sistema!
JOVEN 2. °-Pues Aguantando el cráneo, no falla. (Hablan aparte.)
NOVIA.-Tomé, madre: un periódico mexicano que me he encontrao esta mañana en el taller. Se lo he guardado un crimen trae usté porque. (Le da el periódico.)
MADRE .- ¿Que trae crimen? (Lo coge con ansia.)
NOVIA.-Entero y con tos los detalles.
MADRE .- ¡Qué alegría me das! Porque como desde hace una Porción de tiempo los periódicos nuestros Crímenes no traen, yo se va a olvidar el leer. ¿Dónde está el crimen? (Mirando el periódico.) Esto Debe de ser ... (Leyendo.) mordido «Tranviario por un senador».
NOVIA.-Eso no es, madre. Esos son «ecos de Sociedá». El crimen está más abajo. Ahí ... (Señala con el dedo en el periódico.)
MADRE .- ¡Ah, así! Aquí está. (Leyendo.) «Un hombre Mata a una mujer sin motivo justificado». (Dejando de leer.) ¡Qué bruto! Mira que matarla sin motivo justificao ... (Volviendo a leer.) «El penal Atacando A su víctima. Fotografía tomada por nuestro redaztor gráfico, que Llegó al lugar del crimen tres minutos antes de cometerse Este ». (Dejando de leer de nuevo.) ¡Lo que Debe ser! Y no llegar Cuando ya ha pasao a, que nunca se entera una de bien cómo ha ocurrido la cosa ... (Se abisma en la lectura del periódico. Aprovechan de Los Novios para cuchichear A través del pasillo. Se oye roncar al Dormido.)
JOVEN 2. ° - (Al Joven 1. °) Nosotros estamos ahí delante, ya no hemos encontrao más que la fila tres, y, además, nos han dao unas butacas muy laterales, De Esas que hacen ver la película de perfil; tos Los personajes se me antojan al traidor.
(Un Botones, de seis o siete años, Aparece en la puerta del foro llevando un cestillo de bombones y caramelos. Los Jóvenes Siguen hablando aparte.)
BOTONES .- (Voceando desde la puerta.) ¡Bombones y caramelos! ¡Tengo Pralinés!
MUCHACHA 2. ° - (A la Muchacha 1. °) ¿Qué me dices? Chica, pues no lo sabia. Oye: ¿Y es hombre de mucha eda?
MUCHACHA 1. °-Cincuenta años.
MUCHACHA 2. ° - ¿Casao?
MUCHACHA 1. °-Sí, pero no se habla con la mujer.
MUCHACHA 2. ° - regañaos ¿Están?
MUCHACHA 1. °-No. Que Ella se quedó afónica de una gripe.
MUCHACHA 2. ° - ¿Y es rico?
MUCHACHA 1. °-De lo más.
MUCHACHA 2. ° - ¿Te da mucha lata?
MUCHACHA 1. °-Mujer ... Pues lo corriente.
MUCHACHA 2. °-Y ¿cuánto te pasa al mes?
MUCHACHA 1. °-Una vez que duros.
MUCHACHA 2. ° - (Con irritación mal disimulada.) ¡Hija! ... Yo no encontráis dónde se SEE gangas ... (Siguen hablando aparte.)
BOTONES .- ¡Bombones y caramelos! ¡Tengo Pralinés! ¡Tengo Pralinés! (Con gesto desalentado.) Na ... Como Si tuviera reuma ..
ACOMODADOR.-Pero, muchacho, no te estés en la puerta, que aquí no te oyen. Vocea por el salón, el heno que la OCE.
BOTONES .- ¿Pa qué? Estos si en cines de barrio Trabajar el bombón es inútil. Aquí a lo que no trabajar el mar cacahué, el altramuz, la pilonga y la pipa de girasol, que Cuando la guerra Entró muy bien en el mercao ...
ACOMODADOR.-Y ¿por qué no trabajas el cacachué, la pipa, el altramuz y la pilonga?
BOTONES.-Porque la empresa me lo tiene prohibido. ¿No ve usté que es mercancía dura? Pues se lían una tos mascar y no se oye la película.
(Durante estos diálogos, El Dormido de la butaca 13 ha ido cayendo y deslizándose poco a poco hacia su derecha, de tal modo que en este momento se halla materialmente derrumbado sobre el Joven 1. °, el Cual soporta Resignación con su peso. El Botones se va por el foro.)
JOVEN 2. ° - (Salimos a fumar un Al Joven 1. °) ¿Pito?
JOVEN 1. ° - ¿Corbatas mucho interés en que salga yo?
JOVEN 2. °-PCHs ... Mucho, lo que se dice mucho ...
JOVEN 1. °-Pues entonces vete tú solo, Porque si me levanto, se va a caer al suelo aquí ... (Señala con un gesto al Dormido.) Y SE VA A Romper las narices.
JOVEN 2. °-Pues que se las rompa ... ¡Vamos, chico! Encima que te ha tomado a ti de almohadón ...
JOVEN 1. °-Hombre, es que ...
JOVEN 2. ° - ¡Ni hombre ni na! Dale ya un lique y quítatelo de encima.
JOVEN 1. °-No me parece bien ...
JOVEN 2. °-Pero ¿cómo que no te parece bien? Pues no te has vuelto tú poco delicao ...
JOVEN 1. °-Es que es mi padre.
JOVEN 2. ° - ¡Arrea! No lo sabia. Entonces, claro ... (Quedan hablando aparte.)
SEÑORA.-Es lo que yo digo: que hay gente muy mala por el mundo ...
AMIGO.-Muy mala, señora Gregoria.
SEÑORA.-Y que un perro flaco pulgas un hijo.
AMIGO.-También.
MARIDO.-Pero, al fin y al cabo, no hay mal que cien años dure, ¿no cree usted?
AMIGO.-Eso, desde luego. Como que despues de un día viene otro, y Dios aprieta, pero no ahoga.
MARIDO .- ¡Ahí le duele! Claro que agua pasá no mueve molino, pero yo me asocié con el Melecio por aquello de que cuatro ojos ven más que dos Y porqué no lo que uno piensa al otro se le ocurre. Pero de casta le viene al galgo el ser rabilargo, el padre de Melecio siempre ha sido de los que Quitate tu pa ponerme yo, y de tal palo tal astilla, y genio y figura hasta la sepultura. Total: que el tal Melecio Empiezo a asomar la oreja, yo ya darme cuenta, Porque Por el humo se sabe dónde está el fuego.
AMIGO.-Que lo que ca uno vale a la cara le venta.
SEÑORA.-Y que antes se pilla A UN embustero Que a un cojo.
MARIDO.-Eso es. Y como no hay que olvidar que de fuera vendrá quien de casa te echará, yo me dije, digo: «Hasta aquí hemos llegao, se acabó lo que se daba, por tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe, CA uno en su casa y Dios en la de tos, ya mal tiempo buena cara, y pa luego es tarde, que reira el mejor que ría el último ».
SEÑORA.-Y los malos ratos, pasarlos pronto.
MARIDO .- ¡Cabal! Conque le aborde al Melecio, Porque los hombres se entienden hablando, y le dije: «Las cosas claras y el chocolate espeso: Esto pasa de castaño oscuro, Así que Cruz y Raya, y tú por un lao y por otro yo, ahí te quedas, mundo amargo, y si te he visto no me acuerdo ». Y ¿qué le parece Qué hizo él?
AMIGO .- ¿El qué?
MARIDO.-Pues contestarme con un refrán.
AMIGO .- ¿Que le contestó una usté Con un refrán?
MARIDO .- (Indignado.) ¡Con un refrán!
SEÑORA .- (Más indignada aún.) ¡Con un refrán, señor Eloy!
AMIGO .- ¡Ay, qué tío más cínico!
MARIDO .- ¿Qué le parece?
SEÑORA .- ¿Será sinvergüenza?
AMIGO .- ¡Hombre, ese tío es un canalla, Capaz de hacerlo! (Siguen hablando aparte.)
MUCHACHA 2. ° - (A la chica di que ha encontrao Muchacha 1. °) Pues una perla blanca, ...
MUCHACHA 1. °-La verdá ..., no es de oro lo que reluce, ¿sabes? Un lazo defezto muy feo.
MUCHACHA 2. °-Mujer, ALGUN defezto había de Tener el hombre. ¿Y qué le ocurre?
MUCHACHA 1. °-Que es de lo más sucio y de lo más desastrao.
MUCHACHA 2. °-Bueno, con paciencia pero eso Asperón y ...
MUCHACHA 1. °-Tratándose de Felipe, no basta. Porque tú no pues te Formar una idea de lo cochinísimo que es. En los últimos Carnavales, pa disfrazarse, se puso un cuello limpio y no le conoció nadie.
MUCHACHA 2. ° - ¡Qué barbaridad! (Siguen hablando aparte.)
JOVEN 2. ° - (Al Joven 1. °) Pues, hombre, levántate con tiento, sube el brazo de la butaca y pon a tu padre apaisao.
JOVEN 1. °-Oye: me ha dao una idea ... (Se levanta Buscando no despertar Al Dormido, sube el brazo intermedio de la butaca TUMBA Y en los dos asientos al Dormido.) Así, apaisao, tan ricamente.
JOVEN 2. ° - ¿No lo ves? (Dándole un cigarrillo y quedándose con el otro.) Y ahora, nosotros, echar humo de las Naciones Unidas. Toma. (Van ambos hacia la puerta del foro, donde encienden los cigarrillos.)
SEÑORA .- (Al Amigo, refiriéndose al Marido.) Este Que es muy confiao estafa para el mundo ...
MARIDO .- (Al Amigo.) Pero, hombre, señor Eloy, un tipo como el Melecio, que lo conozco desde chico y que si no le tuve en las rodillas Fue Por no desplancharme el pantalon ...
AMIGO.-Sí, sí ... Pues ya ve usted. (Siguen hablando aparte.)
NOVIO .- (A la Novia, siempre a traves del pasillo.) La cuestión es que puedas salir mañana domingo.
NOVIA.-probaré a ver.
NOVIO.-Porque si pudieras salir, yo te esperaria en la esquina del bulevar y nos iríamos a pasar la tarde a casa de una tía mía.
NOVIA.-Pero ¿no dices que eres solo en el mundo?
NOVIO.-Bueno, mujer, pero una tía la tiene cualquiera.
(Siguen cuchicheando A través del pasillo. En ese instante, en la puerta del foro, sólo Están donde ya el Acomodador y los Jóvenes 1. ° y 2. °, Aparecen los Espectadores 1. °, 2. ° y 3. °, un poco nerviosos, con los cigarrillos encendidos y mirando hacia atrás, como si Vieran venir algo extraordinario de la parte del vestíbulo.)
ESPECTADOR 1. °-ca pa venir, que desde aquí veremos la mejor ...
ESPECTADOR 2. ° - ¡Qué burrada! ¿Os habéis fijao?
ESPECTADOR 3. °-Cosa de película, Damián.
ESPECTADOR 1. ° - «Planeta Golduin puro».
ESPECTADOR 2. ° - ¿Y el revuelo que se ha armao ahí fuera? ...
ESPECTADOR 1. ° - ¡A ver cómo no Se va a armar!
JOVEN 1. ° - (A los Espectadores.) ¿Ocurre algo?
JOVEN 2. ° - ¿Qué pasa?
ESPECTADOR 1. ° - ¿Que qué pasa? Miren ustés pa alla (Señala hacia adentro.) Y AGARRENSE uno a otro que les va a hacer falta pa no caerse.
JOVEN 1. ° - (Mirando hacia adentro, en el colmo del estupor.) ¡Mi padre!
JOVEN 2. ° - (Igual que el otro.) ¡El padre de este!
JOVEN 1. ° - ¡Qué bruto!
JOVEN 2. ° - ¡Qué bárbaro!
Acomodador .- (Asomándose.) ¿A ver? ... (Anonadado.) ¡Ahí va!
(El Botones entra Rápidamente, muy emocionado.)
BOTONES .- (Al Acomodador.) ¡Público de Bombón, señor Emilio! ... Si no me estreno hoy, ya no me estreno.
JOVEN 1. ° - ¡Es imponente!
JOVEN 2. °-Pero ¿de dónde ha salido ese dispares?
ESPECTADOR 1. °-de un coche blanco que Ocupa toa la calle. Ella misma lo trae. Viene con otra, que se ha quedao cerrando el coche. Las hemos visto llegar desde la cristalera del vestíbulo.
JOVEN 2. ° - ¿Y la otra es igual?
ESPECTADOR 2. °-Pero ¿cómo Va a ser igual?
ESPECTADOR 1. ° - ¿Usté se cree que como esa mujer Va a haber dos en el mismo país sin que lo digan los periódicos?
JOVEN 1. ° - ¡Caballeros, qué señora!
ESPECTADOR 3. °-De lo que no se ve gratis.
ESPECTADOR 1. °-Limpiarse los ojos, que ahí viene.
Acomodador .- ¡Ya está aquí! ... Pues ¿no me estoy poniendo azarao de verla Acercarse?
BOTONES.-Y es Ponerse PA, señor Emilio.
(Otros dos o tres espectadores Aparecen en la puerta, siempre mirando hacia atrás, y quedan con las espaldas pegadas al forillo, absortos, igual que los otros, abriendo la calle a alguien que avanza hacia allí por momentos. Mariana es ese alguien, y Al verla, la Expectación y el revuelo producido por ella entre aquel público humilde quedan sobradamente Justificados. Mariana es una muchacha de veinte o veintidós años, extraordinariamente elegante y distinguida Hacia el refinamiento. Viste un precioso traje de noche, que llevado por otra Seguramente no Sería lo tanto, y va Perfumada De un modo exquisito. Todo en su porte, sus ademanes, sus movimientos, sus gestos, el semblante pálido y las manos delicadas, revela la nobleza del nacimiento, y el fulgor de sus ojos, y su voz inmaterial y esa misteriosa radiación que despiden los seres excepcionales Denuncian en ella un espíritu singular, original, propio, un poco fantástico, y siempre y en todo caso, Raramente selecto. Se tata del último brote de una familia aristocrática, y si Para lograr una verdadera mano de Duquesa hijo Precisas seis generaciones, para Formar una Mariana de arriba abajo, han sido Necesarios siglos enteros. Con los nervios siempre tensos, El Alerta Continuamente alma, con el corazón dócil hasta la mínima emoción y la sensibilidad en carne viva a Todas Horas; Vibrando con el menor choque, y empujada Arrastrada por la más leve brisa espiritual, Reaccionando en el acto y de un modo explosivo Frente a frente los seres ya los acontecimientos, Mariana, Más que una muchacha, es una Combinación química. Su entrada en el «cine» de barrio, por lo elegante de su atavío, lo singular de su belleza y la fascinación que de ella se desprende, produce una especie de pasmo y de estupor. Las Conversaciones callan Cuando se detiene en la puerta, el todo mundo vuelve la cabeza para mirarla, y hay unos instantes de pausa expectante y emocionada. Las primeras frases son pronunciadas en voz baja.)
MUCHACHA 1. ° - (Con admiración, una amiga su.) Fíjate, tú ...
MUCHACHA 2. ° - (Con asombro y cierto rencor.) ¡Huy!, ¡Qué barbaridad!
MADRE .- ¡Vaya un empaque!
NOVIO .- (Maravillado.) ¡Aguanta!
.- Marido (Guiñándole un ojo al Amigo ya espaldas de la Señora.) Usté ¿Se da cuenta?
AMIGO.-Ya, ya ... No pierdo la onda.
JOVEN 1. ° - (Al 2. °) ¡Y cómo huele, Joaquín!
(Tras la breve pausa, Mariana busca con la vista Acomodador de las Naciones Unidas.)
MARIANA .- ¿Acomodador?
(Al oírla, todos los hombres de la puerta se movilizan buscando al Acomodador Verle y tarifas.)
JOVEN 1. ° - ¡Acomodador!
JOVEN 2. ° - ¡Acomodador!
ESPECTADOR 1. ° - ¡A ver, Acomodador!
ESPECTADOR 2. ° - ¡Acomodador!
Acomodador .- (Saliendo de Detrás del grupo, y llamando También hacia adentro.) ¡Acomodador! ¡Acomodador!
ESPECTADOR 1. ° - (Encarándose con él.) Pero oiga, ¿el Acomodador no es usté?
Acomodador .- (Yendo Rápidamente hacia Mariana.) Perdone usté, señorita. ¿A ver la localidá? (Le coge la entrada.) Pase por aquí usté. (Baja el asiento de la butaca 5.) Esta es. Aguarde A que la limpie, que si no se va poner usté una tibia ... (Saca un pañuelito y limpia el asiento.) ¡Así! Y espere a ver si se hunde, Porque las Fallan QUE HAY ...
(Se sube con un pie en la butaca y salta un poco sobre ella, la fila se mueve el Dormido y se cae al suelo.)
MARIANA .- (Dando un ligero grito.) ¡Ay!
ACOMODADOR.-No, no es na, señorita. Ya se enderezará. Ningún pecado cuidado Siéntese, que es de las buenas.
MARIANA.-Gracias.
(Se sienta en la butaca 5. El Dormido Se levanta gruñendo y se sienta en la butaca 11.)
JOVEN 2. ° - Por fin se ha caído al suelo tu padre.
JOVEN 1. °-Claro, en cuanto que la ha visto.
(Se sitúan entre la fila y la pared del fondo, Detrás de la butaca 11, una Contemplar una Mariana A su gusto. Parr El Joven 2. ° se Apoya en la butaca 9, de codos, mejor verla.)
BOTONES .- (Al Acomodador, con extrañeza.) ¿No le ha dao usté una propina, señor Emilio? ...
Acomodador .- ¡Propina! ¡A ver si crees tú que la gente elegante va a estar en esos detalles!
NOVIA .- (Al Novio, que está embobado contemplando una Mariana, furiosa.) ¡Oye! ¡Se ha acabao ya el mirarla! ¿Te enteras?
NOVIO.-Pero ¿la miraba yo?
NOVIA .- ¡Claro está que la mirabas! (Hablan aparte.)
MUCHACHA 2. ° - (Herida por la presencia de Mariana: a la otra.) Chica, qué lujo ...
MUCHACHA 1. °-Y no se da pote ni na ...
MUCHACHA 2. °-Demasiado.
MUCHACHA 1. °-Como que te iba a decir, si te Parecía que nos saliéramos ahí fuera hasta que empiece ...
MUCHACHA 2. ° - (Levantándose.) Pues ya está.
MUCHACHA 1. ° - (También levantándose y yendo con la otra hacia el foro.) Porque, si no, nos lo mejor una deslumbramos y se nos estropean los ojos ... (Se van Ambas por la puerta del fondo.)
Boceras SEÑORA .- (Al marido, que tampoco aparta la vista de Mariana.) ¿Y tú que miras,?
MARIDO.-curiosidá simple.
AMIGO.-curiosidá simple, señora Gregoria, igual que yo.
SEÑORA. pue-Usté Tener curiosidá y tirarse un Pozo de las Naciones Unidas si quiere, pero ahora mismo ÉSTE Va a sacar el Madriz.
MARIDO.-Bueno, hombre, bueno. (Saca, en efecto, un ejemplar de Madrid y se pone a leerlo extendido. Aparte, el Amigo.) Siempre que hay alguna mujer guapa cerca, me toca ilustrarme ...
JOVEN 1. -N ° Siendo en fotografía, nunca había visto una cosa igual.
JOVEN 2. °-Como que es una mujer que quita el sueño.
DORMIDO.-Al que no lo Tenga, que es lo que a mí ... (Se arrellana en la butaca y vuelve a dormirse.)
BOTONES .- (Paseándose por Detrás de Mariana, sin dejar de observarla.) ¡Bombones y caramelos! ¡Tengo Pralinés! (Moviendo la cabeza con melancolía.) Me parece que hoy no es público ni de bombón El Público de bombón ... (Se retira hacia el foro. Los Espectadores y el Acomodador, formando un grupo compacto, se han apiñado en el espacio del pasillo central, las miradas fijas en las Marianas, como quien CONTEMPLA un monumento recién inaugurado. La Madre, la Señora, los Jóvenes, y el Amigo de la Novia tampoco le quitan ojo; El Novio le lanza siempre Que puede miradas furtivas, El marido y la contemplación por un agujero que ha Hecho Con un dedo en el periódico. Mariana, por su parte, ajena Parece a Todo aquel de interés, ha apoyado un codo en el brazo de la butaca y la barbilla en la mano y ha quedado abstraída y ensimismada. En este momento, por el foro, entra Clotilde, una dama de cuarenta cinco años y, vestida con aseo También de noche, y tan elegante y distinguida como Mariana unida a ella por un indudable aire de familia; igualmente inteligente, habiendo coexistido en los medios Mismos sociales y mucho más vivida, Clotilde no tiene, en cambio, su belleza, ni su agudísima sensibilidad , ni su personalidad ni Vibrante-en suma-su fascinación. Clotilde También da una Cierta sensación de ser extraño, de producto raro, de criatura poco común, pero en ella estas características Están más esfumadas y más pálidas, de suerte que Clotilde Roza, A veces, lo corriente y lo normal, Mariana Mientras que no Desciende a lo normal, ya lo corriente nunca. Para resumir: en la escala biológica que va hacia el refinamiento y hacia lo excepcional, Clotilde Ocupa el mismo tramo que Mariana pero Colocada Cinco peldaños más abajo. Al entrar, Clotilde se ve Bloqueada por el grupo de mirones, y unos instantes Intenta llegar hasta la butaca de Mariana inútilmente. Rápidamente se le acerca en cuanto la ve El Botones.) ¡Bombones y caramelos! ¡Tengo Pralinés!
CLOTILDE.-Haces bien, nene. (A bondad los del grupo que la cierra el paso.) ¿Tienen la? ¿Me permiten que pase a la butaca de al lado y asi Podrán Mirarme A mí también?
(El Botones se va lentamente por el foro.)
Espectadores .- ¿Eh? (Sorprendidos Abren la calle.)
CLOTILDE.-Muchas gracias. (Pasa por entre ellos y Ocupa la butaca 3.) Siempre el mismo éxito entre las clases populares. Te felicito, Mariana.
Usté Señora de la Acomodador .- ¿Me hace el favor de entrada,?
CLOTILDE .- (Dándosela.) Sí, hijo, ¿cómo no? Aquí la tiene: fila Veintiséis, número tres. ¿Quiere que se la firme?
Acomodador .- (Estupefacto.) ¿Que me la firme?
CLOTILDE .- (Señalando al grupo de espectadores.) Por si Alguno De Estos señores autógrafos Colecciona.
Acomodador .- (Sin entender.) ¿Cómo dice usté?
MARIANA.-No malgastes tu ingenio, tía Clotilde, que este no es tu público.
CLOTILDE .- ¡Vaya por Dios! Pues si me contradices, no voy a Tener más remedio que insistir hasta el triunfo, ya me conoces. ¡Acomodador! ¡Acomodador!, ¿Tiene usted Gemelos?
Acomodador .- ¿Pa usté?
CLOTILDE.-No. Para estos señores. (Grupo señala al.) Porque Están forzando la vista de un modo ...
Acomodador .- (Encarándose con el grupo.) ¡Hombre! Empate de La Razón aquí la Señora, a ver si hacen ustés el favor de despejar un poco esto, que, vamos, ya está bien ... (Se los va llevando hacia el fondo, no sin protesta alguna, y todos quedan en la puerta.)
ESPECTADOR 1. °-Bueno, maestro, bueno.
ESPECTADOR 2. °-Pa eso no hace falta empujar.
CLOTILDE .- (A Mariana.) Ya lo ha visto: triunfé.
SEÑORA .- (Al marido, dándose cuenta de lo del periódico.) Oye, tú, pero ¿ese agujero en el periódico qué es?
MARIDO .- ¿Un agujero? (Mirando el periódico con inocencia.) Pues no lo sé; Será que habré cortado Algún anuncio ...
SEÑORA.-Pues mira, pa que no Tenga que cortarte yo a ti las cejas, vámonos a pasear al vestíbulo hasta que apaguen. ¡Arza!
-Vamos MARIDO. quieras Ande. (Se levanta.)
SEÑORA .- (Al Amigo.) Y usté También viene o mañana le doy un recao al oído A su mujer.
AMIGO.-No faltaba más. Usté manda ... (Se van los tres por la puerta del foro. La Señora venta la última.)
NOVIA .- (Que ha estado Atendiendo a lo ocurrido como quien tiene una idea de Brusca. Levantándose.) En seguida vengo, madre. Voy al tocador (Al Novio, aparte.) Ven pa afuera, que esa señora me ha dao una idea. Así hablaremos con Libertá. (El Novio Se levanta dócilmente y ambos salen por el foro.)
Acomodador .- (A Clotilde y Mariana.) Les Olera un ustés el local de la ONU poco raro, ¿verdá?
CLOTILDE .- ¿Si nos huele raro? Pues mire usted: sí. Al entrar se nota un olor algo chocante, pero luego, Cuando se ve al público, ya no le choca a nada UNA.
Acomodador .- ¡Claro! Como es que Estos sitios y en domingo ... Voy a buscar el irrigador del ozonopino VOY Y a ozonopinear una Miaja.
CLOTILDE.-Muy bien.
ACOMODADOR.-Porque esto necesita un buen ozonopineo.
CLOTILDE.-Soy de su misma ozonopinión.
ACOMODADOR.-Hasta ahora.
CLOTILDE.-Vaya usted con Dios. (El Acomodador se va por el foro.) Creo que este Acomodador y yo acabaremos por hacer una Amistad Duradera. Es simpático. Y si se quitase los bigotes para hablar, ganaría mucho. (A Mariana.) Bueno, nenita, pues aquí estamos. ¿Y qué hacen esta noche en este precioso salón?
MARIANA.-No lo sé ni me importa, tía Clotilde.
CLOTILDE.-Entonces ahora me explico que hayamos venido. Porque, en cambio, en el concierto de la Embajada sabíamos lo que tocaban y nos importaba oírlo, y no hemos ido. Claro que no pretendo encontrar sensatez y lógica en tus acciones, porque, si procedieras sensatamente, no serías de la familia ... Tu abuela, que en gloria Esté, les Hacía vestiditos y sombreritos A TODAS LAS cerillas que caían en sus manos, y tu pobre abuelo se pasó los últimos años de su vida pelando guisantes. Si es el tío Cecilio, Aquél Ingresó muy joven en un manicomio y, curado Cuando ya estaba, sin abandonar el manicomio Quiso Porque se Empeño en Casarse con el director, que era un señor muy serio y con lentes, de donde se dedujo que Quizá No estaba curado del todo. De tu padre y de tu tía Micaela más vale que no hablemos, Porque bastante nos hacen hablar ellos en casa. Por lo que Afecta a tu hermana, corramos un velo, y con Respecto a mí, bajemos un telón metálico. Pero, en fin: tú, dejando aparte que de niña te comías las flores y Quitando Aquella temporada que te dio por andar hacia atrás, en cuanto te pegaste en la nuca con el árbol anduviste para adelante y pensar que todo Hacía IBAS A Ser la Mosca Blanca de la familia. Pero, hijita, Fernando Ojeda ha aparecido en el horizonte, y desde entonces ... no sé, pero no me extrañaría nada que te decidieses Tú también por lo de los guisantes ...
MARIANA .- (interesada Subitamente, apoyándose en el brazo de Clotilde mirándola fijamente y, con acento serio y casi dramático.) ¿De verdad crees, tía Clotilde, que es mi manera de ser ha influido Fernando Ojeda?
CLOTILDE.-No sé si lo creo o lo temo, Porque tambien los Ojedas para Noticiario hijo de la ONU.
MARIANA .- (Con ansia.) ¿Te Parecen gente rara los Ojedas?
Estoy a los de casa.
MARIANA .- (Impaciente.) Bueno, pero imagínate que todos los de nuestras familias fuesen normales ...
CLOTILDE.-No tengo imaginación para tanto, Mariana.
MARIANA.-Haz un Esfuerzo en favor mío, te lo suplico ... Comparados con personas corrientes, ¿qué te Parecen los Ojedas?
CLOTILDE.-Dos locos de atar, tío y sobrino.
MARIANA .- (Ansiosa.) Luego ¿El te lo parece también?
CLOTILDE.-He dicho que Sobrino y tío.
MARIANA .- (Aún más con ansia.) Admites ¿, entonces, que Fernando Pueda Ser un hombre muy distinto de los demás? ¿Un hombre hermético, insondable? ¿Quizá misterioso?
CLOTILDE.-De él lo admito todo. Y de su tío Ezequiel no digamos, porque me basta Verle la barba y el sombrero hongo, que no se sabe cuál de los dos lo estreno primero, para sentir una sensación de ahogo, una especie de Opresión ... Me es odioso ...
MARIANA.-Pero Fernando, concretamente de Fernando, ¿crees tú que ...?
CLOTILDE .- (Levantando las cejas, mirando hacia arriba y luego hacia atrás, interrumpiendo una de las Marianas.) Ya está aquí el del ozonopino ... Habríamos Hecho impermeables bien trayendo.
(En efecto, el Acomodador ha aparecido unos momentos antes con el irrigador del ozonopino y ha comenzado un pulverizarlo en la Atmósfera.)
MARIANA .- (Volviendo a la carga Creciente con ansia.) ¡Di, tía Clotilde!
CLOTILDE .- ¿Qué?
MARIANA .- ¿Crees una Capaz de Fernando de llevar una vida extraña, ajena a la vida normal que todos le conocen? ¿Le crees Capaz de ocultar algo extraordinario, por ejemplo? ¿De Tener un secreto muy grave no revelado una jamás nadie? ...
CLOTILDE.-No me sorprendería nada.
MARIANA .- (En el colmo de su ansia.) ¿Lo crees así de veras?
CLOTILDE .- ¿Por qué no?
MARIANA .- (Estallando en un suspiro de alegría, de descanso, de profundo alivio.) ¡Ay! ¡Dios te lo pague, tía Clotilde! Cuánto me haces bien ... (Deja caer hacia atrás la cabeza, respirando abiertamente.)
CLOTILDE .- (Volviendo la cara hacia Mariana; extrañada.) ¿Eh? (Inclinándose hacia ella.) Pero oye, muchacha: ¿Que es que necesitas Ojeda mar Un hombre misterioso y algo que oculte y graves extraordinario para ser feliz.
MARIANA .- (Contestando con la voz y con el gesto.) Sí.
CLOTILDE.-Cuando yo digo que tú acabas También Pelando guisantes ...
(El Acomodador se va por el foro.)
MARIANA.-Y el día que descubra que no hay nada de eso, que todo en su vida es sencillo y formal ..., si no tengo valor para otras cosas peores, por lo menos romperé con él.
CLOTILDE .- ¿romperás con él?
MARIANA.-huiré de su lado Aunque Esté próxima una casarme, casada Esté AUNQUE YA. Huiré de él como he huido esta noche ..., para ir a parar Dios sabe adónde.
CLOTILDE.-mar Mientras las Naciones Unidas de un cine de barrio, no habrá dificultad para encontrarte, sobre todo si Sobrevives al ozonopino.
MARIANA .- (Con acento ligeramente frío y desdeñoso.) Burlándote Pienso que haces mal, tía Clotilde.
CLOTILDE .- (Completamente seria, con voz grave.) Nuestra Señora del Rosario me libre de burlarme, hija mía. Pero me da demasiado miedo hablar de todo eso en serio. Y demasiada tristeza. Con las MISMAS cosas raras o parecidas Empezó tu hermana, y un día desapareció y sigue desaparecida. Pero estoy en el deber sagrado de Combatir como Pueda tus obsesiones, Y. ..
MARIANA.-Pues no te pienses, luchas con fantasmas Porque, igual y no hay lucha. ¡Más que yo le luchado!
CLOTILDE .- ¿inutilmente?
MARIANA.-inutilmente.
CLOTILDE .- ¡Pobrecilla mía! Era de esperar. Los Briones Encima llevamos una herencia demasiado pesada.
MARIANA.-Es ridículo achacar una herencia de familia lo qué ocurre en nuestro interior. ¿Qué tengo yo que ver con los guisantes y las cerillas de los Abuelos? ¿En qué ha de afectarme a mí la locura de Tío Cecilio, ni lo que Pudiera sucederle a mi hermana? Lo de ellos son hechos casuales.
CLOTILDE.-Sí, sí ... Pero ¿y la tía Micaela, que coleccionaba búhos, Mariana?
MARIANA.-Todos los viejos caen en alguna chifladura absurda.
Cuartos de la tarde CLOTILDE .- ¿Y tu padre, que Veintiún años hace, el día doce de enero de mil novecientos diecinueve, una Las Cinco y Tres, nos anuncio a todos los que estábamos merendando en la terraza: «Voy a acostarme para no levantarme ya más », y que, desde entonces, está metido en la cama?
MARIANA.-Lo de papá siempre le oído decir que Fue un desengaño amoroso, y que tú, entonces que acababas de llegar de Francia, no eras ajena al asunto, por cierto.
CLOTILDE .- ¿Y lo que yo negado alguna vez? Hora antes de aquello Efectivamente: Medios de comunicación, en el jardín, acababa de desengañarle en redondo, pero ni yo podia presumir que al conocer mi fallo se Iba a acostar De un modo vitalicio ni Ningún amante desdeñado Suele abrazarse a la almohada Con esa Tenacidad . Escriben rimas, como Bécquer, o se atizan un tiro, como Larra, o se casan con una muchacha de Zamora, que es lo más frecuente. Pero para hacer lo que Hizo y sigue haciendo tu padre, desengáñate Mariana, para eso hay que estar un poco ... (Hace un ademán de guilladura.), Un poco aturdido.
MARIANA .- ¿Y no puedo salir a mamá? No sé casi nada de ella, pero no le oído decir nunca que cometiese Ningún dispares.
CLOTILDE.-Se casó con tu padre, que ya estuvo bien.
MARIANA.-Puedo ser yo la Excepción de la familia ...
CLOTILDE.-Sin duda, y siempre guardé esa esperanza ...
MARIANA.-Entonces, ¿por qué no encontrar normalidad en mis sentimientos?
CLOTILDE.-Porque no es muy corriente que digamos que una muchacha espere para Marido a un hombre misterioso y, ser posible de la ONU, provisto de un secreto tumba ...
MARIANA.-Yo tampoco esperaria eso de otro, pero Fernando sí.
CLOTILDE .- ¿Y por qué esperarlo de él?
MARIANA.-Porque él ha sido el único que me hizo pensar al CONOCERLE, Y porque, a veces, me lo hace pensar todavía.
CLOTILDE .- ¿Eh?
MARIANA .- (Confidencialmente, medios de comunicación una voz.) No siempre, ¿sabes?, Pero un heno ratos algo en él, en sus ojos, en su gesto, en sus palabras y en sus silencios, hay algo en él, ¿no lo se ha notado?, inexplicable, oscuro, tenebroso. Su actitud conmigo entonces, la Manera de mirarme y de tratarme, Las Cosas Que me dice y el modo de decírmelo, aunque no me hable de amor, todo ello Puede definirse el pecado, pero es terrible, y me atrae y me fascina. (Subiendo el tono de la voz.) En esos momentos siento que hemos venido al mundo para que unirnos y ya hemos estado unidos antes de ahora. (Vibrantemente.) En esos momentos, tía Clotilde, ¡le adoro! ... (Rápidamente; explicativa.) Pero esto no significa que Exista en mí algo anormal; ¿Soy acaso yo la única muchacha a quien le fascina y le atrae lo misterioso y lo que No Puede explicarse? (Volviendo al tono de antes.) Y en otras ocasiones, que, por desgracia, son las más frecuentes, Reacciona él, como alarmado y arrepentido de haber descubierto Quizá el verdadero fondo de su alma: sus ojos miran como los de todo el mundo , sus gestos y sus palabras son los gestos y las palabras de cualquiera, sus silencios y vacíos están; se transforma en un hombre corriente, pierde encanto todo, ríe y bromea, se recubre de esa capa insulsa, hueca e irresistible que la gente llama simpatía personal ... (Elevando el tono de voz, como antes.) Y entonces siento que uno otro y no tenemos nada de común, y me molesta que me hable, y si me habla de amor me crispa, y no puedo Soportar su presencia y estoy deseando perderle de vista (Vibrantemente.) Porque entonces me Repele y me repugna ¡y le detesto!
CLOTILDE.-Mariana ...
MARIANA.-Esta tarde se me mostro tal como yo le quiero ... ¡Qué dos horas deliciosas pasé a su lado, Clotilde, tía! Estábamos echados en el césped, junto al estanque, Debajo de los almendros. A él le gusta mucho estar Debajo de los almendros. Parece que en su finca de almendros TAMBIEN HAY, Y en el verano deja pasar allí noches enteras. , Casi no me habló pero me miraba mucho; Estaba como transfigurado, Y yo también. En sus ojos había esa terrible expresión que me fascina, y nos entendíamos sin hablarnos. Así, Cuando él me dijo: «¿Vendrás?», Yo adivine que preguntaba si me Iría esta noche con el a su finca, y le contesté que sí.
CLOTILDE .- ¡Mariana!
MARIANA .- (Sonriendo tristemente.) No te asustes. Ya ves que no me he ido ...
CLOTILDE.-Pero ... Lo tenías todo calculado ...
MARIANA.-Sí. El concierto era el Pretexto, lo de que tú y el tío de él nos acompañaseis, una maniobra para despistar. Al acabar la primera parte, yo habría salido un momento. Fernando se hubiera levantado un escolta darme ..., y ya no hubiésemos vuelto al salón ninguno de los dos.
CLOTILDE.-Mariana ..., Mariana, tú no estás en tu juicio.
MARIANA.-Porque lo estoy me tienes a tu lado todavía.
CLOTILDE .- ¿Reflexionaste, entonces, y. ..?
MARIANA .- ¿Reflexionar? ¿Las cosas del cariño se reflexionan? ¿Tú Desdeñaste una reflexión por papá, Porque o no te gustaba? No he reflexionado. Ha sido peor. CUANDO LOS Ojedas Han venido a buscarme esta noche, Fernando había sufrido Uno de esos cambios que hacen de él un hombre como todos y de mí una mujer hostil A su personaje, y ni por Amenazas de muerte hubiera cumplido lo proyectado.
CLOTILDE.-Pero si no ni llegaste a hablar con él ... Yo acababa de bajar al vestíbulo Cuando ellos Entraron; te llame, saliste del saloncito de música echaste Y a mirarnos sin andar Siquiera; saltaste al coche, te pusiste al volante, me gritaste: "¡Sube ya!», Y, Cuando quise darme cuenta, corríamos hacia la verja, dejando a Fernando ya su tio un pastel ...
MARIANA.-No necesito hablar con Fernando para percibir sus reacciones y sus cambios. Creo que para percibirlos no necesitaria ni Verle ni oírle. Noto cuándo es él el que amo y cuándo es él el que detesto por los impulsos que siento en mi interior.
CLOTILDE.-Pero, ¿tú te das cuenta de bien adónde Puede conducirte todo eso?
MARIANA. Felicidad-Espero que me conducirá a la ... O a la desdicha.
CLOTILDE .- (Gravemente.) O a la finca de Fernando Ojeda, Mariana ...
MARIANA .- (Sonriendo.) Pero la finca de Fernando Ojeda Estará incluida en la desdicha o en la felicidad, ¿no?
CLOTILDE .- (Abrumada.) Que el Señor nos Tenga De su mano. (Llevándose una mano a la garganta.) ¡Uf! ¡Qué Opresión siento! ... Qué sensación de ahogo noto de pronto ... Debe de ser que ese hombre ha echado demasiado ozonopino. (Volviendo la cabeza hacia la puerta.) Pero no ... ¡No es eso! Es que llega el tío de Fernando ...
MARIANA .- (Volviendo la cabeza también, rápidamente.) ¿Eh?
CLOTILDE.-Y Fernando, Detrás ... Nos han encontrado, Nina.
(En efecto, por el foro y precedidos del Acomodador, han entrado en escena y Fernando Ezequiel. Este último es un buen mozo, situado Alrededor de los treinta y cinco años, de aire distinguido y elegancia natural, es decir, no Preocupado de la Elegancia. En realidad, se Trata de un hombre a quien no parece preocupar exterior cosa ninguna, se le supondría ensimismado o, mejor, obsesionado por algun problema interno, y, por bien no traicionar sus ideas haciéndoselas sospechar de las Naciones Unidas Los demás, o bien por Simplemente educación, de cuando en cuando «vuelve en sí», esto es: hace un Esfuerzo por Desechar sus pensamientos y aire Adopta un trivial, ligero y natural forzadamente, que ahi los cambios y variaciones que percibe en él al instante la aguda sensibilidad de Mariana. sentimental, soñador y melancólico, tal como es en esencia, Fernando tiene un poderoso atractivo, despreocupado banal, corriente, y, para aparecer como Pretende Cuando Reacciona, SE HACE-quien está la ONUDI una Algún sentimiento por él-realmente irresistible. Por Lo Que Afecta A su tío Ezequiel, que Bordea los cincuenta años, es bajito y menudito, pero, una Pesar de su leve peso y de su corta estatura, algo en él que hay Impone un respeto especial, hecho no se sabe de qué , pero denso y fuerte. es Ezequiel Calvo, pero su calva no le da apariencia ridícula, por el contrario: quizá, en Combinación con la barba entrecana y con las cejas, un poco diabólicas, Contribuye PODEROSAMENTE A que de él Emane ese especial respeto indefinible. Ambos, tío y sobrino, vienen de fumar y con abrigo. Fernando y trae negro flexible entra qui tándose el abrigo; Ezequiel conserva el abrigo puesto, con el cuello subido, y se toca, como advirtió Clotilde, con sombrero hongo).
Acomodador .- (Mirando las localidades.) Veintiséis, siete y nueve. (Va hacia las butacas indicadas.) Por aquí ...
FERNANDO .- (Viendo a Mariana y Clotilde.) En efecto, son las butacas de al lado. Pasa, tío Ezquiel.
(Por el foro entra el Botones, pendiente de los dos recién llegados.)
JOVEN 2. ° - (Al Joven 1. °) Ven, tú, que me parece que aquí está prohibido mirar. (Se van los dos hacia el foro.)
MARIANA .- (A Clotilde, señalándole la butaca 7.) ¿Quieres pasar aquí, tía Clotilde?
CLOTILDE .- (Sorprendida.) ¿Eh?
MARIANA.-Para que Fernando se siente a mi lado.
CLOTILDE .- ¿A tu lado? ¿Pero cómo? ¿Pero es que ...?
MARIANA .- (Imperativamente.) Haz lo que te digo.
CLOTILDE.-Sí, hombre, sí. (Se levanta dócilmente y se sienta en la butaca 7. Misma consigo Hablando y mirando a la cara de Mariana, temiendo que la actitud de ella haya cambiado de nuevo Respecto a Fernando.) Pero ¿será posible que otra vez ...?
MARIANA .- (Sonriendo celestialmente a Fernando y siguiéndole con la mirada de Arrobo Mientras avanza él. Con voz temblorosa de emoción.) Hola, Fernando ... (Le señala la butaca 3.)
FERNANDO .- (A y Mirando GRAVEMENTE Mariana sentándose en la butaca que ella le indica.) Ya no creí que esta noche Volvieras A saludarme. (Aparte hablando Quedan, embelesados.)
CLOTILDE .- (Que no les ha quitado ojo.) ¡Huy, Dios mío! Ciertos son los toros ...
EZEQUIEL .- (sentándose en la butaca 9, al lado de Clotilde.) ¿Qué toros, señora? Porque supongo que no se referirá a la faena que nos han Hecho ustedes.
CLOTILDE .- ¿Eh?
EZEQUIEL.-Imagino que Mariana Tendrá sus razones para jugar los menores de edad al escondite con Fernando, pero Quizá es un poco fuerte para que yo y usted ori volvamos al.
CLOTILDE .- ¿Al ori? Puede usted creer que yo he vuelto al ori?
EZEQUIEL.-Juraría que me lo gritó usted al arrancar el coche.
CLOTILDE.-Pues juraría usted en falso. No estoy para bromas, Ezequiel.
(Ezequiel tiene una cara de tremenda juez.)
EZEQUIEL.-Ni yo. Ni yo tampoco estoy para bromas; creérmelo Puede usted. No muerdo Porque el aire no se deja morder, pero no por falta de ganas.
BOTONES .- (ACERCANDOSE A por detras Ezequiel.) ¡Bombones y caramelos!
EZEQUIEL .- (Botones al Volviéndose.) ¡Niño! ¿Tienes algo que duro el mar, cacahuetes, torrados O, O. ..?
BOTONES.-No, señor. Pralinés Tengo.
EZEQUIEL.-Entonces, nada, perdona.
BOTONES .- (Desconsolado.) ¡Hasta el público de bombón se tira por el cacahué! Estoy bien listo ... (Se va muy triste por el foro.)
FERNANDO .- (En voz baja, una de las Marianas.) ¿Por qué eso se ha hecho?
MARIANA .- ¿Y tú? ¿Por qué esta noche no eras ya el de esta tarde? ¿Y por qué ha vuelto a serlo ahora de nuevo?
.- FERNANDO (Reconviniéndola como si lo dice ella que fuese un desatino.) Mariana ...
MARIANA.-Sé lo que me digo. No estoy loca. (Aún Bajando la voz y clavando en el más una larga mirada.) Y si lo Estuviera, tendrías tú la culpa ... (Aparte Sigue hablando, en voz muy baja.)
EZEQUIEL .- (A Clotilde.) Por lo demás, le advierto A que usted he venido Porque Fernando se Empeño en buscarlas, pensando sagacidad con que, al no ir al concierto, se habrían metido ustedes en un espectáculo cualquiera y que el coche, estacionado fuera, nos denunciaría el sitio fácilmente.
CLOTILDE .- (atender Sen A Ezequiel, preocupada por oír lo que hablan Mariana y Fernando.) Claro, claro ...
EZEQUIEL.-Pero si no, no habría venido, ¿sabe usted?
CLOTILDE .- (Siempre Atendiendo a los otros.) Sí, sí ...
EZEQUIEL.-Porque Existen mujeres que creen llevar siempre a los hombres atados al carro de su belleza, pero También Existen hombres que no se dejan atar, carro por muy de la belleza que el mar, carro, un carro Ningún ... (Se para de pronto.)
FERNANDO .- (Que, dándose cuenta del espionaje de Clotilde, ha dejado de hablar con Mariana. A Ezequiel, riendo.) ¿Qué, tío Ezequiel? ¿Se atasco el carro?
(Ríe Clotilde. Mariana mira de las Naciones Unidas con Fernando una mirada fría y Subitamente se pone seria.)
CLOTILDE.-Perdone, Ezequiel ... ¿Me decía algo usted, ¿verdad?
EZEQUIEL.-Sí, pero como usted no me atendía y este señor (por el Dormido.) Oirme no puede, ¿para qué iba a seguir?
CLOTILDE.-Discúlpeme. Estaba distraída.
EZEQUIEL.-celebro que mi conversación la distraiga.
(Clotilde Fernando y ríen.)
FERNANDO .- (Riendo, una de las Marianas.) ¿Has oído? Que Dice ... (Deteniéndose en seco, con la expresión del rostro ante de Mariana.) ¿Pero qué te pasa? (La luz de la batería queda en este momento en Resistencia. Llama al público de El Acomodador del vestíbulo.)
Acomodador .- (Dando palmadas en la puerta del foro.) ¡Señores! ¡Vamos, señores!
EZEQUIEL.-Por lo demás, ya no es hora de hablar, Porque va a empezar la sesión, y si me he perdido el concierto, no me perderé la película, ¡palabra! (Se arrellana comodamente en la butaca. Todas las figuras que en el TRANSCURSO DE LA ACCIÓN Se fueron por el foro van volviendo a entrar en grupos compactos. La luz de la batería se apaga del todo, quedando sólo la azul y la claridad que viene del forillo.)
FERNANDO .- ¿Qué te ocurre, Mariana? (Se inclinación hacia ella.)
MARIANA .- (irritada, desesperada.) ¡Nada! ¡No me ocurre nada!
FERNANDO .- (Sonriendo indulgentemente.) Pero, oye, mujer, chiquilla ...
MARIANA .- (iracunda levantándose.) ¡Déjame! ¡No me hables, no me toques, no me mires! (A Clotilde.) ¡Vámonos!
CLOTILDE .- (Asombrada.) ¿Qué dices?
MARIANA .- ¡Vámonos! ¡No puedo más!
EZEQUIEL .- (Sorprendido.) ¿Eh?
FERNANDO .- ¡Mariana!
CLOTILDE.-Vaya ... (Sonriendo tranquilamente.) Menos mal ...
MARIANA .- (Saliendo.) ¡Ven! ¡Vamos, tía Clotilde! (Se lanza hacia la puerta, abriéndose paso por entre los que entran, casi sin saber por dónde va, de un modo delirante, como quien ha perdido de un golpe todo el gusto de vivir.)
FERNANDO .- (Desconcertado y exasperado.) Pero ¿qué le ocurre? ¿Por qué huye de mí otra vez?
CLOTILDE .- (Con Satisfacción, levantándose.) ¡Bendito sea Dios! Al fin, la noche Va a concluir de la mejor Manera ...
FERNANDO .- ¿Por qué Cuando está Mirándome con más amor, de pronto me mira con odio?
CLOTILDE .- (Iniciando el Mutis; volviéndose un Ezequiel.) Ezequiel: no se molesten en seguirnos, ahora que vamos a casa. (Se marcha, abriéndose paso entre También por los que entran.)
FERNANDO .- (Nerviosamente, con acento angustiado, levantándose y poniéndose el abrigo.) ¡Pues yo sí las sigo!
EZEQUIEL.-Yo, no.
FERNANDO.-Te consta lo que ella es para mi, lo que significa para mí ... ¡Iba E a ser esta noche! ¡Esta noche!
EZEQUIEL.-Ya lo sé.
FERNANDO .- (sentándose un instante al lado de Ezequiel y casi hablándole al oído, angustia Creciente con.) ¡Te lo juro! No podia vivir ni un día más entre espectros ...
EZEQUIEL.-Y lo que me pregunto es cómo has podido Vivir Así hasta ahora.
FERNANDO.-La necesito en casa. Hoy tengo que llevarla, mar como sea, Porque sólo ella Puede librarme de aquel infierno.
EZEQUIEL.-ve. Inténtalo. Ya lo comprendo. ¡Anda!
FERNANDO .- ¿Tienes ahí el Frasquito? Dámelo.
EZEQUIEL .- (dándole un Frasquito que se saca del abrigo.) Toma. Y suerte.
(Fernando, con una Decisión desesperada, se levanta y escapa por el foro Empujando A LOS Espectadores, entrando Siguen que, hablando y riendo entre sí. La fila de butacas ha vuelto un llenarse, como lo estaba al empezar la acción, y en el pasillo central se agolpan los que entran en su avance hacia la batería, que simula ser el interior del «cine». El Acomodador, que ha entrado también, con un papel en la mano, se dirige ay Ezequiel le habla aparte.)
ACOMODADOR.-Caballero ...
EZEQUIEL .- ¿Qué hay?
ACOMODADOR.-Una de las señoras que ustés con Esteban, la de más eda, me ha dao Al salir este papel con el encargo de que se lo entregase una disimuladamente usté. (Se lo da.)
EZEQUIEL .- ¡Ya! Tomé. (Le da una propina.)
ACOMODADOR.-Tantas gracias.
EZEQUIEL .- ¿Me deja usted un momento la linterna?
ACOMODADOR.-Sí, señor. (Le da su linterna eléctrica.)
FERNANDO .- (Riendo, una de las Marianas.) ¿Has oído? Que Dice ... (Deteniéndose en seco, con la expresión del rostro ante de Mariana.) ¿Pero qué te pasa? (La luz de la batería queda en este momento en Resistencia. Llama al público de El Acomodador del vestíbulo.)
Acomodador .- (Dando palmadas en la puerta del foro.) ¡Señores! ¡Vamos, señores!
EZEQUIEL.-Por lo demás, ya no es hora de hablar, Porque va a empezar la sesión, y si me he perdido el concierto, no me perderé la película, ¡palabra! (Se arrellana comodamente en la butaca. Todas las figuras que en el TRANSCURSO DE LA ACCIÓN Se fueron por el foro van volviendo a entrar en grupos compactos. La luz de la batería se apaga del todo, quedando sólo la azul y la claridad que viene del forillo.)
FERNANDO .- ¿Qué te ocurre, Mariana? (Se inclinación hacia ella.)
MARIANA .- (irritada, desesperada.) ¡Nada! ¡No me ocurre nada!
FERNANDO .- (Sonriendo indulgentemente.) Pero, oye, mujer, chiquilla ...
MARIANA .- (iracunda levantándose.) ¡Déjame! ¡No me hables, no me toques, no me mires! (A Clotilde.) ¡Vámonos!
CLOTILDE .- (Asombrada.) ¿Qué dices?
MARIANA .- ¡Vámonos! ¡No puedo más!
EZEQUIEL .- (Sorprendido.) ¿Eh?
FERNANDO .- ¡Mariana!
CLOTILDE.-Vaya ... (Sonriendo tranquilamente.) Menos mal ...
MARIANA .- (Saliendo.) ¡Ven! ¡Vamos, tía Clotilde! (Se lanza hacia la puerta, abriéndose paso por entre los que entran, casi sin saber por dónde va, de un modo delirante, como quien ha perdido de un golpe todo el gusto de vivir.)
FERNANDO .- (Desconcertado y exasperado.) Pero ¿qué le ocurre? ¿Por qué huye de mí otra vez?
CLOTILDE .- (Con Satisfacción, levantándose.) ¡Bendito sea Dios! Al fin, la noche Va a concluir de la mejor Manera ...
FERNANDO .- ¿Por qué Cuando está Mirándome con más amor, de pronto me mira con odio?
CLOTILDE .- (Iniciando el Mutis; volviéndose un Ezequiel.) Ezequiel: no se molesten en seguirnos, ahora que vamos a casa. (Se marcha, abriéndose paso entre También por los que entran.)
FERNANDO .- (Nerviosamente, con acento angustiado, levantándose y poniéndose el abrigo.) ¡Pues yo sí las sigo!
EZEQUIEL.-Yo, no.
FERNANDO.-Te consta lo que ella es para mi, lo que significa para mí ... ¡Iba E a ser esta noche! ¡Esta noche!
EZEQUIEL.-Ya lo sé.
FERNANDO .- (sentándose un instante al lado de Ezequiel y casi hablándole al oído, angustia Creciente con.) ¡Te lo juro! No podia vivir ni un día más entre espectros ...
EZEQUIEL.-Y lo que me pregunto es cómo has podido Vivir Así hasta ahora.
FERNANDO.-La necesito en casa. Hoy tengo que llevarla, mar como sea, Porque sólo ella Puede librarme de aquel infierno.
EZEQUIEL.-ve. Inténtalo. Ya lo comprendo. ¡Anda!
FERNANDO .- ¿Tienes ahí el Frasquito? Dámelo.
EZEQUIEL .- (dándole un Frasquito que se saca del abrigo.) Toma. Y suerte.
(Fernando, con una Decisión desesperada, se levanta y escapa por el foro Empujando A LOS Espectadores, entrando Siguen que, hablando y riendo entre sí. La fila de butacas ha vuelto un llenarse, como lo estaba al empezar la acción, y en el pasillo central se agolpan los que entran en su avance hacia la batería, que simula ser el interior del «cine». El Acomodador, que ha entrado también, con un papel en la mano, se dirige ay Ezequiel le habla aparte.)
ACOMODADOR.-Caballero ...
EZEQUIEL .- ¿Qué hay?
ACOMODADOR.-Una de las señoras que ustés con Esteban, la de más eda, me ha dao Al salir este papel con el encargo de que se lo entregase una disimuladamente usté. (Se lo da.)
EZEQUIEL .- ¡Ya! Tomé. (Le da una propina.)
ACOMODADOR.-Tantas gracias.
EZEQUIEL .- ¿Me deja usted un momento la linterna?
ACOMODADOR.-Sí, señor. (Le da su linterna eléctrica.)
La insensatez diversa y variada de sus habitantes. Una de excepción los globos de luz de la escultura femenina que remata el arranque de la Escalera, Las demás lámparas y se juegan todas Hallan encendidas al comenzar el acto, en total, no suman arriba de una DOCENA. Son las once y los medios de comunicación, aproximadamente, de la misma noche en que Se desarrolló el prólogo.
Al encenderse la luz de la mutación a oscuras, en escena, solo y acostado en la cama, EDGARDO. Se Trata, como se habrá supuesto, del padre de Mariana. Es un caballero de cincuenta años largos, de cara angulosa, gran aspecto y muy cuidadoso de su persona. Decir pues es completamente exacto, que no está acostado, en realidad, se halla sentado en la cama, Bordando ES UN GRAN bastidor rectangular. Su actitud, sin embargo, es perfectamente digna, y todos sus ademanes, pausados y armoniosos, Así como en su empaque personal, Denota inteligencia y educación exquisita. Tiene la misma La Distinción innata que MARIANA y CLOTILDE, y es preciso dudar que un príncipe de la sangre bordase a mano con mas altivez, alcalde Prosopopeya, el alcalde de nobleza ni más elegancia. Viste un batin del mejor corte, de la mejor tela y del mejor gusto, y en el bolsillo del pecho le acuestan, diestramente colocadas, las cuatro puntas de un perfumado pañuelo de seda. De tiempo en tiempo, sin dejar de bordar, Fuma, dándole Lentas Chupadas A UNA larga boquilla de esmalte que coge y deja en un cenicero. Durante unos momentos EDGARDO Borda y fuma tranquilamente. La radio, instalada al lado de la cama, toca una música moderna de aire romántico, que EDGARDO Tararea complacido de cuando en cuando. De pronto la música concluye y se oye la voz del hablante.
EMPIEZA LA ACCIÓN
La voz del «» Orador .- Es un disco Odeón, e interpretada por la Orquesta Whitman, ustedes acaban de oír, señores ...
EDGARDO .- (y apagando la radio Orador haciendo enmudecer al.) Sé perfectamente lo que acabo de oir y no necesito que usted me lo diga.
(Nueva pausa. Por la escalera del fondo Aparece entonces Fermín. Es el ayuda de cámara de Edgardo y viste el uniforme con gran empaque. Tiene treinta y cinco años, poco más o menos. Al llegar arriba se inclinación para Hablarle a alguien que viene Detrás.)
FERMÍN.-por aquí Suba. (Por la escalera Leoncio aumento, un hombre de la edad aproximada de Fermín. Aunque va de paisano, en el cuello de celuloide, en lo mal que lleva puesta la corbata y en el chaleco a rayas que descubre Debajo de la americana, se le También nota que es criado de profesión.) Y le digo lo mismo que le dije en los salones de abajo: mucho cuidado de no tropezar con los muebles, ¿eh?
LEONCIO .- ¡Ya, ya!
FERMÍN.-rozarlos Ni. Porque Ni apartarlos un dedo de donde están, ... (Hablándole al oído.), Porque aquí hubo un criado, hace cuarenta y seis años, que al limpiarlo, corrió medio palmo a la izquierda aquel sofá que ahí ve usted. (Señala.), y se Tuvo que ir a La Habana, y allí murió de fiebre amarilla.
LEONCIO .- ¿Contagiado?
FERMÍN.-Del disgusto.
LEONCIO .- (Dejando escapar un silbido de asombro.) ¡Toma!
FERMÍN.-Para que usted se vaya dando cuenta de dónde se va de un metro ...
Ya LEONCIO.-vengo informado, pero es que el sueldo ...
FERMÍN .- ¡Que va usted decirme una! Los sueldos que se dan en esta casa son únicos en Madrid y provincias. Pues ¿por qué he aguantado yo cinco años? Pero, amigo, aquí pasan cosas que ni con el sueldo ... Cocineras he conocido veintinueve.
LEONCIO.-Tendrá usted el estomago despistado.
-Fermín. choferes, manadas. De Doncellas, nubes. Y de jardineros, bosques, y ya ha llegado un momento que no puedo resistir tanta y tanta chaladura Perturbación, Y EN CUANTO A usted, o el que me sustituya, se imponga en las costumbres de la casa, saldré pitando ... Por más que no sé si tendré aguante para esperar Aún esos dias que faltan.
(Edgardo ha vuelto un Abrir la radio y se oye de nuevo la voz del Orador.)
La voz del «» Orador .- Las mejores pastillas para la tos ...
EDGARDO .- (Cerrando la radio.) Ni yo tengo tos ni creo en la Eficacia de las pastillas que usted recomienda.
FERMÍN señor .- (Aparte, un Leoncio.) El ...
LEONCIO .- ¿Con quién habla?
FERMÍN.-Con el altavoz de la radio. Son incompatibles.
EDGARDO .- (Que ha oído ruido, Pero no puede verlos por la Posición de la cama.) ¡Fermín!
FERMÍN.-Ya nos ha oído. (Sin moverse de donde está.) ¿Señor?
EDGARDO .- ¿Qué haces ahí?
Aspirante FERMÍN.-Estoy con el señor creado un nuevo,.
EDGARDO.-Acércamelo, a ver si me gusta.
FERMÍN.-Me parece que sí que le va un señor gustar al. (Aparte, un Leoncio, en voz baja.) Atúsese usted un poco, como que no le pete al primer golpe de vista, no entra usted en la casa. Ponerse bien la (Le Ayuda a poco de las Naciones Unidas ya peinarse corbata.) Ahora le Hará el interrogatorio misterioso. ¿Se acuerda usted bien de las respuestas?
LEONCIO.-Sí, sí ...
FERMÍN.-Dios no quiera que usted meta la pata ...
EDGARDO .- ¡Fermín! ¿No me ha oído?
FERMÍN.-Sí, señor, sí. Ahí vamos.
LEONCIO .- ¿Por dónde se llega a la cama? ¿Por aquí? (Intenta echar a andar por entre dos muebles.)
FERMÍN.-No. Ese es el camino que lleva a la consola grande. Y por ahí (Señala otros dos muebles.) Se va al tiro al blanco. A la cama es por aquí. Sígame con cuidado usted que ... (Echa a andar por entre los muebles, seguido de Leoncio, muchas con Precauciones para no tirar cosas, lentamente y haciendo infinidad de eses.)
EDGARDO .- ¡Fermín!
FERMÍN.-Estamos en ruta, señor, estamos en ruta. (Deteniéndose y volviéndose una Leoncio; aparte.) Ya se irá usted explicando por qué me atizo de cuando en cuando VER carreras en pelo por el jardín. Son los nervios, ¿sabe usted? Que uno está asfixiado de no poder andar en todo el día en línea recta braceando y, y se desahoga uno Galopando ahí fuera.
LEONCIO .- ¡Claro, claro! Cuando yo le vi bis ayer usted Zumbando un metro por todo el andén central, como ya Sabía qué aquí están todos guillados, me dije: "Ese se ha contagiado el pobre».
-Pues es FERMÍN. Necesidad física. Si usted se queda por fin en la casa, al mes, en los ratos libres, correrá igual que yo por el jardín.
LEONCIO.-Y si la verja está abierta, Puede que me salga.
EDGARDO .- (Impaciente.) ¡Pero, Fermín!
FERMÍN .- (Poniéndose en marcha de nuevo por entre los muebles, seguido de Leoncio.) Ya, ya, señor. Tomar la última curva, y estamos ahí. (Ambos ante Llegan la cama.) A las Órdenes del Señor.
EDGARDO.-Ya era hora, hombre. (Alto Mirando abajo de a Leoncio.) ¿Conque este es el aspirante?
FERMÍN.-Este, señor.
EDGARDO.-Tiene algo cara de tonto.
FERMÍN.-Como al señor no le gustan los criados con demasiada cara de listo ...
EDGARDO.-El justo medio es lo prudente. ¿Se va imponiendo en las costumbres de la familia?
FERMÍN.-Poco a poco, Porque sólo llevo enseñándole desde este mediodía por si al señor no le gustaba, y como la cosa no es fácil ...
EDGARDO.-No es fácil, lo reconozco. (A Leoncio.) ¿A ver? Acérquese ...
FERMÍN .- (Aparte, un Leoncio.) El interrogatorio misterioso ... Cuidado con las respuestas.
LEONCIO.-Sí, sí ...
EDGARDO .- ¿De dónde es usted?
LEONCIO.-de Soria.
EDGARDO .- ¿Qué color prefiere?
El LEONCIO.-gris.
EDGARDO .- ¿A Usted Le dominan las mujeres?
LEONCIO.-No Pueden conmigo, señor.
EDGARDO .- ¿Cómo se limpian los cuadros al oleo?
LEONCIO.-agua y con jabón.
EDGARDO .- ¿Se sabe usted los principales trayectos ferroviarios de España?
FERMÍN .- (Interviniendo.) Hoy empezaré una enseñárselos, señor.
EDGARDO .- ¿Qué comen los búhos?
LEONCIO.-Aceite y carnes fritas muy.
EDGARDO .- ¿Cuántas horas duerme usted?
LEONCIO.-Igual me da señor que dos de membrillo,.
EDGARDO .- ¿Fuma usted?
LEONCIO.-Cacao.
EDGARDO .- ¿Sabe usted poner inyecciones?
LEONCIO.-Sí, señor.
EDGARDO .- ¿Le molestan las personas NERVIOSAS, de genio destemplado y desigual, excitadas y un poco desequilibradas?
Señor LEONCIO.-Esa clase de personas me encanta,.
EDGARDO .- ¿Qué EE.UU. Reloj usted?
LEONCIO.-Longines.
EDGARDO .- ¿Le extraña A que usted y yo levantarme el pecado lleve acostado, Veintiún años?
LEONCIO.-No, señor. Eso le pasa a casi todo el mundo.
EDGARDO.-Y que yo borde en sedas, ¿le extraña?
LEONCIO.-Menos. ¡Quién fuera el señor! Siempre que lamentado que mis padres no me enseñasen una bordar, pero los pobrecillos no veían más allá de sus narices.
EDGARDO .- (Satisfecho.) Muy bien, muy bien. Excelente. (Deja el bastidor a un lado.)
FERMÍN .- (Aparte, un Leoncio.) Ahora, el ejercicio práctico ... Recuerde todo bien lo que le he dicho.
EDGARDO .- (A Leoncio.) Cierre usted los ojos y eche a andar en línea recta hasta aquí. (Leoncio obedece y llega hasta la cama.) ¡Basta! ¡¡¡Perfecto! Ahora Vuélvase de espaldas. (Leoncio se vuelve de cara al público. Edgardo aprieta un botón de timbre de los varios que hay ay la cabecera se oye sonar el timbre de dentro.) ¿Dónde ha sonado ese timbre?
LEONCIO.-En el salón. (A un gesto de Fermín.) Digo, en el vestíbulo.
EDGARDO .- (Haciendo sonar de otro, que se oye también dentro.) ¿Y ese otro?
LEONCIO .- (A una señal de Fermín, que simula leer.) En la biblioteca.
EDGARDO .- (Haciendo sonar de otro, que se oye Dentro asimismo.) ¿Y éste?
LEONCIO.-En ... En ... (Fermín hace ademán de jugar al billar.) En la sala del billar.
EDGARDO.-Bien. Cierre otra vez los ojos. (Obedece Leoncio. Edgardo coge una pistola del estante y se la dispara al lado de Leoncio, El Pecado qué este se conmueva en modo alguno.) ¿Le molestó el tiro?
LEONCIO.-Me produjo más bien una sensación agradable.
EDGARDO .- (Contento, un Fermín.) Oye, me parece que este chico nos Va a servir, Fermín.
FERMÍN.-Ya le dije al señor que le gustaría.
EDGARDO.-Me alegro mucho, Aunque también lo lamento, pues Cuando el entre a mis Órdenes te perderé de vista a ti ...
FERMÍN.-Yo bien quisiera seguir en mi puesto, señor, pero el servicio de esta casa le desgasta un tanto Uno ...
EDGARDO.-Sí. Aquí se quema mucha servidumbre, es una pena. Bueno, pues sigue adiestrándole. Ya sabes: durante ocho o diez días que no se separe de ti, te siga Que a todas partes, que se Fije bien en todo lo que hagas tú y que tome buena cuenta de cuanto de cuanto vea y oiga. Y así que le des de alta me lo dices para liquidarte y despedirte a ti.
FERMÍN.-Sí, señor.
EDGARDO .- ¡Ah! Oye ... No olvides prepararlo todo, que Dentro de cinco minutos salimos para San Sebastián.
(En este momento, por el foro izquierdo, Micaela Aparece Hablando a grandes voces.)
MICAELA .- ¡Edgardo! ¡Edgardo! ¿Estoy yo loca o se ha dicho que te vas a San Sebastián?
EDGARDO.-Las dos cosas, Micaela.
(Esta Micaela También Párrafo aparte merece Y no hay mas remedio que dedicárselo. Se Trata de una dama igualmente distinguida e igualmente singular que el resto de la familia que vamos conociendo. Es un poco que el alcalde, Edgardo y no podemos decir qué este más desequilibrada , Porque Edgardo ya ha Dado Algunas Muestras de estarlo bastante. Micaela viste totalmente de negro, es rígida y altiva, se Expresa siempre de un modo dominante, como si se hallase Colocada un mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y en el momento en que la conocemos lleva dos grandes perros sujetos con una cadena. Sus ojos negros y enormes Tienen una mirada dura e impresionante. deprisa Avanza, tirando de los perros y con destreza de persona ya habituada a ello, por entre los muebles hacia la cama de Edgardo.)
MICAELA .- (De un modo patético.) ¡Insiste por ese camino, Edgardo! Insiste por ese camino, que algún día acabarás por decir algo ingenioso. Pero, dejando aparte tus sarcasmos, que ya no me hieren ni me ofenden, yo me pregunto: si no puedes irte de un San Sebastián mañana por la noche u otra noche cualquiera, que no sea precisamente la noche de hoy ...
EDGARDO .- ¿Y por qué en la noche de hoy no debo irme un San Sebastián?
MICAELA.-Porque esta noche van a venir ladrones, Edgardo. Te lo estoy anunciando desde el lunes. ¡Y no me lo discutas! No me lo discutas, Porque ya sabes que a mí eso no se me puede discutir ...
EDGARDO.-Ya, ya lo sé. Y no pienso discutírtelo. (Volviéndose un Fermín.) Aíslame, Fermín.
FERMÍN.-Sí, señor.
(Toca el resorte de la pared, y la especie de persiana de madera que Aísla una habitación de otra comienza a bajar.)
MICAELA .- (Patéticamente.) ¡Aislándote no evitarás que los ladrones vengan, Edgardo!
EDGARDO.-Pero dejaré de verte y de oirte, Micaela.
La persiana baja del todo, Tapando la cama y el trozo de habitación CORRESPONDIENTE.
MICAELA .- (pesarosa Digna.) Está bien. Cuando yo digo que esta es una casa de locos ... Irse a la Noche de San Sebastián esta, justamente esta noche, ladrones que toca ... (Dando un enorme suspiro.) ¡En fin! Por fortuna, y yo vigilo vigilan Caín y Abel (Por los perros.), Que si no estuviéramos aquí nosotros tres, no lo sé Qué sería de todos ... (Se va por el primero derecha, llevándose un remolque A LOS DOS perros.)
LEONCIO .- (Estupefacto.) ¿Quién es esa?
FERMÍN. alcalde de La hermana del Señor.
LEONCIO .- ¿Y qué es eso de que 'Esta Noche Toca Ladrones?
FERMÍN.-Pues que se empeña en que vienen ladrones Todos los sábados. Aún está más perturbada que El Señor, es decir las Naciones Unidas. Día de la venta no nunca de su cuarto y esta es la que Colecciona búhos. Tal como usted la ve, con los perros a la Rastra, se pasará toda la noche en claro, del jardín a la casa y de la casa al jardín.
LEONCIO.-Pues habría que oírles A LOS perros si supieran hablar.
FERMÍN.-Creo Que Están aprendiendo para desahogarse.
LEONCIO .- (Riendo.) ¡Hombre! Eso me ha Hecho Gracia ...
FERMÍN .- ¡Chis! No se ría usted, que aquí las risas Están muy mal vistas.
(Por la escalera del fondo oleada entonces Práxedes Como un Obús. Es una muchacha pequeña y menuda que personificaciones la velocidad. Trae una bandeja grande con una cena completa, dos botellas, vasos, mantelería, etc, y avanza con todos sus bártulos, como un gato por un Vasar, vertiginosamente y sin rozar ni un OBJETO, hasta una mesa donde Deposita la bandeja, y, con rapidez nunca vista, y arregla sirve un cubierto sin dejar un instante de hablar, no se sabe si con Fermín o consigo Misma.)
Práxedes .- ¿Se Puede? Sí, Porque no hay nadie. ¿Que no hay nadie? Bueno, hay alguien, pero como si no hubiera nadie. ¡Hola! ¿Qué hay? ¿Qué haces aquí? Perdiendo el tiempo, ¿no? Tú dirás que no, pero yo digo que sí. ¿Qué? ¡¡Ah! Bueno, eso por ... ¿Que por qué vengo? Porque me lo han mandado. ¿Quién? La señora alcaldesa. ¿Que Traigo qué? La cena de la señora, Porque es sábado y esta noche Vigilar que tiene. ¿Que por qué cena vigilando? Pues Porque no va a cenar Vigilar el pecado. ¿Te parece mal que vigile? Y a mí también. Pero ¿podemos nosotros remediarlo? ¡¡Ah! Bueno, eso por ... Y ahora a DISPUESTO y dejárselo todo a su gusto. ¿Que lo hago demasiado deprisa? Es mi genio. Pero ¿lo hago mal? ¿No? ¡¡Ah! Bueno, eso por ... Y no hablemos más. Ya está: en un voleo. ¿Bebidas? ¡Claro! No iba a beber sin comer. Aunque tú bebes aunque no comas. ¿Lo niegas? Bien. Allá tú. Pero ¿es cierto, sí o no? ¿Sí? ¡¡Ah! Bueno, por eso. (Yendo hacia Fermín y Leoncio.) ¿Y la señora? ¿Se fue? Lo supongo. Por aquí, ¿verdad? (El primero derecha.) Como si lo viera. ¿Que si voy a llamarla? Sí. (Señalando una Mirandole y Leoncio.) Este Va a ser creado el nuevo, ¿no? Pues por la pinta no me parece gran cosa. ¿Que sí lo es? ¡¡Ah! Bueno, eso por ... Aquí lo que nos hace falta es gente lista. Ahí os quedais. (Inicia el Mutis). Decíais ¿algo? ¿Sí? ¿El qué? ¿Que no nada Decias? ¡¡Ah! Bueno, eso por ... (Se va por el primero derecha.)
LEONCIO.-Y esta claro familia, es otra loca de la.
FERMÍN.-No. Esta es la señorita de compañía de Doña Micaela y está en su juicio.
LEONCIO .- ¿Que está en su juicio?
FERMÍN.-Sí. ¿Es que usted ha notado algo raro en ella?
LEONCIO .- ¿Cómo que si él notado algo raro en ella? ¿Y usted no nota nada oyéndola hablar?
FERMÍN.-Yo es que ya no discierno, como estoy acostumbrado a. .. ¡Claro! Si no podré aguantar ni ocho días más ... También si el criado que estuvo antes que yo Perdió la chaveta ...
LEONCIO .- ¡Pero hombre!
FERMÍN.-Si de aquí salgo para una celda de corcho ...
LEONCIO.-No sea pesimista usted, caramba.
FERMÍN .- (Mirando el reloj y alarmándose.) ¡Ahí va! Dos minutos para el tren de San Sebastián. Hay que arreglarlo todo en un vuelo. (Pone junto a la cama unas maletas y manipulación en el «cine».)
LEONCIO .- (Siguiéndole.) Oiga, usted, ¿pero eso era Fetén de San Sebastián?
FERMÍN .- ¿El qué?
LEONCIO.-El viaje del Señor.
FERMÍN.-Hombre, claro. Rara es la noche que no se va uno Algún lado ... No ve que tiene toda clase de cosas para distraerse ya ratos hasta tira al blanco desde ahí, por que eso Exige un su criado no le importen los tiros, pero llega un momento en que la cama le aburre, viajar y necesita.
LEONCIO.-Pero ¿sin moverse de la cama?
FERMÍN.-Sí, claro. De la cama no se mueve más que lo justo para que yo se la arregle por las mañanas. Y para estirar las piernas por aquí un ratillo Porque, si no, un paralítico estas horas ya estaria. ¿No ve que lleva Así Veintiún años?
LEONCIO .- ¡Hay que ver!
FERMÍN.-Pues para viajar acostado es para lo que tiene usted que aprender los horarios y los trayectos ferroviarios. Porque el Señor, a veces, se duerme Viajando, pero uno tiene que estar ojo avizor toda la noche para tocar la campana al salir el tren de cada ciudad, que hay que hacerlo una hora exacta; vocear cantar los nombres de las estaciones y Las especialidades de la localidad.
LEONCIO.-Oiga usted, ¿y ustedes paran en muchos sitios?
FERMÍN.-La noche que el Señor va en El Correo, sí, pero otras noches, que tiene prisa, coge el rápido, y entonces la cosa es llevadera.
LEONCIO.-Y con este aparato, ¿Qué hay que hacer?
FERMÍN.-esto es para proyectar vistas de los sitios principales por donde se pasa. (Ambos se acercan a la linterna.) ¿Ve? (Enseñándole una caja.) Aquí están las del itinerario de San Sebastián, y numeradas por orden de proyección ... (Mirando el reloj.) ¡La hora! Allá vamos. Siéntese usted ahí y Fíjese bien en todo para que aprenda pronto ...
(Toca el resorte de la Pared y la especie de persiana de madera se levanta, descubriendo la cama, donde Edgardo está leyendo un libro.)
EDGARDO .- ¿Qué? ¿Ya es la hora?
FERMÍN.-Sí, señor. Van a dar la salida.
EDGARDO .- ¿Tiene los billetes? ¿Ha facturado los equipajes?
FERMÍN.-Sí, señor. Y aquí lo bultos de mano. Señor Todo está en regla,.
EDGARDO .- ¿No ha venido Nadie a despedirnos?
FERMÍN.-No, señor.
EDGARDO.-Mejor. Las despedidas siempre son tristes.
LEONCIO .- (Que la contemplación La Escena asombrado y sentado en un sillón. Aparte.) ¡Chavo, qué imaginación!
FERMÍN .- (Toca un pito, La Campana, y luego una sirena.) Ya salimos, señor.
EDGARDO .- ¡Andando! Llevamos muchísimo retraso, pero lo ganaremos mañana en Alsasua. Voy a echar una cabezadita hasta Villalba.
FERMÍN.-Hay parada en La Navata, señor.
EDGARDO.-Bueno, pero si voy dormido, no me despiertes. (Se reclina en la almohada y cierra los ojos.)
LEONCIO .- (Aparte.) Y Viajando Así no habrán descarrilado nunca, claro ... (Fermín se le acerca, sentándose en otro sillón.)
FERMÍN .- ¿Qué? ¿Se queda usted en la casa?
LEONCIO.-Pues, la verdad, lo estoy dudando.
FERMÍN.-Me Temía lo. Tres aspirantes se han rajado al ver esto de los viajes.
LEONCIO.-Hombre, viendo esto se raja Emilio Salgari. N Por el viajar en sí, que, ya ve usted, yo nací mis padres yendo A UNA becerrada en Busdongo, sino por el miedo ese de acabar en un manicomio, Que a Usted ha empezado una entrarle al cabo de cinco años, y que A ha principiado mí un rondarme ahora, al salir el tren.
FERMÍN.-Pero usted comprenderá que sueldos como estos no se ganan sin trabajo.
LEONCIO.-Hombre, claro.
FERMÍN.-Y viajar con el señor tiene sus ventajas, Porque uno está autorizado un Sentarse aquí toda la noche ya comer ya beber a discreción los productos de cada sitio por donde pasa. Yo,, en el último viaje que hicimos por Galicia, me harté de langosta y de vino del Riveiro.
LEONCIO .- ¡Arrea! Y hoy, ¿qué menú líquido tenemos en el itinerario?
FERMÍN.-Pues, empezando por leche fresca al cruzar las Navas y acabando por chacolí, toda la lira.
LEONCIO.-Me está usted animando un Quedarme. (Por el primero derecha Aparece Micaela con Caín y Abel. Leoncio, al verla, respetuoso Intenta levantarse.) La señora alcaldesa ...
FERMÍN .- (Sujetándole.) ¡Chis! Siéntese, que en viaje no tenemos autorización para levantarnos ...
(Detrás de Práxedes aumento de Micaela, animada de la velocidad de siempre.)
Práxedes .- (A Micaela.) Todo lo tiene ya DISPUESTO la señora. Puede pasar a la mesa, ¿no? ¡Sí! Deme los perros la señora. ¿Sí?
MICAELA .- ¡No! Nunca, Práxedes. En noches como esta ya sabe que yo no me separo de ellos ni un instante.
Práxedes .- ¡Ah! Bueno, eso por ... Me parece haber oído el timbre de fuera. (A y Leoncio Fermín.) ¿Vais vosotros un abrir o yo voy?
FERMÍN.-Nosotros estamos ahora en El Plantío.
Práxedes .- ¡Ah! Bueno, eso por ... (Cruza vertiginosamente por entre los muebles y se va por la escalera del fondo.)
MICAELA .- (Que se halla contemplando una Edgardo y moviendo la cabeza pesarosamente.) Hace falta estar más loco que un molino para Viajar de esa Manera ... (Deteniéndose delante de Leoncio.) ¿A usted qué le parece? A este (Por Fermín.) Ya no le pregunto, porque, de cinco años de servir a mi hermano, se ha vuelto tan majareta como él ...
FERMÍN .- (arrugando el entrecejo.) ¿Eeeh?
MICAELA.-Pero usted, que viene de refresco, ¿qué me dice? ... ¿Está en su sano juicio un hombre que se marcha asi a San Sebastián?
LEONCIO .- (Sin saber qué decir.) Yo, señora ... Yo creo ... En mi modesta opinión ...
MICAELA .- ¡Y esta noche! Cuando los ladrones van a llegar de un momento un otro ...
LEONCIO .- (Sorprendido.) ¿Eh? (Acordándose de que Micaela está igual que Edgardo, Por lo menos.) ¡Ah, sí! Claro, claro ... En esta noche es una imprudencia.
MICAELA .- ¿Una imprudencia? ... Locura lo llamo yo el abandonar la casa hoy para irse tan lejos. Sin que contar con San Sebastián en marzo es muy frío, y que volverá con un catarro ... (Va hacia la mesa donde está servida la cena, se sienta con un perro a cada lado y se pone a cenar.)
FERMÍN .- (Como hablando consigo mismo.) No. Y en eso tiene razón.
LEONCIO .- (Asombrado.) ¿Qué dice usted?
FERMÍN .- ¿He dicho algo yo?
LEONCIO.-Me ha parecido que decía que usted en eso tenía razón.
FERMÍN .- (levantándose nervioso.) ¡Claro! Si no podré aguantar más ocho días ... Si estoy viendo que me Convierto en lo que yo me sé ...
LEONCIO .- (Aparte, escamado Mirandole.) ¡Arrea!
FERMÍN.-Si No podía ser de otra Manera ... (Mira el reloj de pronto.) Veinte Menos ... (Va a la campaña y la hace soñar.) ¡La Navata! ... ¡Un minuto!
LEONCIO .- (Aparte.) Pues, señor, ¿adónde he venido a caer?
(En ese instante por la escalera del fondo Aparecen Mariana y Clotilde, vestidas tal como lo Estaban en el prólogo, y con facilidad que un entrenamiento Demuestra gran, atraviesan por entre los muebles hacia el primer término.)
FERMÍN tenemos parada hasta .- (A Leoncio.) Ya no Villalba. Nos podemos ir un rato abajo, un tomar el primer Tentempié.
LEONCIO.-Lo que usted quiera, que a mí no me gusta contradecir.
FERMÍN.-Sígame con mucho tiento. (Aparte, Señalando a y Mariana Clotilde.) La hija del señor y su tía. Iban a ir A UN concierto con los señores de Ojeda, pero acabaron yéndose solas dejándolos Y a ellos de un pastel. (Al cruzarse por entre los muebles con Clotilde y Mariana, saludando.) Señorita ... Señora ...
LEONCIO.-Señorita ... Señora ...
LEONCIO .- (A Fermín.) ¿Estáis de viaje, Fermín?
FERMÍN.-Sí, señora. Diez minutos que hemos salido para hace de San Sebastián.
CLOTILDE .- ¡Válgame Dios! Pues Avísame Cuando vayáis a Valencia, que las quiero ver las Fallas.
FERMÍN.-Señora ... (Aparte, en el Mutis, un Leoncio, refiriéndose una Clotilde.) Ésta siempre anda guaseándose de todo, pero está peor que ninguno.
LEONCIO .- (Asombrado.) ¿Qué me dice usted?
(Se van ambos, Después de atravesar el moblaje, por la escalera del fondo. Mariana, que Entró delante de Clotilde con aire abatido y Gran Depresión, se deja caer en un sillón no lejano una Micaela, que sigue comiendo Mientras habla.)
MICAELA .- ¿Os vais o venís?
-Venimos CLOTILDE.. Porque para irnos no andaríamos de fuera adentro, sino de dentro afuera.
MICAELA .- ¡Hum! Ya estás armándote líos ... Me gustaría oirte decir alguna vez algo que fuese claro y Razonable ... (Encarándose con Mariana.) Y a ti, ¿qué te pasa, niña?
MARIANA.-Nada.
MICAELA.-Estás pálida y ojerosa.
MARIANA.-Puede ser.
MICAELA.-y triste.
MARIANA.-Quizá.
MICAELA.-Te pondré la caja de música. A tu hermana También le gustaba mucho. Y de pequeñitas, teníais dos iguales.
(Coge una caja de música de un mueble próximo, la Coloca cerca de Mariana y le da al resorte. La caja de música Empieza a sonar, Micaela vuelve a comer. Clotilde, en pie y quitándose la salida de teatro, la contemplación en la escena Silencio. Así transcurren unos instantes, en que sólo se oye la música de la caja. De pronto, Mariana estalla en sollozos Y llora, con la cara oculta entre los brazos doblados sobre el sillón. Micaela la mira sin dejar de comer. Clotilde mueve la cabeza con lástima. Luego se acerca a la cama de observación Edgardo y este).
EDGARDO .- (Abriendo los ojos.) No duermo, no. Acércate.
CLOTILDE .- ¡Ah! Como tenías los ojos cerrados ...
EDGARDO.-Me desperté llegar al a La Navata, pero, aunque no hubiera sido así, me habría despertado tu voz. (Clotilde ha subido la GRADILLA y se ha sentado en los pies de la cama, dando frente al público.) Tu voz, que está siempre Dentro de mí, y. .. (Le coge una mano.)
CLOTILDE .- (Desasiéndose y bromeando para distraer la atención de Edgardo.) Más te valía, Edgardo, levantarte y marcharte a La Navata, de veras, un día que hiciera sol ...
EDGARDO .- (Cortándola.) ¿levantarme? Bien sabes que eso depende de ti. Que por ti renuncié, hace muchos años, a todo lo del mundo, El día que llegaste del Internado de Burdeos y te pedí en vano que iluminases mi reciente viudez. Y bien sabes que seguiré renunciando a todo Mientras tú no ...
CLOTILDE .- (Cortándole de nuevo.) ¡Bueno! Ya veo que hoy no SE PUEDE hablar contigo. (Levantándose.) Te hubiera Hecho compañía hasta Villalba, pero le tengo miedo al revisor ... (Se aparta de la cama, bajando de nuevo y la GRADILLA queda contemplando el grupo que Forman Micaela y Mariana.)
MICAELA .- (Que ha dejado de comer y se halla inclinada sobre Mariana, La Cual sigue con el rostro oculto entre los brazos.) Ya comprendo lo que te pasa, pero no te preocupe a ti Ningún ladrón Mientras tu tía Micaela vigile. Voy a dar otra vuelta por el jardín con Caín y Abel ... No temas nada ... (Se aparta de Mariana, que no se ha movido de su postura, e inicia el Mutis por el primero derecha, llevándose los perros. Al pasar ante la cama, se encara con Edgardo.) ¡Hoy Viajar! ¡Ponerse en viaje hoy! (Edgardo la mira con rabia, le da al resorte y la especie de persiana de madera Comienza a bajarse. Micaela, patética.) ¡Sí! ¡Aíslate! ¡Aíslate, como dicen que hace el avestruz Cuando tiene miedo! ... ¡Siempre hiciste igual en los trances tumbas!
EDGARDO .- (Mirándola rabiosamente.) ¡Micaela!
(La persiana baja del todo.)
MICAELA .- ¡Hum! Este acabará donde acabó Cecilio ... (Se va por el primero derecha.)
CLOTILDE .- (ACERCANDOSE A Mariana, que sigue llorando en silencio.) No llores más, Que nadie te lo Va a agradecer, ni tus pestañas.
MARIANA .- (enjugándose lágrimas y las Enderezándose.) Tienes razón, pero no se llora por cálculo, Clotilde tía. Se llora buscando un desahogo: para calmar los nervios, y, a veces, si no se llorase, se volvería una loca ...
CLOTILDE .- (Iniciando el Mutis por entre los muebles.) También Eso es verdad. ¡Si en esta casa se hubiese llorado un poquito! ... Pero aquí no lloran más que los niños ... Para que se los Lleven cuanto antes. (Mirando el reloj, aparte.) ¡Huy! Las doce menos diez ... (Alto, una de las Marianas.) Voy a. .. quitarme esto.
(Por el vestido. Se marcha por el tercero izquierda. Mariana queda sola, echada en el sillón, con la mirada perdida. Unos momentos Después se endereza, da cuerda a la caja de música, liebre y actuar el resorte, apoyada de codos en un brazo del sillón, permanece inmóvil un buen rato, escuchando la sonnerie de la caja con los ojos cerrados. En esa postura, y sin que se de cuenta de ello, la sorprende la entrada de Fernando Aparece que, vistiendo como en el prólogo , por la escalera del fondo. Práxedes le preceden.)
Práxedes .- (Refiriéndose un Mariana.) Aquí está ¿no? ¡Sí! Aquí está. ¿Quiere el señorito que ...?
FERNANDO .- ¡Chis, no! No le diga nada. Prefiero sorprenderla.
Práxedes .- ¡Ah! Bueno, eso por ...
(Se va por la escalera. Mariana no ha oído nada, ni oye abrazar a Fernando por entre los muebles, el Cual se detiene unos momentos a escuchar.)
FERNANDO .- (Inclinándose hacia ella, con profunda emoción en la voz. Muy bajito.) Mariana ... (Un poco más alto.) Mariana ...
MARIANA .- (Volviéndose bruscamente y dejando escapar un ligero grito.) ¡Oh!
FERNANDO .- (Con Temor Precipitadamente..) No me huyas ... No te vayas ... Te lo suplico ...
MARIANA .- (mirando a Fernando con la expresión embelesada Tuvo que para él al entrar en el «cine», en el prólogo.) N Iba a marcharme. No Iba a huir.
FERNANDO .- (Da un suspiro de alivio, dejándose caer en un sillón al lado.) Dios te lo pague ...
MARIANA .- (Mirandole fijamente.) ¿Eh?
FERNANDO .- (Como en un soliloquio.) Porque ahora si me hubieras rechazado como me ha rechazado dos veces esta noche y en tantas otras ocasiones, no sé ... ¡No se lo que hubiera sido de mí! (Reclinándose hacia atrás y respirando con ansia.) Ahora siento un descanso de pensar que PODREMOS entendernos ... Un descanso y una esperanza ...
MARIANA.-Yo también. (Se reclina igualmente hacia atrás. Durante unos momentos ambos se hablan sin mirarse.)
FERNANDO.-Eres para mí una cosa tan sólida y estás tan atada a mi corazón ...
MARIANA.-Como tú ...
FERNANDO.-Y te noto, al mismo tiempo tan frágil, tan fácil de perder, tan fugitiva ...
MARIANA.-igual que tu ... Igual que tú ...
FERNANDO.-Reunirme contigo, al lado tenerte, mirarte, hablarte, es una obsesión que no me da tregua, pero siempre tiemblo de conseguirlo, Porque nunca sé si vas a abrirme los brazos o vas a ahuyentar todos mis sueños Con una mirada.
MARIANA.-A mí me ocurre igual. Suspiro por hablarte, por verte y, y por tenerte al lado, y siempre me aterra la duda de si en aquel día y en aquella ocasión voy a encontrarme con el que me fascina o con el que me Repele. Pero Evitar Lo que nos sucede A LOS DOS depende de ti sólo.
FERNANDO .- ¿De mí sólo?
MARIANA.-Sí. Porque yo no soy más que tu reflejo, y siempre siento hacia ti las ansias MISMAS. En mi no habría cambios nunca si no los hubiera en ti. Mis cambios no Están en mi voluntad, porque, desde que te vi la primera vez, mi Voluntad es la tuya. Pero tú ... Tú sí varias de un modo voluntario. Tú, varias cuando, es Porque haces un Esfuerzo violento para variar.
FERNANDO .- (Después de mirarla unos instantes, paseándose y levantándose con la vista en el suelo.) Lo ha notado ...
MARIANA .- (levantándose Rápidamente y reuniéndose con él. Nerviosamente, con una alegría delirante emoción e irreprimible.) Luego ... era de verdad, ¿eh? ¡Era verdad! ¡¡Ah! Yo Sabía bien lo que me decía ... ¡Ha disimulado una y otra vez! Y ¿por qué disimulabas? ¿Qué estás ocultándome desde que nos conocimos? Dímelo ... Cuéntamelo ... ¡Ven! (Le lleva a y un sofá se sienta un su lado.) Ahora no me lo negarás. Estoy segura de que ahora no vas a negármelo. (En voz baja.) ¿Tengo yo algo que ver con ese misterio? ¡Sí! Si tengo que ver. Mil detalles me lo indican que; y palabras y gestos tuyos: Palabras de SEE que se escurren sin hablar al que uno sepa cómo, gestos y de los que ni uno mismo se figura que ha hecho. Ese misterio y yo formamos tu vida, ¿no es así? Y en ello ninguna otra mujer Podría sustituirme.
FERNANDO.-Ninguna.
MARIANA .- (Radiante.) ¡Bien me lo anunciaba el corazón! (Como antes.) Ni siquiera una mujer más guapa que yo ni más bonita que yo ...
FERNANDO.-No.
MARIANA.-Ninguna otra, ¿verdad?
FERNANDO.-Ninguna otra.
MARIANA.-Porque tengo que ser yo, yo Esencialmente, exclusivamente.
FERNANDO.-Sólo tú.
MARIANA .- (Insinuante.) Yo misma Y ..., Si tuviera otra cara ..., ya no te importaría ...
FERNANDO .- (Alzando rápido la cabeza y mirándola a los ojos.) ¡Mariana!
MARIANA .- (Sonriendo.) no te asustes. Hasta ahí nada más Llegan mis observaciones. (Induciéndole a hablar.) Pero ... ¿Qué hay detrás de todo eso? ... Es lo que necesito saber, ¡Y lo que tiemblo de saber! (Apasionadamente.) Pero si no me hicieras temblar, tú no serías tú, y entonces ... Yo No Te Querría como te quiero. (Después de una pausa.) Ni Estaría dispuesta a ir a la finca de esta noche ...
FERNANDO .- (Pasando de un golpe, al oírla, un estado febril de la ONU.) ¿Esta noche? ¿Vendrás esta noche? (Oprimiendo Las Manos de ella entre las suyas.) ¿Vas a venir por fin?
MARIANA .- (Dulcemente.) Sí, pobrecito mio ... Sí.
FERNANDO .- (Transportado.) ¡Mariana!
MARIANA.-Voy a ir ... Voy a ir (el le CUBRE Las Manos de besos.) Pues, de no ser hoy, de no ser esta noche, de no ser en las larguísimas horas que faltan hasta que amanezca, ¿para qué había yo de ir?
FERNANDO .- (Mirándola como antes.) ¿Qué dices?
MARIANA .- (Sonriendo, También igual que antes.) No supongas que lo sé que no sé. Pero he comprendido que tambien el día Aún tienes Fuerzas para soportarlo allá, y es que la noche la que no puedes Soportar. ¿Me engaño?
FERNANDO.-No.
MARIANA.-Y, al mismo tiempo, no puedes marcharte de allí. Hay algo que te ata y te liga una Aquellas paredes ... Algo que te llama cuando te ve Cuya llamada ya no puedes Permanecer insensible.
FERNANDO.-Sí.
MARIANA .- (Replegándose contra él.) Voy a ir a aquel antro Explorar. Tanto me lo ha descrito, que estoy deseando conocerlo. ¿Tú ocupas el ala derecha o la izquierda?
FERNANDO.-La izquierda. La derecha la habita el tío con sus gatos, sus libros y sus chirimbolos.
MARIANA.-La tuya es la izquierda, justamente, la que está junto al estanque y en la parte más tupida del jardín, ¿no?
FERNANDO.-Sí.
MARIANA .- ¿Y no Dará el miedo llegar de noche, a oscuras y alumbrados Más que nada por los faros del coche? Sí, Seguramente Dará el miedo. En los jardines grandes Misteriosos Siempre hay ruidos, Y también, a veces, un silencio raro ... El coche abrazará Machacando la arena, con ese crujido que es como si se pisase azúcar. Nos pararemos ante la fachada cubierta de hiedra. Abrirás la puerta al resplandor de los faros, echándote A UN lado para no quitarle tú mismo la luz. Yo esperaré con un nudo en la garganta. Por fin ceder la puerta, entramos ... Y ¿qué nos aguarda dentro?
FERNANDO.-Muebles Antiguos que luchan contra la carcoma ... Cuadros borrosos ...
MARIANA .- ¿Qué más?
FERNANDO.-Un criado viejo que no ve, ni oye, ni entiende, y que ya Sirviö a mi padre ya mi abuelo.
MARIANA .- ¿Qué más?
FERNANDO.-Polvo ... Porque el criado limpia muy mal, o quizá no limpia de ninguna Manera ...
MARIANA .- ¿Qué más? ¿Qué más?
FERNANDO.-Alguna chuchería en el comedor. Y una botella de vino añejo para que a ti, tomando una copita, se te pase el susto ...
MARIANA .- ¿Nada más?
FERNANDO .- (Abrazándola.) Y mis brazos ... Y mis besos ... (Mariana se levanta de un modo rígido, Expresar sin nada en el semblante.) ¿Eh? ... ¿Te marchas? (Se levanta también.)
MARIANA.-Voy a cambiarme de ropa.
FERNANDO .- (Haciendo ademán de sujetarla.) Pero ...
MARIANA.-No me parece este vestido el más APROPIADO para ir a tomar una copita de vino añejo ...
FERNANDO.-Es que ...
MARIANA.-Vuelvo pronto.
(Se va Rápidamente por el tercero izquierda. Fernando la ve marchar inmóvil. Cuando ella ha desaparecido, se pasea nerviosamente, frotándose una mano contra otra de un modo que se ve que se hace daño.)
FERNANDO.-No irá ... No irá, y tiene que ir ... (De pronto, mirando hacia el mueble donde está la caja de música se detiene, mira a su Alrededor, como si quisiera persuadirse de que está solo, y Rápidamente va a la caja, le da cuerda y la hace soñar. Después de escuchar unos momentos la música de la caja.) ¡Tiene que ir! ...
Adopta un aire indiferente (En la escalera se oyen las voces de Fermín y Leoncio. Fernando para la caja de música y, encendiendo un cigarrillo.)
LEONCIO .- (con Fermín apareciendo por la escalera.) ¡Lástima que el viaje no mar por tierras de Toledo, con el heno que vino en Arganda! ...
FERMÍN.-El señorito Ojeda ... Buenas noches tenga el señorito.
FERNANDO .- ¡Hola, Fermín! ¿Cómo estás?
FERMÍN.-Pues como siempre: en ruta. (A Leoncio, que se va por otro lado.) Por aquí, por que ahí no hay salida. (Ambos avanzan.) Hoy ha tocado San Sebastián: no pegar un ojo hasta las diez de la mañana.
FERNANDO .- ¿Y te cansa?
FERMÍN.-Con la venia del señorito, ya estoy hasta el pelo. Yo no aguanto los días que faltan para que este (Por Leoncio.), Que es el que me Va a sustituir, se imponga en su oficio. Porque ... (Acercándose a Fernando, con misterio.), Porque me estoy Contagiando, señorito.
FERNANDO .- ¿Qué me dices?
FERMÍN.-pequeñas cosas, claro. Pero por ahí se empieza. Ya no puedo subir ni bajar las escaleras sin contar los peldaños.
FERNANDO.-No me extraña. (Como quien tiene una idea de pronto.) ¿Te gustaría pasar a mi servicio?
FERMÍN.-Si el señorito quiere, lo que es por mí ..., en cuanto que deje este (Por Leoncio.), Impuesto ...
FERNANDO.-Está dicho. (Echándose mano a la cartera.) Toma la señal del primer mes. (Le da unos billetes.)
FERMÍN .- ¿Eh? Pero si no hace falta que el señorito se moleste. Si yo ...
FERNANDO.-Guardatelo.
FERMÍN .- (Aparte.) ¡Ochenta duros de señal!
LEONCIO .- (Aparte.) Señal de que se va usted una hinchar.
FERMÍN.-Muchas gracias, señorito Fernando ... Yo le aseguro al señorito que ...
FERNANDO.-Oye, Un momento. (Le llama aparte.)
FERMÍN .- (Acude.) Dígame señorito del cortijo ...
FERNANDO.-Necesito tu ayuda para un asunto. ¿Dónde podemos hablar a solas?
FERMÍN.-Abajo, en la biblioteca.
FERNANDO.-Pues anda, que yo voy ahora.
FERMÍN.-Muy bien. Voy un momento a echar un vistazo al Señor, y bajo. Debe de haberse dormido, pero como Dentro de un rato Llegamos a Villalba, a lo mejor ...
(Se dirige al hueco de la derecha para hacer funcionar la persiana, pero antes que lo Haga Dentro se oye un gran ruido, voces de gentes que se acercan, ladridos de perros y, dominándolo todo, los gritos de Micaela).
LEONCIO .- ¿Eh?
FERNANDO .- ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?
LEONCIO .- ¡Aguanta!
FERMÍN .- ¿Qué ocurre ahí?
CLOTILDE .- (Dentro.) Sujetad ¡Los perros!
LUISA .- (Dentro.) ¡Ya están!
MICAELA .- (Dentro.) ¡Yo siempre sé lo que me digo!
CLOTILDE .- (Dentro.) ayudadme Y ...
Práxedes .- (Dentro.) ¿No le basto yo? ¡¡Ah! Bueno, eso por ...
MICAELA .- (Dentro.) ¡Yo siempre tengo razón! ¡Yo siempre tengo razón!
CLOTILDE .- (Dentro.) ¡Calla, Micaela!
MICAELA .- (Dentro.) ¡No quiero! ¡No quiero callar! (La primera que por aumento de la escalera del fondo es Micaela, qué viene en tal actitud de desvarío, que ni ve por dónde anda NI A LOS Qué están en escena.) ¡Todos habláis de mí como de una loca, como si yo no supiera lo que me digo! ¡Y sé lo que me digo! Ya lo estáis viendo. El lunes anuncié ladrones para hoy, y ¡ahí los tenéis! ¡Ya ha caído uno!
(Entre tanto, por la escalera, ha entrado y avanza por entre los muebles un grupo formado por Clotilde, que viste un traje de calle muy sencillo; Práxedes y Luisa, que es una joven doncella, trayendo en un medio Ezequiel, viene Cual el muy pálido, GRAVEMENTE Quejandose, con el abrigo roto, la pechera hecha del higo de fumar de la ONU, la corbata y el cuello en una mano y la otra liada en un pañuelo.)
FERNANDO .- (Asombrado.) ¡Tío Ezequiel!
FERMÍN .- ¡El señor Ojeda!
MICAELA .- (Yendo de un lado un otro.) ¡Ya ha caído uno! ¡Ya ha caído uno!
CLOTILDE .- ¡Calla, Micaela, calla! (A Luisa.) Tú, algodón árnica y trae, que el señor Debe de Tener mordeduras.
LUISA.-Sí, señora. (Se va por la escalera.)
EZEQUIEL .- ¡Agua de Y!
CLOTILDE .- ¡Agua de Y! Un vaso de agua para el susto.
PRÁXEDES.-Agua, hay aquí. ¿Qué dice? ¿Qué no? ¡¡Ah! Bueno, eso por ... (Le sirve un vaso de la Mesa un Ezequiel.)
EZEQUIEL.-Yo debo de estar malísimo, Porque veo la habitación llena de muebles.
FERNANDO.-Y lo está realmente, Ezequiel tío.
EZEQUIEL .- ¡Vaya! Menos mal. Eso me tranquiliza.
CLOTILDE .- ¡Qué cosa tan desagradable, Dios mío! Mordeduras Tiene usted, ¿verdad?
EZEQUIEL.-Sí. Tengo de todo.
CLOTILDE .- ¡Claro! Si Micaela le echo Encima de Caín y a Abel ...
FERNANDO .- ¿Te han mordido los perros, tío?
EZEQUIEL .- ¿Los perros? No. Aquella señora. (Señala una Micaela.). Los perros no hacian más que ladrar los animalitos. Aquella señora Pero ... Sujetadla bien, que no vuelva.
CLOTILDE.-No Tenga cuidado, que aquí estoy yo.
También EZEQUIEL.-Estaba usted antes ... ¡Y ya ha visto!
-No señor FERMÍN. el tema. Ahora la vigilo yo.
FERNANDO.-Pero ¿cómo ha Podido ocurrir? Yo te Hacía en el cine ...
EZEQUIEL.-Me marché aburrido, y me dio la idea de venir a buscarte ...
FERNANDO .- ¿A buscarme? ¿Y para qué tenías que venir a buscarme?
EZEQUIEL.-Te habías ido del cine tan excitado ... Y por si tenías algun otro disgusto con Mariana, para consolarte y hacerte compañía ...
FERNANDO .- (Con aire de no creer lo que le dice.) ¡Ah! Sí, sí ...
-Llegué EZEQUIEL.; Iba a llamar, Cuando vi que se habían dejado abierta la verja, y entonces entré ...
CLOTILDE.-Yo, yo ... Yo que ... había bajado ... porque me dolía mucho la cabeza ..., pues le encontré de manos a boca.
EZEQUIEL.-Y estábamos hablando Cuando Surgió esa señora con los dos hijos de Adán. Se me echaron los tres Encima, y. ..
-Es CLOTILDE. Micaela, la hermana de Edgardo.
FERNANDO.-La que no la venta de su cuarto por el día.
EZEQUIEL.-Y La Que Colecciona búhos.
FERNANDO .- ¡Pobre señora! Voy a saludarla.
EZEQUIEL.-Ten cuidado, que muerde.
(Fernando va hacia Micaela que se ha sentado en un extremo de la escena. Por la escalera, Luisa, y con el Frasquito un paquete de algodón. Mariana Aparece por el tercero izquierda, en traje de calle, sin sombrero.)
LUISA.-El árnica y el algodón.
MARIANA .- (Avanzando primer término al.) Pero ¿qué ocurre?
FERNANDO .- (A Micaela.) Permítame, señora, que le presente mis respetos, y. ..
MICAELA .- (levantándose y Verle al Dando un grito terrible.) ¡Oooh!
FERNANDO .- (Retrocediendo un paso.) ¿Eh?
EZEQUIEL .- (A Fernando.) ¿Lo ves?
MICAELA .- (A Fernando, echando lumbre por los ojos.) ¿Qué hace usted aquí?
FERNANDO .- (Comprender Sin.) ¿Cómo?
MICAELA .- ¿A qué viene usted aquí, Después de tantos años?
FERNANDO .- (Estupefacto.) Pero ¿qué dice?
TODOS .- ¿Eh?
CLOTILDE .- ¿Qué dices, Micaela?
Que es la (Todos los personajes van hacia Micaela, y, a la cabeza de todos, Mariana, única que se atreve uno acercársele.)
FERMÍN cuidado .- (Aparte, un Leoncio, poniéndose uno a cada lado de Micaela.) Esté usted al por ese lado, que de Este me ocupo yo. No aguanto, no aguanto ocho días más ...
MICAELA .- (A Fernando, furibunda.) Canalla ¡Váyase de aquí,! ¡¡Canalla!
CLOTILDE.-Pero Micaela ...
MARIANA.-Tía, Tranquilizate, tía ...
MICAELA .- ¡Me prometió usted no más volver! ¿Por qué ha vuelto? ... ¿Por qué?
CLOTILDE .- (A Luisa y Práxedes.) ¡Sulfonal! ¡Cloral! ¡Calmantes!
PRÁXEDES.-Sí, señora. (Se va escamada por la escalera.)
CLOTILDE.-Y la caja de las inyecciones, por si acaso.
LUISA.-Sí, señora. (Se va Detrás de Práxedes.)
MARIANA.-No hace falta nada. Dejadme a mí.
MICAELA .- ¡Marchese! ¡Marchese! ¡Marchese!
MARIANA.-Ya se marcha. Ahora mismo se va a marchar, tía de Micaela, no te excita. Y tú, Ven conmigo. Anda: vamos a Vigilar al jardín. Te hace compañía toda la noche. (Dedicándole La frase a Fernando.) No me separare de ti en toda la noche. Hablaremos ... (Dedicándole La frase a Fernando nuevamente.) Y me contarás ... ¡Me contaras! (Se la va llevando por el primero derecha, mirando a Fernando.)
MICAELA .- (En el Mutis.) ¡Infame! Haber vuelto ... Haber vuelto ... (Se Ambas van.)
CLOTILDE.-Fermín, ¿es ese el criado nuevo? (Por Leoncio.)
FERMÍN.-Sí, señora.
CLOTILDE.-Pues que se vaya Detrás de la señorita Mariana y que no la pierda de Hasta la vista Que tenga la seguridad de que se ha acostado.
FERMÍN .- (A Leoncio.) Ya lo oye usted.
LEONCIO.-Señora ... (Se va por el primero derecha. Hay una pausa.)
CLOTILDE .- (A Fernando, Rompiendo el Silencio.) ¿Había visto usted alguna vez antes de ahora a mi tía Micaela?
FERNANDO.-Jamás. Puedo Jurárselo.
EZEQUIEL.-Tampoco yo la conocía personalmente, pero desde hoy ya no se me despinta.
CLOTILDE.-Lo de usted es distinto, Porque usted Estaba en el jardín, y ella lo recorría buscando ladrones.
EZEQUIEL.-Siempre es un honor para uno. Pero, de todas maneras, no creo calumniarla Diciendo que esa señora no parece estar completamente en su sano juicio, y diga lo que diga ...
FERMÍN.-Perdón, señora, pero ... (Consultando su reloj.) Si a la señora no le molesta ... Estamos llegando a Villalba, y no tengo más remedio que ... La Obligación es la obligación. Con permiso. (Va a la pared, da al resorte de la persiana Ésta comienza ya subir. Entonces deja escapar un grito Fermín.) ¡No!
Clotilde, EZEQUIEL y Fernando .- ¿Qué?
FERNANDO .- ¡Que no está el señor! (En efecto, aparece la cama vacía.)
CLOTILDE .- ¡No es posible! (Va hacia allí.)
FERMÍN.-Se ha levantado.
CLOTILDE .- ¿Qué se ha levantado? Pues es verdad. Se ha levantado.
FERMÍN .- (A Fernando, aparte.) En Veintiún años no Ocurre esto, señorito. ¡Me voy mañana!
CLOTILDE .- (A Fermín.) Fermín, busca al Señor. Díselo a las chicas, y dilo en la cocina. Que le busquen todos. Y que cierren la verja con llave, no se vaya a la calle.
FERMÍN.-Sí, señora. (Se va Rápidamente por la escalera.)
EZEQUIEL.-Ayúdalos, Fernando.
FERNANDO.-Sí. (Se va Detrás de Fermín.).
CLOTILDE .- (Pasándose una mano por la frente.) ¡Dios mío! Esto no es vivir.
EZEQUIEL .- (Con ansia.) ¿Qué?
CLOTILDE.-Ya lo ve usted. No hay nada de lo dicho. Esta noche me es imposible. ¡Y bien lo siento!
EZEQUIEL .- ¿Y mañana? Podemos reunirnos a la Misma hora, pero fuera de aquí ...
CLOTILDE.-Mañana, si no algo aumento, sí. Sin falta.
EZEQUIEL.-Pues mañana daré por bien empleado el susto de hoy.
Debe CLOTILDE.-Pero ahora usted Curarse un poco VER contusiones. Venga usted. (Le lleva al tercero izquierda.) Vaya a mi cuarto de baño. Por ahí, la tercera puerta a la izquierda. Entre tanto, haré que le repasen el abrigo, y traiga el hábito de fumar, para que le Cosan el botón. (Le quita el hábito de fumar y se queda con él.)
EZEQUIEL.-Muchas gracias, Clotilde. Es usted la mujer más extraordinaria que he conocido. Claro que en la familia de ustedes todo el mundo es extraordinario ...
CLOTILDE.-Y en la suya, Ezequiel, en la suya.
EZEQUIEL.-Bueno. Quizá en la mía también. Hasta ahora.
(Se va por el tercero izquierda. Inmediatamente el que desaparece, Clotilde Rápidamente al primer término va y se pone un registrador febrilmente el hábito de fumar.)
CLOTILDE.-Tiene que haber algo ... Tiene algo que llevar ... (Sus dedos tocan algo que la emociona.) ¡Ah! Ya me lo figuraba yo ... (Saca un cuadernito.) Un cuadernito de notas. (Lo hojea, nerviosa.) Algo tiene que traslucirse de ... ¡Aquí! (Leyendo.) «Juanita. Pelo negro. Ojos verdes. Imprecisa Edad. Vino a mí por medio de un anuncio el doce de abril, la llevé a la finca, Aunque Se resistía, al día siguiente. La yerba mate El Tres de Mayo. (Clotilde ahoga un grito.) Tardó en morir hora y media. Felisa. Pelo rubio. Ojos azules. Joven. La encontré en la calle una noche A mediados de junio. No queria ir a la finca, y para lograrlo, tuve que recurrir al cloroformo. Murió INMEDIATAMENTE. De madrugada. »(Pasa hojas con ansia, leyendo para sí, con los ojos muy abiertos. De pronto sofoca otro grito de Lee y A media voz.) Jueves«. Cita con Clotilde ».
(Por el tercero izquierda, ha entrado de nuevo Ezequiel, muy pálido, avanza por entre los muebles sin quitar la vista de Clotilde y sin hacer ruido. Cuando se halla al lado se da cuenta de que Clotilde está leyendo el cuadernito, y entonces se Lanza hacia ella, furioso.)
EZEQUIEL .- ¿Qué hace usted ahí? ¿Qué lee usted?
CLOTILDE .- ¡Oh!
EZEQUIEL .- ¡Traiga usted! (Le arranca el librito.) ¡Eso Traiga usted! (También Le quita el hábito de fumar y se lo pone. Haciendo un Esfuerzo para calmarse.) Usted perdone, Clotilde ... Pero ... Uno tiene Ciertas manías ... (Como Si tuviera una súbita idea, va hacia su abrigo, que quedó sobre un mueble y registro los bolsillos. Al no encontrar nada, se vuelve hacia Clotilde.) ¿No ha sacado usted de aquí un Frasquito?
CLOTILDE .- ¿Un Frasquito?
EZEQUIEL.-Sí. Un Frasquito que había en el bolsillo de la derecha. ¡¡¡Ah! No, perdone, que se lo di a Fernando ...
CLOTILDE .- ¿Qué?
EZEQUIEL.-Pues uno tiene Ciertas manías, Clotilde. Y a veces uno escribe tonterías ... Cosas sin importancia, pero que no gusta que los demás las vean ... (Con indiferencia de la Mayor Que es Capaz.) ¿Algo leyó usted?
CLOTILDE .- (Haciendo tambien un Esfuerzo sobre sí Misma.) Nada ... No me dio tiempo. El cuaderno se cayó al suelo al coger el hábito de fumar, y por simple curiosidad.
(Edgardo cruza por la derecha.)
EZEQUIEL.-Claro, claro ... A cualquiera le hubiera ocurrido igual.
(Por el tercero derecha Edgardo Aparece envuelto en un Batin.)
EDGARDO .- ¿Qué? ¿PREOCUPADOS por mí? Y a lo mejor, buscándome por toda la casa Mientras yo estaba en mi cuarto arreglándome ... Buenas noches, Ojeda.
EZEQUIEL.-Buenas noches. (El miran Clotilde y muy fijos una Edgardo.)
EDGARDO .- ¿Qué? ¿Les extraña que me haya levantado?
EZEQUIEL.-En absoluto.
CLOTILDE .- ¿Por qué nos va a extrañar, Edgardo?
EDGARDO .- (Mirándolos con asombro.) ¿Que por qué les va a extrañar? (Sonriendo.) ¡Ah, vamos! SE TRATA DE llevarme la corriente, como si estuviera loco, ¿no? (Encarándose muy fijo con Ezequiel.) ¿No, Ojeda? ¿Eh? ¿No?
EZEQUIEL .- (Asustado.) Sí ... O no ... En fin: lo que usted quiera, Briones, lo que usted quiera ... (Buscando sitio por donde escapar.) Voy a. .. Voy a acabar de hacerme la cura ... Con permiso ... Vuelvo en seguida ... En seguida vuelvo ... (Inicia el Mutis, acoquinado, sin dejar de mirar una Edgardo por el tercero izquierda. Aparte.) ¡Está cada día peor! ... Van a Tener que ponerle el pijama de fuerza ... (Se va).
EDGARDO .- (Con naturalidad.) Si no le asusto, no se va.
CLOTILDE .- ¿Eh?
EDGARDO .- (Yendo hacia ella.) Óyeme, Clotilde. En este momento estoy en mi juicio. Te diría que siempre estoy en mi juicio, si no fuera eso Porque Es Tan Difícil de creer ... ¡Tan dificil! Pero no tiene nada que ver que uno viva de un modo disparatado y siempre en locura aparente para ... La primera Condición del loco es negar que lo está, por eso, es casi imposible que me creas ahora ... Pero, ¡Dios mío!, Necesito que me creas, Clotilde.
CLOTILDE.-te creo.
EDGARDO .- ¿Qué?
CLOTILDE.-te creo, Edgardo. No sé qué se desprende de ti y qué hay en la expresión de tus ojos, que te creo.
EDGARDO.-Bendito sea Dios, entonces. Porque con todo lo que ignoras, ¿cómo habrías de creer ahora en mí, si no fuera por puro instinto? Tú pudiste haberme salvado con tu cariño en un momento espantoso de mi vida, Clotilde. Pero no quisiste, y, Acorralado de miedo al porvenir, entre matarme o sepultarme ahí, en esa cama, mi falta de ánimo para luchar contra las Fatalidades de nuestra familia me inclinó a vivir como una cosa sin alma: ahí metido, días y días , pecado levantarme ... Una vez más que.
CLOTILDE .- ¿Una vez?
EDGARDO.-Cuando La Desaparicion de la otra niña, ¿no te acuerdas?
CLOTILDE.-Es verdad; Cuando Julia desapareció.
EDGARDO.-Y hoy es la segunda vez que me levanto, porque ... Me quedé dormido ... Mariana y he sonado que aquello volvía a ocurrir esta noche con ...
CLOTILDE .- ¡Edgardo!
EDGARDO.-Mañana es Idéntica una época como Julia; por eso las dos se entendían bien con Micaela. ¿Es absurdo mi sueño?
CLOTILDE.-No. No es absurdo, es la realidad. Mariana Tenía Planeada la fuga con el sobrino de Ojeda, despues de un concierto adonde ibamos a ir Después de cenar.
EDGARDO .- (Dejándose caer en un sillón.) Con el sobrino de Ojeda ...
CLOTILDE.-A veces cree ver un misterio en Fernando, y, por eso Arrastrada, se iba a ir con él esta noche un su finca.
EDGARDO .- (Abrumado.) ¡A la finca de Ojeda! ¡A la finca de Ojeda!
CLOTILDE.-Pero otras veces le parece que no hay misterio alguno en él, y, gracias a una de estas reacciones, se arrepintió. Fernando ha vuelto a casa y no ha logrado convencerla. De todas maneras he mandado al nuevo criado que la vigile. Porque yo no he dejado de velar por Mariana ni un momento, Edgardo. Incluso,, Aprovechando el interés que le inspiro una Ezequiel PENSABA ir a la finca esta noche. Mañana iré.
EDGARDO .- (Con gran agitación.) ¿Para qué? ¿Para qué vas a ir tú allí?
CLOTILDE.-Para conocer aquello.
EDGARDO .- ¡No! ¡No debes ir! ¡No debes ir, Clotilde!
CLOTILDE.-Quiero introducirme entre los Ojedas y estar siempre alerta, Porque yo también creo que entre ellos pasa algo raro. Y ahora acabo de convencerme con horror.
EDGARDO .- ¿Ahora?
-El Clotilde. descubierto una cosa tremenda, Edgardo.
EDGARDO .- (Ansiosamente.) ¿El qué?
CLOTILDE.-Ezequiel ha matado mujeres allí.
EDGARDO .- (A gritos.) ¡No! (Aquellas palabras Rechazando con horror.) ¡No! ¡Estás loca, Clotilde! ¡Estás loca?
CLOTILDE.-Siempre le he encontrado un parecido a alguien, sin poder decir a quién, y ya he caído en a quién se parece: Se Parece a Landrú. Y lo de las Mujeres Muertas, lo tiene escrito en un cuaderno de bolsillo.
EDGARDO .- ¡Qué insensatez! ¡Qué tontería! Cuando Ocurre eso, no se escribe en ninguna parte, y aun no escribiéndolo en ninguna parte, Debe parecer que está escrito hasta en las paredes.
CLOTILDE .- ¡Chis! ¡Calla! Micaela ...
(En efecto, por el primero derecha ha entrado la Micae. Viene andando despacio y trae una Sonrisita muy rara en el semblante. Se acerca a Edgardo ya Clotilde y les habla sin dejar de sonreír, en el tono más natural del mundo.)
MICAELA.-Ya se la ha llevado ...
CLOTILDE .- ¿Qué?
MICAELA.-Que ya se la ha llevado.
CLOTILDE .- ¿A quién se han llevado?
MICAELA.-A Mariana.
CLOTILDE y EDGARDO .- ¿Cómo?
MICAELA.-Un hombre. El de siempre, que ha vuelto. (A Edgardo.) ¿No sabías tú que había vuelto?
CLOTILDE.-Se Refiere al sobrino de Ojeda.
EDGARDO .- ¿A Fernando?
MICAELA.-Mariana Estaba conmigo en el jardín, y llegó Ese hombre se la llevo en el coche.
CLOTILDE .- ¡Virgen del Carmen! (Se va corriendo con Edgardo por el primero derecha.)
MICAELA .- ¡Sí, sí! Corred ... Creeréis que vais a Llegar a tiempo ...
(Se va Detrás de ellos. Por el tercero izquierda, Ezequiel, va arreglado de indumentaria y llevando en brazos un gato.)
EZEQUIEL .- PCHs ¡! ¡Pchsss! ¡Pchsss! Pobrecita, pobrecita ... ¡Qué linda es! Si tuviera dónde meterla para ... (Mira a su Alrededor ve el equipaje y que hay junto a la cama de Edgardo.) ¡Ah! Esto, esto ... (Cogiendo una maleta pequeña y metiendo el gato en ella.) Aquí, muy bien. ¡Ajajá! (Cogiendo el abrigo y el sombrero y yéndose por la escalera del fondo.) Y ahora, ¡cualquiera sabe que me la llevo! ... Ésta Se va a llamar Rosalía. ¡PCHs, pchsss! Rosalía ... Pobrecita, pobrecita.
(Se va por la escalera. Por el primero derecha, Edgardo, trayendo un medio acogotado Leoncio y preso de gran excitación. Detrás de él, Clotilde, Práxedes, y Fermín, la última, Micaela. Por la escalera, Luisa.)
EDGARDO .- ¡Venga usted aquí! ¡Explíquese ahora mismo!
CLOTILDE.-Edgardo, por Dios ...
LEONCIO.-Señor ... Señor, que yo no sé nada ...
.- EDGARDO (DERRIBANDO una Leoncio en un sillón.) ¡Hable! ¡Hable, o le juro que ...! (Todos se agrupan alrededor.) ¡A usted le habían mandado Vigilar a la señorita! ...
LEONCIO.-Sí, señor ... Pero Fermín me dijo que Tenía orden de sustituirme en la vigilancia ...
EDGARDO .- (A Fermín.) ¿Eh?
FERMÍN.-Perdone el señor. Me lo exigió el señor Ojeda. Y al rato vi que se acercaba a la señorita, y que la señorita se desmayaba.
EDGARDO .- ¿Que la señorita se desmayaba?
FERMÍN.-Sí. Y él la cogió y me dijo que le ayudase un meterla en el coche, Qué iba a llevarla a la Casa de Socorro.
PRÁXEDES.-Todo eso es mentira. ¿Que no? ¡¡¡Ah! Bueno, por eso ... A la señorita la privo el mismo señorito Fernando.
EDGARDO .- ¿Fernando?
-Con unas Práxedes. Adormideras que había en este Frasquito, que luego tiró al suelo. (A Fermín.) Y tú le ayudaste en la faena. ¿Qué crees, que soy tonta? ¡¡¡Ah! Bueno, por eso ...
EDGARDO .- (Que ha cogido el Frasquito y lo huele.) ¡Cloroformo!
CLOTILDE .- ¿cloroformo? Entonces ese es el Frasquito que Ezequiel le había Dado a Fernando. El que él utilizo para llevar a la finca a la desgraciada Felisa Y a Dios sabe cuántas más ... ¡A ver! Avisad a don Ezequiel, que está en mi cuarto de baño.
LUISA.-Señora ... Don Ezequiel se ha ido.
CLOTILDE .- ¿Qué se ha ido?
LUISA.-Me lo he cruzado en el vestíbulo. Iba llamándole Rosalía Una maleta UNA.
CLOTILDE .- ¿Qué dices? ¿Estáis locos todos?
FERMÍN .- (Aparte.) ¡Ahora se entera esta! (A Leoncio.) Usted comprenderá que yo no me quedo aquí ni diez minutos más ...
CLOTILDE .- ¡Un abrigo para mí! ¡Y ropas de calle para el señor! ¡Y que saquen el otro coche! El señor y yo tenemos que salir ahora mismo ...
(Luisa y Práxedes se van Rápidamente, la primera por la escalera y la segunda por el tercero izquierda. ACERCANDOSE A Edgardo, que ha vuelto un DEJARSE caer en un sillón.) Se la ha llevado a la finca ... ¡Vamos! Nos Llevan poca delantera, y si corremos podemos llegar antes que ellos ...
EDGARDO .- (Moviendo la cabeza.) No. .. Yo no voy ...
CLOTILDE .- ¡Edgardo! ¿Qué dices?
EDGARDO.-No voy, no voy ...
CLOTILDE .- ¡Es tu hija! Y se la lleva a la fuerza ... ¡Razona, por la Virgen! ¿Cómo nos vas a recuperar a tu hija?
EDGARDO .- ¡Ni a eso, Clotilde! Una finca de La Ojeda, no ... A la finca, no ... A la finca, no ...
CLOTILDE.-Pero ¿y qué vas a hacer, desdichado?
EDGARDO .- (Levantándose.) Voy a acostarme ... (Se dirige al tercero derecha.)
LEONCIO .- (Aparte.) ¡Mi abuelo!
CLOTILDE .- ¿Cómo ves es mentira lo que me dijiste antes? ¿Cómo ves sí que estás loco? (Edgardo sigue yéndose para el tercero derecha, El Pecado Para Para hacerle caso.) ¡Pues yo iré! ¡Iré yo sola!
(Por el tercero izquierda, Práxedes, con un abrigo de Clotilde.),,
PRÁXEDES.-El abrigo, señora.
CLOTILDE.-Trae. (Se lo pone del revés.) ¡Iré yo, que soy la única que está en su sano juicio! ¡Y me expondré A que Ezequiel me mate, Como a Juanita, Como a Felisa, Como a las demás! Y a que me apunte luego en su cuaderno ... (Echándose a reir.) Después de todo ... Después de todo, desde que él sabido que Mata a sus conquistas ..., ¡siento un atracción por él! ... (Riendo.) ¡Una atracción más rara! ¡Ja, ja, ja! (A Luisa.) Acompáñame al coche, anda ... (Inicia el Mutis por la escalera del fondo, riendo con Luisa.) Atracción ¡Qué! Si estoy deseando llegar ... ¡Ja, ja, ja! (Se van.)
LEONCIO .- (Estupefacto.) ¡Y dice que es la única que está en su sano juicio!
(Edgardo ha aparecido en el hueco de la derecha DISPUESTO A acostarse de nuevo. Micaela ha vuelto un Sentarse y pone en marcha la caja de la música.)
EDGARDO .- ¡Fermín! ¿Falta mucho para Villalba?
FERMÍN .- (A Leoncio.) ¡Fuerte Sujéteme, Leoncio!
LEONCIO .- ¿Eh?
FERMÍN .- ¡Fuerte Sujéteme, todo lo fuerte que Pueda, que me están entrando ganas de ponerme en cuatro patas!
LEONCIO .- (Sujetándole.) ¡Pero, hombre!
FERMÍN .- (Soltándose y Suspirando.) ¡Ay! Ya se me pasó. Gracias ... ¡Adiós! Me voy ahora mismo. Ahí se queda usted para seguir el viaje ... Tenga cuidado, que en Venta de Baños hay que esperar al correo de Galicia. (Inicia el Mutis por el primero derecha.)
TELÓN
OTCA SEGUNDO
Vestíbulo en la finca de los Ojedas. Es una pieza rectangular, de aspecto severo, planta baja de una construcción que tiene algo de Casona del norte de España y algo de chalé suizo o escandinavo. Artesonados Grandes, de trabazón de vigas de madera, el techo Forman, las paredes y el hijo-o También Deben parecerlo-de madera de nogal de tono. En el lateral izquierda, en los términos primero y segundo, el muro forma una ligera chácena, en la que va enclavado un gran ventanal de cristales diáfanos, visillos con azul o verde oscuro. En el tercer término de este mismo lado, la puerta de acceso a la casa, que da al jardín, lo mismo que el ventanal indicado. En el paño del centro de la Puerta, una Mirilla enrejada. La puerta es muy recia, de una sola hoja, y se abre hacia afuera. Colgando del dintel, por la parte exterior, un farol de luz eléctrica que Juega a su tiempo. Detrás de la puerta y del ventanal, que forillo Representantes de las Naciones Unidas Jardín sombrío. Todo este muro, que Constituye el lateral izquierda, va un poco oblicuo a la batería. En el lateral derecha, primer término, hay una puerta pequeña, y en el segundo término existe una gran chimenea de leña, y con tapafuegos Morillos de metal. En el foro izquierda, se abre otra puerta, estrecha y alta, pecado BATIENTES, rematada por un arco de medio punto, ya Través de la Cual se ve un pasillo amueblado. Inmediatamente al lado de esta puerta y Misma en la pared del foro, arranque de una escalera hacia arriba, con los peldaños de frente al público. El tramo de subida es bastante violento y salva un desnivel de unos dos metros y medio, llegar al a esta altura, el barandado de la escalera tuerce en ángulo recto para continuar todo a lo largo de la pared del foro, paralelo a la batería y formando un largo rellano y galería que CLOTILDE .- ¡Un abrigo para mí! ¡Y ropas de calle para el señor! ¡Y que saquen el otro coche! El señor y yo tenemos que salir ahora mismo ...
(Luisa y Práxedes se van Rápidamente, la primera por la escalera y la segunda por el tercero izquierda. ACERCANDOSE A Edgardo, que ha vuelto un DEJARSE caer en un sillón.) Se la ha llevado a la finca ... ¡Vamos! Nos Llevan poca delantera, y si corremos podemos llegar antes que ellos ...
EDGARDO .- (Moviendo la cabeza.) No. .. Yo no voy ...
CLOTILDE .- ¡Edgardo! ¿Qué dices?
EDGARDO.-No voy, no voy ...
CLOTILDE .- ¡Es tu hija! Y se la lleva a la fuerza ... ¡Razona, por la Virgen! ¿Cómo nos vas a recuperar a tu hija?
EDGARDO .- ¡Ni a eso, Clotilde! Una finca de La Ojeda, no ... A la finca, no ... A la finca, no ...
CLOTILDE.-Pero ¿y qué vas a hacer, desdichado?
EDGARDO .- (Levantándose.) Voy a acostarme ... (Se dirige al tercero derecha.)
LEONCIO .- (Aparte.) ¡Mi abuelo!
CLOTILDE .- ¿Cómo ves es mentira lo que me dijiste antes? ¿Cómo ves sí que estás loco? (Edgardo sigue yéndose para el tercero derecha, El Pecado Para Para hacerle caso.) ¡Pues yo iré! ¡Iré yo sola!
(Por el tercero izquierda, Práxedes, con un abrigo de Clotilde.),,
PRÁXEDES.-El abrigo, señora.
CLOTILDE.-Trae. (Se lo pone del revés.) ¡Iré yo, que soy la única que está en su sano juicio! ¡Y me expondré A que Ezequiel me mate, Como a Juanita, Como a Felisa, Como a las demás! Y a que me apunte luego en su cuaderno ... (Echándose a reir.) Después de todo ... Después de todo, desde que él sabido que Mata a sus conquistas ..., ¡siento un atracción por él! ... (Riendo.) ¡Una atracción más rara! ¡Ja, ja, ja! (A Luisa.) Acompáñame al coche, anda ... (Inicia el Mutis por la escalera del fondo, riendo con Luisa.) Atracción ¡Qué! Si estoy deseando llegar ... ¡Ja, ja, ja! (Se van.)
LEONCIO .- (Estupefacto.) ¡Y dice que es la única que está en su sano juicio!
(Edgardo ha aparecido en el hueco de la derecha DISPUESTO A acostarse de nuevo. Micaela ha vuelto un Sentarse y pone en marcha la caja de la música.)
EDGARDO .- ¡Fermín! ¿Falta mucho para Villalba?
FERMÍN .- (A Leoncio.) ¡Fuerte Sujéteme, Leoncio!
LEONCIO .- ¿Eh?
FERMÍN .- ¡Fuerte Sujéteme, todo lo fuerte que Pueda, que me están entrando ganas de ponerme en cuatro patas!
LEONCIO .- (Sujetándole.) ¡Pero, hombre!
FERMÍN .- (Soltándose y Suspirando.) ¡Ay! Ya se me pasó. Gracias ... ¡Adiós! Me voy ahora mismo. Ahí se queda usted para seguir el viaje ... Tenga cuidado, que en Venta de Baños hay que esperar al correo de Galicia. (Inicia el Mutis por el primero derecha.)
TELÓN
OTCA SEGUNDO
Vestíbulo en la finca de los Ojedas. Es una pieza rectangular, de aspecto severo, planta baja de una construcción que tiene algo de Casona del norte de España y algo de chalé suizo o escandinavo. Artesonados Grandes, de trabazón de vigas de madera, el techo Forman, las paredes y el hijo-o También Deben parecerlo-de madera de nogal de tono. En el lateral izquierda, en los términos primero y segundo, el muro forma una ligera chácena, en la que va enclavado un gran ventanal de cristales diáfanos, visillos con azul o verde oscuro. En el tercer término de este mismo lado, la puerta de acceso a la casa, que da al jardín, lo mismo que el ventanal indicado. En el paño del centro de la Puerta, una Mirilla enrejada. La puerta es muy recia, de una sola hoja, y se abre hacia afuera. Colgando del dintel, por la parte exterior, un farol de luz eléctrica que Juega a su tiempo. Detrás de la puerta y del ventanal, que forillo Representantes de las Naciones Unidas Jardín sombrío. Todo este muro, que Constituye el lateral izquierda, va un poco oblicuo a la batería. En el lateral derecha, primer término, hay una puerta pequeña, y en el segundo término existe una gran chimenea de leña, y con tapafuegos Morillos de metal. En el foro izquierda, se abre otra puerta, estrecha y alta, pecado BATIENTES, rematada por un arco de medio punto, ya Través de la Cual se ve un pasillo amueblado. Inmediatamente al lado de esta puerta y Misma en la pared del foro, arranque de una escalera hacia arriba, con los peldaños de frente al público. El tramo de subida es bastante violento y salva un desnivel de unos dos metros y medio, llegar al a esta altura, el barandado de la escalera tuerce en ángulo recto para continuar todo a lo largo de la pared del foro, paralelo a la batería y formando un largo rellano y galería que de siempre, pero en seguida vuelve a Cerrarse, Coincidiendo con la reaparición de Dimas por el primero derecha, El Cual Trae una botella de ron en la mano y la deja en la mesita de la izquierda. En ese momento, por el tercero derecha, la venta de nuevo Fernando, en mangas de camisa, y le habla una Dimas desde la galería, sin bajar a la escena.) Dimas ¡!
DIMAS .- ¿Señor?
FERNANDO .- ¿Ha venido alguien estando yo fuera?
DIMAS.-Nadie, señor.
FERNANDO.-Mi tocador está todo revuelto, y varios frascos Tirados.
-Señor Dimas. Cosas de Los Gatos,. Hay dos Pequeñitos, que El Hijo de la piel del diablo.
FERNANDO.-Uno de los cajones lo he encontrado abierto. ¿También lo han abierto los gatos, Dimas?
DIMAS.-Quizá El Señor mismo se lo dejo abierto distraídamente salir al ...
FERNANDO .- (Moviendo la cabeza con gesto de duda.) No sé ...
(Se va de nuevo por el tercero derecha. Dimas se dirige, para hacer Mutis, derecha al primero, pero antes de irse se acerca al sofá donde se halla la contemplación y Mariana unos instantes.)
DIMAS .- (Después de mirarla en silencio, hablando para sí.) Ya se la ha traído ... Esto va bien ... (Se va definitivamente por el primero derecha. Hay una pausa, Durante la Cual sólo se oye una Mariana, que se queja. POR EL FORO Izquierdo Aparece de nuevo Dimas, se dirige al sofá de Mariana, vuelve a contemplarla unos instantes y se va Por el tercero izquierda, Murmurando:) «¡Ya está lloviendo!»
(Mariana se remueve, se despierta a medias, se endereza y queda sentada en el sofá, con los ojos cerrados y Aún con las manos apretándose las sienes. Así permanece unos momentos, Durante los Cuales vuelve a avenirse, sola, con mucho tiento, un pequeños empujoncitos para Evitar en lo posible el Chirrido, la hoja del armario de siempre. De pronto, Mariana, que ha abierto los ojos, se pone en pie bruscamente. La hoja del armario se inmoviliza entonces, quedando quieta y entreabierta.)
MARIANA .- (mirando a su expresión con Alrededor de angustia.) ¿Eh? ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? (Por el tercero derecha Aparece Fernando, envuelto en un batin de casa. Se detiene en la galería a mirar una de las Marianas.) ¿Por qué estoy aquí? ¿De quién es esta casa?
FERNANDO .- (Desde arriba.) Mía, Mariana.
MARIANA .- (Volviéndose hacia él.) ¿Qué? ¡¡¡Fernando!
FERNANDO .- (Bajando la escalera dirigiéndose Y a Mariana.) ¿Me perdonas haberte traído en contra de tu voluntad? (En este momento la hoja del armario vuelve a Cerrarse Sola otra vez.) ¿Di? ¿Me perdonas lo? ¡Te Necesitaba tanto aquí, Mariana! (Fernando se ha acercado a ella.) Yo comprendo que He hecho lo que es impropio, y es brutal, pero, Después de haberte resuelto a venir, te ha negado a hacerlo de un modo que no me dejaba lugar a la esperanza, y Sólo entonces me lanza de las Naciones Unidas Utilizar el cloroformo que Emplea el tío para sus experimentos, y te subí a tu mismo coche, y te traje. Pero te vuelvo a suplicar que me perdones ... ¿Tanto te molesta el encontrarte aquí?
MARIANA.-No. Si no es eso ... (Mirando a su Alrededor y escudriñando toda la habitación con los ojos.) No es eso ... (Como hablando consigo Misma.) ¡Qué cosa tan terrible!
FERNANDO .- ¿De qué hablas, Mariana? ¿Qué te pasa?
MARIANA .- (Volviéndose a mirar a Fernando.) ¿Dices que ha Utilizado cloroformo para traerme?
FERNANDO.-Una insignificancia; cinco o seis gotas en un pañuelo ...
MARIANA .- ¿Y el cloroformo Puede Producir alucinaciones Después de haber vuelto uno en sí?
FERNANDO .- ¿Alucinaciones? No. Ni antes ni después.
MARIANA .- (Volviendo a mirar las Naciones Unidas y su Alrededor Siguiendo el hilo de un pensamiento interno.) ¿Y es tu casa está?
FERNANDO.-Sí.
MARIANA .- ¿La finca de que tanto hemos hablado, donde tú vives con tu tío, solos, y sin más compañía que un criado viejo?
FERNANDO.-Sí, sí ... La misma.
MARIANA .- ¿Entonces ...? Si el cloroformo no ha Podido alucinarme Y si esta es tu casa: la casa adonde luchabas por traerme, La casa en donde yo no he puesto el pie nunca hasta hoy, ¿por qué la conocía ya, Fernando?
FERNANDO .- ¿Qué?
MARIANA.-Si no he venido jamás aquí, ¿por qué todas estas paredes, y juraría que hasta Estos muebles, me familiares hijo?
FERNANDO .- ¿Qué dices, Mariana? Fíjate bien en lo que dices ... ¿Estás segura de ...?
MARIANA.-Si ... Creo que sí ... Estoy casi segura ... Aquel ventanal, la escalera, esta chimenea ..., todo esto, tal como está y donde está, yo lo había visto ya antes ... Y aquel reloj ... también. Y en este sofá ... (Levantándose lentamente, sin dejar de mirar al sofá como con miedo.), En este sofá he estado sentada alguna vez, varias veces antes de ahora ... (Retrocede, dando la cara al sofá, varios pasos.) ¡Dios mío! ¡Estoy segura!
FERNANDO .- ¡Mariana!
MARIANA .- (Que al retroceder ha quedado en pie junto a la mesa, fijándose en el quinque.) Quique Este y, no lo dudes, Fernando, lo Quinqué este También he visto alguna vez ... El blanco parece Globo, pero Cuando se enciende, ¿no se da uno cuenta de que es azul? ¿Pálido Azul?
FERNANDO.-Sí, sí ... A veces lo encendemos. Y es verdad: al encenderse se da uno cuenta de que el globo es azul pálido, Mariana.
MARIANA .- ¿Te convences? Y allá, en esa puerta que da al jardín (izquierda El tercero.), Por fuera, hay tambien un globo de luz.
FERNANDO .- ¡Justo! ¡Justo!
MARIANA .- (Con angustia.) ¿Por qué yo ya conocía esta casa, Fernando? ¿Por qué? ¿No te aterra que yo conociera ya esta casa? (Siempre mirando a su alrededor.) ¡Y cada vez mejor lo recuerdo todo! Yendo por ahí (El primero derecha.), La primera habitación que se encuentra es el comedor ...
FERNANDO.-El comedor, sí.
MARIANA.-Y por ahí una sala grande. (Señala al foro izquierda.)
FERNANDO.-El laboratorio del tío Ezequiel.
MARIANA.-Juraría que era una sala. Laboratorio no recuerdo haber visto, pero sí he visto, en cambio, las habitaciones adonde lleva esta escalera (Acercándose a la escalera del foro.), ¡Estoy completamente segura! Y ahí (Señalando.) Hay un armario para ropas. Y al otro lado del reloj, otro armario más pequeño.
FERNANDO.-No. Eso, no.
MARIANA.-Sí, sí ... (Ambos se acercan al sitio indicado.)
FERNANDO.-No. Misma Tú puedes ver que no. La pared está lisa.
MARIANA.-Es cierto. La pared está lisa. Quizá no era un armario, alacena Quizá una época ...
FERNANDO .- (Con mucha agitación.) Alacena ¿Una?
MARIANA .- (Contemplando de cerca la pared.) Pero no se ve por juntura Ningún sitio.
FERNANDO .- (Agitadamente.) ¿Una alacena?
MARIANA.-Sí. ¿No sabes lo que digo? Esa especie de armarios Que no se notan a simple vista, Porque la puerta está decorada igual que el resto de la pared, y que sólo se le Acercándose Descubren las junturas, pero aquí no hay junturas realmente ...
FERNANDO .- (De un modo sombrío.) Sí, sé cómo son las alacenas ... Sé como hijo ... ¡Ojalá no lo supiese! (Va hacia el sofá de la chimenea y se sienta en el abrumado.)
MARIANA .- (Acercándose.) ¿Qué ojalá no lo supieses? ¿Por qué dices eso? ¿Qué te ocurre?
FERNANDO.-Siéntate, Mariana. Es preciso que tengamos una explicación larga y detallada. Pero comencemos por el principio. (Ella se sienta al lado.)
MARIANA .- ¿Y cuál es el principio?
FERNANDO.-Mi vida, antes de conocerte.
MARIANA.-Entonces es un principio largo, Porque mi sensación es la íntima de conocerte desde siempre, pero la verdadera realidad es que hace tres meses Aún no te conocía.
FERNANDO.-Yo te conocía desde mucho antes ...
MARIANA .- ¿Tú?
FERNANDO .- (Acabando la frase.) ... aunque no te había visto jamás.
MARIANA .- ¿Eh?
FERNANDO.-Por eso el día que te vi por primera vez creí no poder resistir la impresión. ¡Existías! Existías en la Tierra: no eras una Alucinación ni un sueño ... Yo Llevaba mucho tiempo Adorandote, y eso que no te suponía Existencia real, te adoraba Como a una sombra y me preguntaba mil veces cuál era tu misterio y tu secreto. Y lo que aquí Un día cualquiera, del modo más sencillo, Cómo ocurre siempre lo más extraordinario, y te encuentro compruebo que de veras existes en el mundo: que puedo adorarte en ti Misma. ¡Y que puedo También Descifrar el secreto y el misterio que te envuelve! Cuando te hablé la primera vez lo hice como un insensato ... No sé lo que te dije ...
MARIANA .- (Sonriendo.) Yo tampoco ...
FERNANDO.-Que hicieras, por Dios, un Esfuerzo para comprenderme. Que no me confundieses con un vulgar teador Galán.
MARIANA .- (Sonriendo.) Sí, algo Así ...
FERNANDO.-Debía de parecer un loco. No me explico cómo no huiste de mí ...
MARIANA .- (acentuando su sonrisa.) Precisamente por eso. (Poniéndose seria.) Y porqué en tu acento había sinceridad. Y en tus ojos, una expresión que me subyugó ya para siempre ...
FERNANDO.-En aquel momento todo estaba más que justificado en mí. Además, la soja era igual que mi padre. Los dos, inclinados a la melancolía, apasionados, románticos, Amando una sola vez y para toda la vida. Los dos, impresionables y con los nervios a flor de piel. Pero mi carácter, reflejo del suyo, todavía está agravado por una niñez sin risas. No conocí a mi madre, que murió al nacer yo. Eduque me interno en un Liceo de Bruselas, adonde de tarde en tarde iba a verme el tío Ezequiel, mi padre, casi nunca. Allí hice el bachillerato y Empecé a estudiar Ciencias. Un día, Cuando acababa de Cumplir los dieciocho años, el tío Ezequiel se me presento vestido de luto.
MARIANA.-tu padre había muerto ...
FERNANDO.-Se había suicidado.
MARIANA .- ¡Suicidado!
FERNANDO.-En circunstancias raras, una Raíz de una confusa historia de amor, de la que nunca he logrado conocer bien los pormenores. Parece que ella se murió de repente y que él se encontró el pecado Fuerzas para sobrevivirla. No sé ... El Hecho es que se dio un tiro una noche, Después de escribir dos cartas, una para mi, que yo no debía abrir hasta mi Mayoría de edad; otra para el tío Ezequiel, en la que le nombraba tutor, le especificaba los detalles de mi herencia y le ordenaba que en adelante viviese siempre conmigo.
(En este instante el armario del foro Comienza a avenirse lentamente como las otras veces. Mariana, que está sentada de cara a Fernando al armario y, y ve lo se levanta dando un grito terrible.)
MARIANA .- ¡Aay! (El armario se cierra inmediatamente.)
FERNANDO .- ¿Qué es eso? ¿Qué te pasa? (Se levanta también.)
MARIANA .- ¡Aquel armario, Fernando! ¡Se ha abierto solo! ¡Y acaba de Cerrarse También solo!
FERNANDO .- ¡Qué tontería! No es posible ... (Fernando va hacia el armario Manipulación y en él.)
MARIANA .- ¡Te digo que sí! ¡Te digo que sí!
FERNANDO.-Está cerrado con llave, Mariana.
MARIANA .- ¿Cerrado con llave?
FERNANDO .- (Tirando de las hojas del armario, que no CEDEN.) Míralo ...
MARIANA.-Y la llave, ¿dónde está?
FERNANDO.-La tiene Dimas, el criado, como todas las llaves de la casa ... Y no tengas cuidado de que se deje nada abierto ... (Ha vuelto al lado de ella.) Vamos, Tranquilizate. Si mis palabras te impresionan no sigo ...
MARIANA .- (sentándose de nuevo.) No. No. .. Sigue, sigue ... Aún tienes mucho explicarme que ...
FERNANDO .- (sentándose También otra vez.) Sí. Mucho ... ¡Y lo esencial! Ezequiel se instalo aquí conmigo, y desde entonces todas las melancolías de mi carácter no Hicieron Ampliar China. Debí salir, viajar, divertirme, como Corresponde a un hombre joven, pero dejé la carrera, perdí el contacto con amigos y compañeros y salir de aquí me significaba un Esfuerzo invencible. Por otra parte, el romanticismo, el idealismo excesivo, soledad es como una dolencia que Conducen a la. ¿No lo sientes tú así?
MARIANA.-Completamente. Porque se cree y nadie se espera que tanto del amor, una fuerza de creer en él y de esperar de él falta Decisión para personificarlo en ...
FERNANDO .- ¡Justo!
MARIANA .-... por miedo a que la persona elegida Esté demasiado Por Debajo de la soñada.
FERNANDO.-Exactamente. Esa es una de las razones que me aislaron y me sujetaron aquí Durante los años diez. Pero vivir aislado en una casa es como hacer una larga travesía en barco, que la parte el alcalde de las Horas se consumen en visitarlo y es escudriñar sus rincones más ocultos. Así que yo recorrido una y otra vez esta finca, mirándolo todo registrándolo y ... Y Cierta noche, cinco años hace, en una de las habitaciones de arriba, descubrí una alacena.
MARIANA .- ¿Eh?
FERNANDO.-La registré y en ella encontré la causa de mis obsesiones.
MARIANA.-Pues ¿qué encontraste?
FERNANDO.-Un vestido de mujer.
MARIANA .- ¿Un vestido de mujer?
FERNANDO.-Sí. De época: del Primer Imperio. Hecho Indudablemente un vestido para un baile de disfraces. Ven, lo tengo aquí. Está incompleto, le falta una manga y el Desafío. (Sacando un vestido como el que indica del ARCÓN mostrándoselo Y a Mariana, que tambien se ha levantado.) Míralo. Y junto al vestido encontré otra cosa.
MARIANA .- ¿El qué?
FERNANDO.-Esto. (Saca del ARCÓN una caja de música.)
MARIANA.-Una caja de música ...
FERNANDO.-Sí. ¿Y no te recuerda algo? (Pone en marcha el resorte y rompe la caja de las Naciones Unidas tocar la misma música de la caja que vimos en casa de Mariana.)
MARIANA .- (Retrocediendo un paso.) ¡Jesús!
FERNANDO.-Y todavía encontré otra cosa más, Mariana. Un retrato.
MARIANA.-Un retrato ...
FERNANDO.-Un retrato pequeño, una tablita pintada al óleo ...
MARIANA .- ¿El retrato de una mujer?
FERNANDO.-Sí. De una mujer ... que podías ser tú.
MARIANA .- ¿Qué?
FERNANDO .- ¿No podías ser tú esta mujer? (Le enseña el retrato que ha sacado del ARCÓN.)
MARIANA .- ¡Dios mío! ¡Pero si soy yo, realmente!
FERNANDO .- ¿Qué dices?
MARIANA.-Este retrato es mío.
FERNANDO .- ¡Tuyo! ¿Tuyo?
MARIANA.-Sí, claro. Papá me lo hizo hace seis años. Lo Creía perdido entre aquel lío de muebles de casa ... Pero ¿cómo Pudo haber llegado aquí este retrato?
FERNANDO .- (Yendo hacia la chimenea, y apoyándose en ella contemplando el fuego.) ¡Si el retrato es tuyo, yo ya sé qué no pensar, Mariana!
MARIANA .- ¿Por qué? (Siguiéndole.) ¿Es que no creías que fuera mío?
FERNANDO .- ¿Cómo Iba a creerlo? ¿Cómo había de Pertenecer A UNA muchacha un retrato real Hallado en una alacena Que no se Abria hace veinte años?
MARIANA .- ¿La Alacena no se Abria hace veinte años?
FERNANDO.-Por lo menos. Yo suponía que el vestido, la caja de música y el retrato eran la revelación de una historia antigua. Los relacionaba con el suicidio de mi padre ... Y para mí, la mujer del retrato era de la Mujer por la que él se mató ... Por eso, desde Aquella noche interrogué una Dimas Una y otra vez, a ver si podia facilitarme algún dato. Adolescentes y padecer de las Naciones Unidas una verdadera obsesión ... ... Estúpido que te parezca Porque, además, y por, me había ena morado de esa mujer del retrato: es decir, me había enamorado de ti sin conocerte.
MARIANA .- ¡Fernando!
FERNANDO.-Lo que no podia era de suponer que un día Iba a tropezar con esa mujer, viva y tangible. ¿Te das cuenta ahora de Cuál sería mi emoción al encontrarte, y el porqué de la expresión de mis ojos cuando te aborde?
MARIANA.-Sí.
FERNANDO .- ¿Y te imaginas el choque que recibiría cuando, Después Algún tiempo, en tu casa, oí la misma melodía de esa caja en vuestra caja de música?
MARIANA.-Sí, sí ...
FERNANDO.-La idea de relacionar a la mujer del retrato con el suicidio de mi padre se robusteció en mí. Quedé convencido de que alguien de tu familia, que se Parecía mucho, había sido Aquella mujer. Y entonces que no pensé sino en traerte aquí, Suponiendo que juntos descifraríamos el pasado. El que te pareciese Reconocer la casa, me animo Aún más ... (Con desaliento.) ¡Pero el ser tu misma La mujer del retrato tira por tierra todas mis sospechas y enigmas nuevos crea!
MARIANA .- ¿Y tu misterio, eso era el misterio que yo veia en ti,?
FERNANDO .- ¡Oh! No era sólo eso. Ultimamente no era sólo eso.
MARIANA .- Pues ¿?
FERNANDO.-Porque, desde hace unos meses, la mujer del retrato se me ha aparecido varias noches, Mariana.
MARIANA .- (Después de una pausa.) ¿Qué se te ha aparecido?
FERNANDO.-Sí. Vistiendo ese traje encontrado en la alacena. Por eso el día Aún podia soportarlo aquí, y por eso era la noche la que ya no podia Soportar.
MARIANA.-Ya te lo nota ...
FERNANDO .- ¿Cómo no habías de notarlo, si eso era mi tormento y mi obsesión? Una noche, ella se me Apareció en mi cuarto, otra noche, al entrar de la calle, la Halle sentada ahí mismo, donde estás ahora tú, Mirándome fijamente ... Y otra noche ... ¡Pero de eso más vale no hablar! ¡Más vale no hablar! (Se separa bruscamente de Mariana y va hacia el ventanal. Mirando hacia afuera.) ¡Qué disparate! ¡Cómo llueve! (En efecto, unos momentos antes ha comenzado a llover con violencia.)
MARIANA .- ¿Llueve?
FERNANDO.-Está diluviando. Voy a encerrar tu coche, tiene la capota bajada y Se va a poner perdido.
(Abre la puerta del tercero izquierda, y se va por el jardín, otra vez cerrando. Mariana queda sola unos instantes, pensativa. Luego pasea una mirada entre curiosa y atemorizada por su alrededor. Por el primero derecha Aparece Dimas, que se dirige hacia el foro izquierda. Cuando está A mitad de camino, Mariana le llama.)
MARIANA .- ¿Usted es el criado de Fernando?
DIMAS.-Sí, señora. Para Servir a la señora.
MARIANA .- ¿Tiene usted la llave de ese armario? (Señalando.)
DIMAS .- ¡Dichosa llave del armario! Tres días llevo señora Buscándola,, y no se donde se Podido meterla ...
MARIANA .- ¿Se le ha perdido?
DIMAS .- ¡Tiene uno la cabeza ya tan embarullada! Aparecera Pero, tiene que aparecer ...
MARIANA.-Lleva usted muchos años en la casa, ¿verdad?
DIMAS.-He perdido la cuenta. Servi al padre del señor, serví al abuelo ...
MARIANA .- ¿Y usted no recuerda si ahí, al otro lado del reloj, En algún tiempo hubo una alacena?
DIMAS .- ¿También la señora tiene la manía de las alacenas? ¿También la señora busca Algún misterio, como el Señor? ¡¡¡Hum! En esta casa no ha habido nunca Misterios hasta hace un par de meses ...
MARIANA meses .- (Levantándose.) ¿Hasta hace un par de?
DIMAS.-El señor se empeña en ver algo raro en la muerte de su padre. Pero ¿es raro que un hombre se pegue un tiro al perder un una mujer que quiere? Lo que sí es raro es lo que el Señor ha empezado a Hacer últimamente. Todo se le vuelve Preguntarle A Uno ... A la señora También le Preguntado Y habrá, claro ... Pero él sí que habría que uno Preguntarle cosas ...
MARIANA .- ¿Qué cosas?
DIMAS.-Dios me libre de decir nada fuera de aquí. Haga lo que Haga, él es el Señor: él y yo le visto nacer, y yo no traiciono Así como así. Pero a la señora tengo que Decírselo Porque Debe estar prevenida.
MARIANA .- ¿De qué habla usted?
DIMAS.-Pregúntele ... Pregúntele al señor La señora Por qué un domingo, que estaba solo en casa, parte del entarimado de Levantó su cuarto ...
MARIANA .- ¿Eh?
DIMAS.-Y por qué una noche que Creía Que nadie le veia, se estuvo más de una hora cavando en el jardín. La señora Pregúntele qué es lo que entierra ...
MARIANA .- ¡Lo que entierra!
DIMAS.-Aquí el único que no está claro es el. Y eso de que en una alacena encontrase esto y lo otro ..., pues yo juraría que lo cuenta para despistar.
MARIANA .- ¡Para despistar!
DIMAS.-En cuanto a lo que decía la señora de si ahí (Señalando.) Alacena o no hay otra, yo no me acuerdo, pero poco podemos tardar en saberlo, y, a lo mejor, eso nos descubre Algún secreto del Señor. .. (Va a la pared derecha del foro y golpea con ella en los nudillos.) ¡La hay! Suena a hueco.
MARIANA .- (Acudiendo rápidamente.) ¡Ah! Suena a hueco, ¿verdad?
DIMAS.-Hay una alacena. Lo que tiene es que han empapelado encima.
MARIANA .- ahí se oculta ¡Si han empapelado Encima, Porque es algo!
DIMAS.-Eso cae por su peso. Pero Rompiendo el papel con una navaja ... (Saca del bolsillo una Navajita.)
MARIANA .- ¡No! Déjelo ahora. Puede volver él. No ha ido más Que a encerrar el coche ...
DIMAS.-El garaje está en la otra punta de la finca, cerca de la puerta. Hay tiempo. (Tanteando la pared.) Aquí toco las junturas. Con Metro de la Punta de la navaja por ellas ... ¡En paz! (Lo hace como lo dice, y al rasgar el papel se abre una pequeña alacena.) ¡Ya está!
MARIANA .- ¿Qué hay dentro? ¡Dentro Qué hay?
DIMAS .- (Metiendo la mano en la alacena.) Unos zapatos de mujer. (Saca un par de zapatos de baile y se los da A Mariana.)
MARIANA .- (Al verlos.) ¿Unos zapatos? ¡Los zapatos del vestido Imperio!
DIMAS .- (Que ha metido la mano nuevamente en la alacena.) También hay unas telas. (Saca Lo que se indica en el Diálogo, un dándoselo Mariana.)
MARIANA .- ¡La manga que faltaba! ¡Y el desafío! (El extensor Al desafíos, cae al suelo un cuchillo Qué estaba envuelto en él.) ¿Qué es eso que ha caído?
.- DIMAS (Cogiéndolo del suelo.) Un cuchillo, señora.
MARIANA .- ¿Eh?
DIMAS.-Un cuchillo manchado de sangre.
MARIANA .- ¡No!
DIMAS.-Sí, señora. Y las telas También Tienen manchas de sangre ya seca ... (Todo Examinándolo.) Y los zapatos, igual. (En el tercero izquierda se oye el rumor de voces, y en seguida suena el timbre de la puerta.) ¡Ahí está!
MARIANA .- ¡Eso CIERRE! (Por la alacena.)
DIMAS.-Sí, señora. SE (Obedece y guarda el cuchillo.)
MARIANA .- ¿La habitación de él es AQUÉLLA?
DIMAS.-Sí, señora; Aquella puerta.
MARIANA.-No abra usted hasta que yo entre allí. Y no le diga que he subido. Dígale que me encontraba mal y he ido a algo tomar comedor al.
DIMAS.-Sí, señora.
(Mariana Rápidamente desaparece por la escalera y la galería llevándose Últimamente las cosas sacadas de la alacena. Cuando ha desaparecido, Dimas Abre la puerta del tercero izquierda, dando paso a. Fernando ya Ezequiel El primero trae subido el cuello del hábito de fumar. Ezequiel lleva en la mano la maleta que con Hizo Mutis en el acto primero. Los dos dan la sensación de haberse mojado.)
FERNANDO.-Pero ¿Aún no te has acostado?
Señor DIMAS.-Ahora iba a hacerlo,.
EZEQUIEL.-Que no se acueste todavía, que yo voy a trabajar un rato ya lo mejor le necesito. (Avanza con la maleta.)
FERNANDO .- ¿Y la señorita Qué estaba aquí?
DIMAS.-No señor se encontraba bien,, y ha ido al comedor uno tomar un té caliente. Voy a servírselo ... (Se va por el primero derecha.)
EZEQUIEL .- (Que en cuanto ha entrado ha dejado la maleta sobre un mueble apresurándose un abrirla. Dentro Mirando.) ¡Pchss! ¡Pchss! Rosalía ... ¡Vamos! Novedad Si llego ... Es una suerte, Fernando. Porque Puede Que OCURRA lo que con las otras y que ello le cueste la vida También a Rosalía, pero me da en la nariz que, de esta hecha, la Eficacia de mi suero contra la pelagra, latente en la piel de la Mayoría de los Gatos y transmisible por herencia materna, Va a quedar completamente demostrada. Ya no tendré Necesidad de guardar el secreto para Evitar los plagios o las burlas, sino que lo proclamaré A LOS Treinta y dos puntos cardinales. Y todo el mundo se convencera de que Ezequiel Ojeda, aunque no sea un profesional de la Medicina, es, además de un excelente cirujano, un hombre de ciencia de primer orden y no un loco de atar.
FERNANDO.-Me alegraré mucho, tío Ezequiel.
EZEQUIEL.-Tú te alegrarás, pero lo dices con una cara que ni que fueras Rosalía ... (Izquierda, va al foro y desaparece un instante para volver en seguida con una bata blanca, que se pone Mientras habla, Después de quitarse el abrigo y el hábito de fumar.)
FERNANDO.-No tengo ánimos para poner una cara más alegre.
EZEQUIEL.-No, si me lo explico todo, hijo. Porque vivir enamorado de un retrato al óleo, como tú ha vivido En Estos últimos anos, ya Tenía lo suyo ... Y ver espectros Algunas noches tampoco dejaba de ser un programa, aunque, si me hicieras caso a mí, con unas cuantas inyecciones de calcio no espectro otro veias que el espectro solar. Y enamorarte de la chica pequeña de los Briones, es que una familia que tiene Todo Lo Que Debe tener menos el letrero de «Manicomio» en la verja del jardín, También estaba bien ... Pero encontrarte de la noche a la mañana, según acabas de decirme, que con el original del retrato al óleo es vive y nada menos que tu propia novia, eso Quizá es demasiado fuerte.
FERNANDO.-Demasiado, sí.
EZEQUIEL.-Yo te anime de las Naciones Unidas que te trajeras aquí a la muchacha una noche, puesto que las noches eran tu martirio alcalde, en la idea de apartarte de todas VER fantasías absurdas de que eres victima, pero el remedio ha sido peor que la enfermedad .
FERNANDO .- ¿Por qué te obstinas en llamarlo fantasías absurdas? Tío Ezequiel ¿No seria mejor que me dijeras de una vez la verdad acerca de lo que le Ocurrió a mi padre,?
EZEQUIEL.-Sobre aquello sabes Todo lo que cualquiera Podría saber.
FERNANDO .- ¡No! Porque en la carta que me escribió antes de morir, mi padre me decía que dejaba bien Claramente el mundo Creyendo que en esta casa se había desarrollado la tragedia que acababa con su vida, que me confiaba a mí la Misión de indagar y buscar en la finca, que no cejase hasta llegar a todos saber con sus detalles lo que él sospechaba, pero no había tenido valor para averiguar. Y que si el culpable de todo vivia, le persiguiese hasta el fin.
EZEQUIEL.-Tu padre, Fernandito, era un hombre tan raro como tú, fácil o quizá tú eres tan raro como él, más Porque es que tú hayas Salido a El que El que no saliese a ti ... Era un hombre raro, y en sus últimos tiempos, ¿qué quieres que te diga?, A mí me parece que Estaba ... un poco Briones.
FERNANDO .- ¡Tío Ezequiel!
EZEQUIEL.-No te ofendas. Un padre tu le quise tanto como lo puedes tú querer, ya los Briones ..., ya sabes que yo Clotilde y ..., si Dios quiere ... ¡Qué mujer! Es una olla de grillos, pero tiene un atractivo ... Me domina, no cabe duda que me domina. En fin (Cogiendo la maleta.), Voy a inyectarle el suero de las Naciones Unidas Rosalía. Tú puedes seguir buscando, Porque cada loco con su tema. ¡¡¡Ah! Que me dejaba el cuaderno de las anotaciones. (Saca del hábito de fumar el cuadernito del primer acto.) Si quieres algo, estoy en el laboratorio. (Inicia el Mutis por el foro izquierda.)
FERNANDO.-Sí que quiero algo. ¡Oye! (Ezequiel se detiene.) ¿Tú te acuerdas si allí (señala el foro derecha.) Hubo alguna vez una alacena?
EZEQUIEL .- ¿Una alacena? ¿Dónde?
FERNANDO .- (Acercándose al foro derecha.) Aquí. (Dando un grito de pronto.) ¿Eh? ¿Qué es esto? ¡La alacena, tío! Estaba Debajo del papel ... ¡Y la han abierto! ... ¿Quién ha abierto esto?
EZEQUIEL .- ¿Qué dices?
FERNANDO .- (Dirigiéndose a la puerta del primero derecha.) Dimas ¡! ¡Dimas!
EZEQUIEL .- ¿A ver? ... (Va hacia la alacena.)
FERNANDO .- (Llamando desde la puerta.) Dimas ¡!
(Por el primero derecha Aparece Dimas.)
DIMAS .- ¿Señor?
FERNANDO .- (Cogiéndole por un brazo y llevándosele hacia la alacena.) ¿Quién ha abierto esto? ¿Lo has abierto tú?
DIMAS.-Sí, señor. ME LO MANDO esa señora que ...
FERNANDO.-Y ¿qué había dentro? ¿Qué habéis encontrado en la alacena?
DIMAS.-Nada, señor. Estaba vacía.
FERNANDO .- ¡vacía!
EZEQUIEL .- (Que ha estado escudriñando en la alacena mientras tanto, Separándose de ella.) No está vacía. Hay algo, aunque no mucho.
FERNANDO .- ¿Que hay algo? ¿Que es lo que hay, tío Ezequiel?
EZEQUIEL.-Un montón de hojas secas. (Se las muestra a Fernando.)
FERNANDO .- ¿Hojas? ¿Hojas de qué?
EZEQUIEL.-No sabría decirte; Están reducidas casi un polvo.
FERNANDO.-Pero Pueden servir de Indicio. ¿Cómo podriamos saber de qué son?
EZEQUIEL.-Tienes un medio. Mirarlas al microscopio.
FERNANDO.-Al microscopio. ¡Es verdad, es verdad! (Se va por el foro izquierda Rápidamente, llevándose el montoncito de hojas.)
EZEQUIEL .- (Detrás Yéndose con la maleta.) Este chico va a acabar mal ...
(Se va. Quedan solos en escena Dimas y Mariana, que Aparece en la galería de arriba, pero a quien no ve Dimas. En cuanto desaparece Ezequiel, Dimas, corre hacia el armario. Mariana, que ya hace un iba a bajar la escalera , ademán de extrañeza y queda observándole sin ser vista. Dimas Saca una llave del bolsillo y la hace jugar en el armario, pero en seguida quita la llave y vuelve a notar que al guardársela, A través del ventanal de la izquierda, se filtra nuevamente La Luz de unos faros de automóvil, de nuevo se oye el rumor de un motor, que cesa al poco. En la puerta del tercero izquierda, suenan unos golpecitos.)
DIMAS .- ¡Va! (Dimas Abre la puerta y en el umbral Aparece Clotilde, vestida tal como lo estaba al acabar el primer acto.) Señora ...
CLOTILDE .- (Asomando la cabeza.) Diga usted: ¿es ésta la finca de los señores de Ojeda?
DIMAS.-Sí, señora. Pase la señora.
CLOTILDE .- (Sin atreverse a pasar.) Que pase, ¿verdad? ¿Dice usted que pase?
DIMAS.-Sí, señora.
CLOTILDE .- ¿Ahí dentro? ¿No?
DIMAS.-Sí, claro. Porque, si se queda fuera, Se va a mojar la señora.
CLOTILDE.-No. Ya no llueve. Estaba esperando a que se me reuniese el criado que viene conmigo y se ha quedado hablando con el chofer.
MARIANA .- (Que ha bajado la escalera.) Pasa, tía Clotilde.
CLOTILDE .- (Viendo el cielo abierto.) ¡Mariana! ¡¡¡Ah! Ahora sí que paso ... (Entrando y yendo hacia Mariana.) ¡Hijita, qué alegría me da verte aquí el pecado y que te haya ocurrido nada! ...
MARIANA.-Me han ocurrido ya algunas cosas, pero ninguna tumba ... todavía.
CLOTILDE .- ¡Todavía! ¡Qué adverbio! Porque ¿verdad ha dicho «Todavía»,?
MARIANA.-Sí, eso he dicho.
CLOTILDE .- (A Fermín, que ha aparecido en la puerta izquierda del foro, con abrigo, boina en la mano y una maleta muy asquerosa.) ¡Entra, muchacho, entra! (Fermín obedece y queda en pie respetuosamente. A Mariana.) Es Fermín, que deja nuestro servicio para quedarse de criado de los Ojedas. Ha venido conmigo. Dice que en casa ya no podia aguantar, que si continuase allí un día más se volvería loco. Pero me parece que él no sabe bien en dónde Va a meterse ... No se le Podido decir nada por no desilusionarle.
MARIANA.-bien ha hecho.
CLOTILDE .- (Con una Sonrisita.) Que, Fermín, ¿te gusta el aspecto de tu nueva casa?
FERMÍN .- (Que ha estado examinando todo arrobado con semblante.) Sí, ex señora. Le aseguro a la ex señora que uno no está ya sobresaltos para ... Y aquí se respira paz y normalidad ...
DIMAS .- (Que ha cerrado la puerta del tercero izquierda, iniciando el Mutis por el primero derecha.) Con permiso de La señora. (Se va).
MARIANA .- (A Fermín, nerviosamente, en cuanto ha desaparecido Dimas. En voz baja.) ¡Fermín! ¡Vigila uno ese hombre! ¡Corre!
FERMÍN .- ¿Qué?
MARIANA .- (A Clotilde.) ¡Ese hombre sabe mucho más de lo que parece, Clotilde, tía! Estoy por decirte que él tiene la clave de lo qué ocurre en la casa ...
FERMÍN .- ¿Cómo?
CLOTILDE .- ¡Ah! ¿Luego ya estás enterada de lo qué ocurre en la casa?
MARIANA .- ¡Chis! ... Baja la voz.
CLOTILDE .- ¿Qué?
MARIANA.-Que bajes la voz. En aquel armario (Señalándolo.) hay alguien metido ...
FERMÍN .- (Dejando caer la maleta y la boina.) ¡Ahí va!
MARIANA .- ¡Y ese hombre me ha contado que se le había perdido la llave, pero la tiene en el bolsillo!
FERMÍN .- ¡Sopla!
MARIANA .- (A Fermín.) Pero ¿todavía estás ahí, Fermín? Te he dicho que vigiles al viejo que acaba de Marcharse. No pierdas de vista nada de lo que aquí. Y de cuando en cuando comunícame reservadamente cuanto observa. ¡Anda! ¡Anda!
FERMÍN.-Sí, sí ... En seguida ... Ahora mismo ... (Aparte.) ¿A ver si He hecho yo mal cambiando de casa? (Se va por el primero derecha.)
CLOTILDE.-Explicar, Mariana. Entonces, ¿estás enterada de lo que aquí sucede?
MARIANA.-estarlo por Lucho, tía Clotilde. Y me asusta conseguirlo, Porque la verdad Debe de ser horrible, horrible ... A Juzgar por lo descubierto ...
CLOTILDE.-Habla, habla, que luego hablaré yo ...
MARIANA.-En voz baja, Porque tengo la seguridad de que nos están oyendo ...
CLOTILDE.-Di ...
MARIANA.-Aquí se ha asesinado un una mujer ...
CLOTILDE .- (Como quien oye una cosa de poco peso.) ¡Hum!
MARIANA .- ¿Y lo querrás creer? No me ha sorprendido descubrirlo.
CLOTILDE.-Ni a mí. Hijita Ni a mí me sorprende, ...
MARIANA.-Siempre sospeché algo siniestro en la vida de Fernando. Ya ves que esta misma noche, en el cine, aún te lo decía ... Pero bien sabe Dios que no le creí Capaz de ser protagonista del misterio que leia en sus ojos. Hace un rato, volver al yo del cloroformo, hemos hablado largamente los dos, y Fernando me ha Expuesto las cosas de modo que él Parecía una Víctima de acontecimientos pasados. Me ha hablado de un traje Imperio, este (Señalando al que ha quedado en el sofá.) Encontrado en una alacena, junto con esta caja de música y este retrato al óleo. (Ambas Le enseña cosas.) Me ha dicho que esa mujer del retrato, que, como ves soy yo, se le ha aparecido Algunas noches vestida con el traje hallado en la alacena ...
CLOTILDE.-Sí, sí ... Cuentos persas. ¡Qué vas a decirme!
MARIANA.-Pero en un momento que él ha salido una encerrar el coche, ese criado a quien ahora vigila Fermín me ha Hecho ver que las palabras de tendían a Fernando una embrollarme ya despistarme ...
CLOTILDE .- ¡Claro!
MARIANA.-Que el misterio está en el propio Fernando ...
CLOTILDE .- ¡Y en el tío, Mariana, y en el tío!
MARIANA.-Y me ha dicho que le pregunté a Fernando qué es lo que enterraba una noche en el jardín.
CLOTILDE .- ¡Ajajá!
MARIANA.-Entonces, entre el criado y yo hemos abierto Aquella alacena, Qué estaba tapada por el empapelado, y han aparecido Dentro pedazos del traje Imperio y un cuchillo, todo ello manchado de sangre ...
CLOTILDE.-Debía aterrarme, Mariana; pero no me Aterro, Porque eso no es nada para lo que yo sé ...
MARIANA.-Pues ¿qué sabes tú, tía Clotilde?
CLOTILDE.-Que la muerta y enterrada aquí no es una mujer, sino varias.
MARIANA .- ¿Qué dices?
CLOTILDE.-Lo que estás oyendo, hija mía. Sólo que el que ha matado un SEE mujeres que te digo no es Fernando, sino el otro ... Pequeñillo El ...
MARIANA .- ¿Quién?
CLOTILDE.-El del hongo. Landrú.
MARIANA .- ¿Ezequiel?
CLOTILDE .- ¡Ezequiel! Hacía tiempo que a mí me ocurría con él lo que a ti con Fernando, que le notaba algo raro. Y en su cuaderno de bolsillo que descubierto sus hazañas esta noche, muy cínico el porqué hijita las lleva anotadas, ... Allí Aparecen Juanita y Felisa, y sabe Dios cuántas más, que no me dio tiempo a ver, con pelos y señales ... Hasta apunta el tiempo que tardaron en morirse ... ¿Qué tiene de particular que el Fernandito haya matado También alguna? Todo se pega, Mariana, todo se pega.
MARIANA.-Pero ¡es espantoso! ...
CLOTILDE .- ¡Toma! Claro.
MARIANA.-Es espantoso, porque ..., Después de saber lo que se sabido, yo ... Yo no aborrezco a Fernando, tía Clotilde. Por el contrario, Dios me perdone, pero siento ... Siento como si ahora tuviese Aún más interés por él ...
CLOTILDE.-Que estamos las dos locas de remate, Porque lo mismo me pasa a mí con el de la barba.
MARIANA .- ¡Tía Clotilde!
CLOTILDE.-Soy tan Briones como tú puedas serlo, hija mía.
MARIANA.-Y te confieso que tengo miedo de seguir estando aquí, pero que no Podría marcharme.
CLOTILDE.-Como yo. Igual que yo.
MARIANA.-Necesito averiguar por completo lo que ocurre.
CLOTILDE.-dispuesta Estoy a ayudarte. ¿Qué hacemos?
MARIANA.-Lo primero, Aclarar lo del armario interrogando al criado ...
(Va hacia el primero derecha, pero la detiene el que, en aquel momento, alguien abre la puerta desde fuera del tercero izquierda. Dimas Este es alguien, que entra hablándole al que viene Detrás de él).
DIMAS.-Pase usted.
MARIANA .- CLOTILDE y (Asombradas de ver Venir a Dimas por el jardín.) ¿Eh?
(Detrás de Dimas, que vuelve a cerrar la puerta, entra Leoncio.)
LEONCIO.-Buenas noches Tengan las señoras.
CLOTILDE .- ¿De dónde sale este? (Por Dimas.)
MARIANA .- (Encarándose una Dimas.) ¿De dónde viene usted?
DIMAS.-Del Jardín, señora. Como llovía, salí de la ONU tapar los muebles de la terraza. Me he encontrado a este hombre, que pregunta si ha venido aquí un tal Fermín.
LEONCIO .- (A Mariana y Clotilde, que no hacen caso de sus explicaciones.) Me he permitido venir para preguntar un Fermín Dónde Están las ropas de calle del señor padre de la señorita, porque, llegar al a Ávila, se ha empeñado en vestirse para apearse allí.
MARIANA .- (A Dimas, El Pecado Para Para hacerle caso una Leoncio.) Pero ¿por dónde ha salido al jardín usted?
DIMAS .- (Señalando tercero izquierda al.) Por esa puerta. Ya hace un buen rato ... Cuándo empezó a llover.
MARIANA .- (Encarándose con él, indignada.) ¡Eso es tan verdad como lo que me contó usted de la llave!
DIMAS .- ¿De la llave?
MARIANA .- ¿Hacia Qué usted antes en ese armario? ¿Por qué me dijo que usted se le había perdido la llave, si la Tenía usted en el bolsillo?
DIMAS.-No sé de qué me está hablando la señora ...
EZEQUIEL .- (Dentro, en el foro izquierda.) ¡Dimas! ¡Dimas!
CLOTILDE .- ¡Landrú llama!
DIMAS .- ¡Voy, Señor, voy! ¡Ahí voy! Con permiso ... (Se va por el foro izquierda.)
MARIANA .- (A Clotilde.) Tú ¿Entiendes esto?
CLOTILDE.-No. Pero una rodilla me está pegando con la otra, Mariana.
.- LEONCIO aparte (mirando a las dos,.) ¡Están Apañadas También estas dos!
(Por el primero derecha Aumento Fermín, disparado, con muchas ganas de decir algo, y se dirige Derecho a Mariana.),
FERMÍN .- ¡Es verdad, es verdad! ¡Ese hombre hace cosas muy raras! (Viendo a Leoncio.) ¡Arrea, Leoncio! ...
MARIANA .- (indignada, Fermín de la ONU.) ¡Eres un estúpido! ¡Te he dicho que no vista de un perdieses Ese hombre, y le ha dejado solo Marcharse al jardin!
FERMÍN .- ¿Al jardín?
CLOTILDE.-Sí, sí, ahora vete a buscarle. Ahora está allá. (Señala al foro izquierda.)
FERMÍN .- ¿Qué está allá? (Hecho un lío.) ¡Mi madre! Pero si yo juraría que le había dejado en la despensa. ¡Venga usted, Leoncio! Acompaneme, que me parece que aquí ocurren cosas raras más aun que en casa de los Briones. (Se van ambos por el primero derecha.)
MARIANA .- (A Clotilde.) Ya lo ves. Ese hombre es Capaz de negar la evidencia. Pero ya lo sé que vamos a hacer. Toma. (Le da el traje Imperio que quedó en el sofá.)
CLOTILDE .- ¿Para qué me das esto?
MARIANA.-Porque voy a ponérmelo y me voy a Presentar con él puesto delante de Fernando. ¡Esta noche sí que se le Va a aparecer de veras La mujer del retrato! Y si la ha matado él, tía Clotilde, no creo que resista mi presencia.
CLOTILDE .- ¡Jesús!
MARIANA.-En Aquella alcoba de arriba, encima del tocador, encontrarás la manga que le falta. Cósesela en un momento o préndesela con alfileres.
CLOTILDE.-Pero ...
MARIANA .- (Empujándola.) No me Répliques.
CLOTILDE .- ¿Y tú no vienes?
MARIANA.-No. Yo voy a quedarme aquí sola. Porque lo que me quedo sola Observado Cuando yo aquí ... es justamente Cuando se abre el armario.
CLOTILDE.-Entonces, Mientras voy subiendo la escalera Rezaré una Salve. Padre nuestro, que estás en los cielos ...
(Se va por la escalera con el traje y desaparece por el tercero derecha. Cuando Clotilde ha desaparecido, por el primero derecha Aparecen Fermín y Leoncio.)
FERMÍN .- ¡Pues es verdad que no está en la despensa!
MARIANA .- ¡Chis! ¡Silencio! (Se Coloca al lado del armario).
FERMÍN .- (Aparte.) ¡Aguanta!
LEONCIO .- ¿Ocurre algo, señorita?
(Mariana les ordena por señas que se coloquen un lado sin hacer ruido de las Naciones Unidas. Obedecen Ellos y Cruzan la escena en puntillas hasta colocarse A UN lado, junto al armario.)
MARIANA .- ¡Cuidado! El Armario Va a avenirse ...
FERMÍN .- ¿Qué es el armario Va a avenirse?
LEONCIO .- ¿Solo?
MARIANA .- ¡Chis!
¿Te das FERMÍN .- (Aparte, un Leoncio.) Cuenta? Ahora se cree que Se va a abrir el armario ... (Se Barrena una sien.)
LEONCIO .- (aparte También.) ¡Ya, ya! Y que Se va a abrir en solitario ... (En ese momento la puerta del armario Comienza a avenirse Sola, en efecto.)
FERMÍN .- ¡Mi abuelo!
LEONCIO .- ¡Pues sí que se abre!
FERMÍN. Briones-Esto no ha pasado nunca en casa de los ...
(El armario se abre del todo y en su fondo oscuro se dibuja la figura de Julia, una muchacha de unos treinta años, elegante y bien vestida. Julia avanza el busto hacia la habitación. Mariana, Fermín y Leoncio, que se Hallan Detrás de La puerta del armario, no han Podido Todavía verla.)
JULIA .- (A media voz.) ¡Mariana! (Al oírla, deja escapar un grito de Mariana y se lanza casi de un salto hacia el armario.)
MARIANA .- (Al verla.) ¡Julia! ¡¡¡Julia! (Quedan fundidas en un abrazo estrechísimo, que dura un buen rato, ante las caras atónitas de Fermín y Leoncio.)
FERMÍN .- ¡Arrea! ¡Si es su hermana!
LEONCIO .- ¿Qué?
FERMÍN .- ¡La que desapareció hace tres años!
LEONCIO .- ¿Y después de tres años de desaparecida se la encuentra en un armario ropero? Mire usted: yo me voy a la otra casa ... Prefiero tocar la campana de Medina del Campo. (Los dos Quedan aparte, el Diálogo Atendiendo).
JULIA .- (A Mariana, que Aún no se ha repuesto de la emoción, y sentándose un ayudándola Sentarse al lado.) ¡Mariana! Pero ¿qué es eso? ¿Qué te pasa? ¿Es que te extraña verme?
LEONCIO .- ¡Pues no dice que si Todavía le extraña verla!
FERMÍN.-Esa es la Qué estaba peor de todos. A ésta, en la casa, la llamaban «la loca».
LEONCIO .- ¡Ahí va!
JULIA.-Claro .. Ya comprendo que salir así, de pronto, del armario de una casa ajena, no es muy corriente ...
LEONCIO.-Vaya, menos mal.
JULIA .-... Y después de no dar señales de vida en tres años. Y de haberme Marchado Casa de El Rastro menor pecado ... Pero, chica, lo he hecho a intento de no dejarme ver. Porque ¿quieres saber por qué me marché de casa? Porque Pues yo no podia aguantar tanto perturbado.
FERMÍN .- ¡Toma del frasco!
JULIA.-Además, Estaba enamoradísima, Aunque nunca se lo revele a nadie. ¿Sabes de quién? ¡De Luisote Perea! Y un día me dije: «Hasta aquí hemos llegado». Y me fui con Luisote. Por supuesto, nos hemos casado. ¿Nos hemos casado? ¡Sí, sí! Nos hemos casado.
FERMÍN.-No se han casado.
JULIA.-Tenemos una casa muy mona en la Prosperidad. Un Luisote no le gusta la Prosperidad, pero yo le digo que si no le gusta la Prosperidad, que se aguante, y él se aguanta.
FERMÍN.-Pues sí que se han casado.
MARIANA .- (Sin poder resistir ya más.) Por favor, Julia, por Dios y por la Virgen, calla ya ...
JULIA .- ¿Eh?
MARIANA.-Esfuerzo DE LAS NACIONES UNIDAS Haz, te lo suplico por lo que más quieras en el mundo ...
JULIA.-Luisote.
Pues MARIANA.-por él te lo ruego: Tranquilizate, calma tus nervios Normalmente habla y. Necesito saber cuanto antes qué hacias ahí metida y por qué ha Venido A esta casa ...
JULIA .- ¿Por qué voy a venir? Ver por un Luisote, que está aquí trabajando.
MARIANA .- ¿Aquí?
JULIA.-Sí. Luisote es agente de Policía. ¿No acabo de decirtelo hace un momento?
MARIANA.-No. No me lo habías dicho. ¿Y está aquí? ¿Dónde?
JULIA .- ¿Qué dónde? (Riendo.) ¡Te vas a reír cuando te lo diga. (Le habla al oído.)
MARIANA .- (Levantándose.) ¿Es posible?
JULIA.-Como lo oyes.
MARIANA.-Ahora me explico el que ...
JULIA.-Luisote lleva tres días sin aparecer por casa, y yo no puedo estar tres días sin Rubro Luisote. Conque Esta tarde, ni corta ni perezosa, me planté aquí. Luisote se quedó bizco al verme, pero luego se echo a reir, como siempre. Hemos cenado juntos a escondidas, y ya Iba a marcharme otra vez a la Prosperidad, cuando, ¡zas!, Llegaste tú con el dueño de la casa. Vamos, quiero decir que llegó el dueño de la casa trayéndote a ti. Yo ya por Luisote Sabía que tenías relaciones con Fernando Ojeda. Al llegar vosotros, Luisote me metió en ese armario. ¡Chica, que risa! Y la sorpresa y la alegría que me dio verte aparecer, en brazos, como en el Tenorio ... ¿Querrás creerlo? Llevo media hora Intentando hablarte sin conseguirlo, Porque siempre había alguien contigo ...
MARIANA .- ¿Y qué ha venido a Hacer tu Marido a esta finca?
JULIA.-Un chico servicio,. Pareces tonta. ¡¡¡Ah, bueno! Es que no te he dicho que Luisote es agente de Policía ...
MARIANA.-Sí, sí, ya me lo has dicho.
JULIA .- ¡Pues entonces! Ha venido A trabajar en un crimen que parece Servicios que ha habido aquí.
MARIANA .- ¡Un crimen!
JULIA .- ¿Te asusta? ¡Claro! Tú no estás acostumbrada. En cambio, si te hubieras casado con Luisote ...
MARIANA .- ¿Qué es ese crimen, Julia?
JULIA.-Creo que una mujer asesinada y enterrada en la finca.
MARIANA .- ¡Oh!
JULIA.-Por lo visto se Recibió una carta denunciándolo en la Brigada de Investigación. Bueno, yo no sé de la misa la medios de comunicación, Luisote Porque nunca me cuenta nada. Se empeña en que me falta un tornillo. ¡Figurados! ¡A mí ...! Te advierto que al que le falta un tornillo ES A él, Porque hay días que ...
MARIANA .- (Interrumpiéndola, ansiosa.) ¡Por favor! Sigue lo que estabas contando.
JULIA .- ¿Lo del crimen? ¡¡¡Ah! Pues que parece ser que no se sabe quién y cuándo han matado a esa mujer, ni en qué parte de la finca está enterrada. Pero Luisote me ha dicho que mañana descubrirá el sitio; Y así lo sabrá todo.
MARIANA .- ¿Y por qué mañana?
JULIA.-Porque van a traer un perro, que Olera El Rastro, y, gracias al perro, ¿comprendes?
MARIANA .- ¡Ah, gracias al perro! (Con súbita decisión.) Pues no Va a ser mañana, Julia. ¡Va a ser Misma esta noche!
JULIA .- ¿Qué?
MARIANA .- (A Leoncio, que está patidifuso formando grupo con Fermín.) ¡Leoncio!
LEONCIO.-Señorita.
MARIANA.-Vaya a casa INMEDIATAMENTE y tráigase los perros de mi tía Micaela. Si hace falta, que le ayude Práxedes. Chófer Dígaselo a otros, que está ahí, el coche y UTILICE grande.
LEONCIO.-Sí, señorita.
MARIANA .- (A Julia.) Y tú ven conmigo.
JULIA .- ¿Adónde?
MARIANA.-Arriba. Me vas a vestir de las Naciones Unidas ayudar. Allí encontrarás un AIT Clotilde.
JULIA .- ¿Tía Clotilde? ¡Calla, chica! Pues es verdad que antes Me pareció oír su voz desde el armario. ¡Qué risa! Nos vamos a reunir aquí toda la familia. (Inician el Mutis por la escalera. Al subir, Julia se encara con Mariana de pronto.) Por cierto, Mariana, que, al llegar, ya tuve una sensacion rara, vuelvo ahora ya tenerla ...
MARIANA .- ¿Qué sensación?
JULIA.-Mujer, pues que yo juraría que esta casa la había visto ya antes de ahora ...
MARIANA .- ¡Ah! Tú también ... Tú también ...
(Se van por el tercero derecha. Leoncio y Fermín quedan unos instantes en silencio, Mirándose de hito en hito.)
FERMÍN .- ¿Qué hay?
LEONCIO.-Que me he quedado helado.
FERMÍN.-Pues si usted se acerca a mí le parecerá que está caliente. ¿Usted qué cree eso del crimen ...?
-Eso Leoncio. del crimen, mirando bien mirada la cosa, pues ... ¿Por qué no? En fin, yo cumplo Órdenes y me voy a buscar los perros ... (Inicia el Mutis Hacia el tercero izquierda.)
FERMÍN .- (Deteniéndole.) Oiga usted ... ¿Le molestaría mucho que yo le acompañase?
LEONCIO.-Hombre, encantado. ¿Es que tiene miedo usted?
FERMÍN .- (mirando a su alrededor.) Miedo, lo que se dice miedo ...
LEONCIO .- ¡Chis! El criado misterioso ...
(Señala izquierda al foro, por donde ha aparecido Dimas.)
DIMAS .- (A los criados.) ¿Doña Clotilde Briones?
LEONCIO.-Yo no soy.
FERMÍN.-Allá arriba. (Dimas, se va por la escalera y el tercero derecha. Pero no bien Dimas, ha desaparecido por arriba, Cuando el propio Dimas, vuelve a aparecer por el primero derecha izquierda con rumbo al tercero. Fermín y Leoncio, al ver esto, Tienen que apoyarse uno en otro para no caerse al suelo.) Leoncio ...
LEONCIO.-Fermín ... (Dimas, se va por el tercero izquierda.) Vámonos ahora mismo, Fermín ...
FERMÍN.-Si ... Vámonos. Pero espérese un Pueda que echar el paso.
LEONCIO.-No. Si yo tampoco puedo andar Todavía ... Estoy clavado al suelo.
FERMÍN.-Pues yo tengo remaches.
(En ese instante, por el foro izquierda venta Fernando dando muestras de una gran agitación y hablando solo.)
FERNANDO .- ¡Hojas de almendros! ¡Si Debí haberlo supuesto! ¡Hojas de almendro!
LEONCIO y Fermín .- (Asombrados.) ¿Eh?
FERNANDO .- (Paseándose agitadamente y hablando para su interior.) ¿Era por eso por lo que me atraían los almendros a mí?
FERMÍN.-El señor ...
LEONCIO .- ¿Qué le pasa?
FERMÍN.-Que ya habla solo, Leoncio.
FERNANDO .- ¿Era un secreto instinto lo que me Llevaba hacia los almendros del jardín Porque en ellos está la clave de todo? ¡¡¡Ah! Nos parece que sabemos algo de lo que nos Rodea Mismos y de nosotros, y no sabemos nada ..., ¡nada!
FERMÍN.-Vámonos, Leoncio. (Inician el Mutis por el tercero izquierda.)
FERNANDO .- (Saliendo de su abstracción y dándose cuenta de la presencia de ellos.) ¿Qué hacéis vosotros aquí?
FERMÍN.-Nos ha visto.
FERNANDO .- ¿Qué es eso, Fermín? ¿Has Venido A quedarte?
FERMÍN.-Pues ... Le diré al señor ... Este (Por Leoncio.) Ha venido un recado de las Naciones Unidas ... Y ahora ... Porque nos ibamos los Dos otro recado, ...
FERNANDO.-Muy bien. Pues que se marche en solitario al mar, "Ese Que recado. Tú quédate, que llegas Muy a tiempo para echarme una mano.
FERMÍN.-Vaya por Dios.
FERNANDO.-Jardín al Vente conmigo. (Va a la puerta del tercero izquierda, y la abre.) Vamos dos azadones de las Naciones Unidas coger, vas Que a cavar un ayudarme.
FERMÍN .- ¿A cavar? ¿En el jardín?
FERNANDO.-Sí. A cavar, cavar las Naciones Unidas. Debajo de los almendros.
LEONCIO .- (Precipitadamente.) Bueno, yo me largo a lo mío ... ¡Con permiso! (Se va escapado por la puerta abierta del tercero izquierda.)
FERNANDO .- ¡Anda, Fermín! (A través del ventanal se ve la luz de los faros.)
FERMÍN.-Sí, señor, sí, señor. (Aparte, en el Mutis, aterrado.) Este busca el cadáver ... ¡Y me lo voy a encontrar yo!
(Se va Detrás de Fernando por el tercero izquierda. Por el tercero derecha, Dimas, Ambos bajan y la Detrás de él, Clotilde. Escalera.)
CLOTILDE .- ¡Qué barbaridad! ¡Qué disparate! ¿Y habrá vivido esa criatura Los Tres años sin salir del armario? ... En fin, menos mal que me parece que entre unas cosas y otras, pronto vamos a descubrirlo todo ... Oiga usted: ¿don Ezequiel no le ha dicho qué es lo que quiere de mí?
DIMAS.-No, señora. Únicamente puedo Decirle a la señora, que al saber que la señora Estaba en la casa, se puso muy contento.
CLOTILDE.-Se puso muy contento, ¿eh?
DIMAS.-Y me ha mandado que avisase a la señora, que él Salía en seguida para hablar con la señora.
CLOTILDE .- ¡Ah, muy bien! ¿Que saldría aquí, verdad? Porque yo no me muevo de aquí para Hablarle, ¿sabe usted?
DIMAS .- (A Clotilde.) Como la señora guste.
CLOTILDE .- (Aparte.) Me aterra Verle, y al mismo tiempo ...
DIMAS.-Aquí viene, señora.
(En efecto, en el foro izquierda, ha aparecido Ezequiel, vistiendo la bata blanca que antes con Hizo Mutis.)
EZEQUIEL .- (Avanzando hacia Clotilde.) ¡Clotilde!
CLOTILDE .- (Retrocediendo un paso.) Hola, Ezequiel. Buenas noches.
DIMAS .- ¿Me necesita para algo el Señor?
EZEQUIEL.-Sí. Vete ahí Dentro un Vigilar a. .. ¡Ya sabes! (Señala al foro izquierda.)
DIMAS.-Sí, señor.
EZEQUIEL.-Y me compruebas exactamente, reloj en mano, el tiempo que ... ¿Comprendes?
DIMAS.-El tiempo que tarda en morirse, sí, señor.
EZEQUIEL .- (Comiéndoselo con los ojos y cogiendo de la mesa El Hacha Barómetro, con la que le Amenaza.) ¿Eh? ¡Dimas!
DIMAS.-Perdón, señor. No me había Dado cuenta de ... Perdón, señor. (Se va).
EZEQUIEL .- (Mirandole irse, con ira.) Imprudente ¡Viejo!
CLOTILDE .- (Retrocediendo otro paso. Aparte.) ¡Dios mío!
EZEQUIEL .- (Cambiando de tono, Clotilde de la ONU, y siempre con el hacha-enarbolada Barómetro.) Por supuesto, para que usted no debía yo Tener secretos, Clotilde. (Clotilde le mira con los ojos muy abiertos.) Al fin y al cabo, si interrumpo lo que estoy haciendo, aparte del gusto que siento al verla siempre, es para Hablarle de cosas bien tumbas ... Porque hay una vieja historia que me roe por dentro, necesito desahogarme con alguien, y fuera de usted no sé quien pueda ser ese alguien.
CLOTILDE .- (Cada vez más asustada por su actitud y por el hacha-Barómetro.) Ezequiel ...
EZEQUIEL.-A Decírselo a Fernando no puedo, Y eso qué bien de veces me ha abordado para que él lo hiciera, esta noche mismo, hace un rato, todavía ha vuelto un apremiarme en ese sentido. Pero, al enterarse de todo ello, me temo mucho que Fernando huyese horrorizado DE ESTA CASA.
CLOTILDE .- ¿Qué huyese horrorizado?
EZEQUIEL.-Sí. Se halla hace tiempo en un estado de nervios imposible. Ni el haber traído aquí a Mariana ha servido para calmarle. Claro, los jóvenes o Pueden Tener la dureza para el sentimiento que tiene uno ... (Ezequiel juguetea con el hacha-Barómetro Clotilde y deja escapar un grito de miedo.) Por cierto que le pido perdón A Usted, como persona de representación de la muchacha, por la parte que me Afecta del rapto, yo le Proporcione a EL Fernando cloroformo, Aunque lo hice con la mejor Intención. Siéntese Pero, Clotilde, y no se asuste de antemano. (Se sienta.) Por el contrario, le ruego que se revista de oirme para el valor. (Se repite el juego del hacha-y Barómetro del susto.)
CLOTILDE.-Vengo bien revestida de valor, Ezequiel; vengo bien revestida. Ya yo había sospechado que en usted Estaba la clave de los Sufrimientos de Fernando, Porque es él Incapaz de matar una mosca. Y que lo son puras fantasías Mariana cree.
EZEQUIEL.-Sí. Fernando es un infeliz.
CLOTILDE.-su actitud conmigo Pero ahora le algo de su monstruosa REDIME A Usted conducta.
EZEQUIEL.-Hombre, monstruosa. Tanto como monstruosa ...
CLOTILDE.-Monstruosa, Ezequiel. Y cuanto más diga usted interesarse por mí, más monstruosa Resulta su conducta.
EZEQUIEL.-Las mujeres, siempre tan extremadas ... Reconozco que, lealmente, que, en efecto, yo le debía haber hablado A Usted Antes del asunto ... Pero no me atrevía, Clotilde. ¡No me atrevía!
CLOTILDE.-Lo creo, necesita jurármelo pecado usted. ¡En fin! Desde el momento en que es Capaz de Confesarme sus secretos, esos secretos ... Diremos ¿cómo, ya que la cosa se ha repetido varias veces ?..., esos secretos ... profesionales ...
EZEQUIEL.-Los profesionales y los particulares, Clotilde. Y me agrada que me Considere como usted un profesional del rajen y del pinchen ...
CLOTILDE .- ¡Ah! ¿Le agrada A Usted?
EZEQUIEL.-Sí. Porque yo lo hago por pura afición ...
CLOTILDE .- ¡Qué cosas hay que oír!
EZEQUIEL.-Pero lo hago con tanta limpieza como el que más.
CLOTILDE .- ¡Por favor, Ezequiel! No es así usted hable.
EZEQUIEL.-Bueno, no hablaré. Efectivamente, está feo que yo hable así de mi mismo ...
CLOTILDE.-Decía que desde el momento que Usted es Capaz de Confesarme sus secretos, revela eso, al menos, que tiene confianza en mí y en mi discreción. ¡Una confianza grande!
EZEQUIEL.-Ciega, Clotilde.
CLOTILDE.-Ya lo veo. (Después de una pausa. Solemnemente.) Así pues, Ezequiel Ojeda, lo de Juanita y lo de Felisa y lo de tantas otras, es ¿verdad?
EZEQUIEL .- ¡Ah, pícara! Siempre creí que había leído usted algo del cuadernillo ... Pues bien, ¡sí! Es verdad.
CLOTILDE .- ¡Es verdad! Y se diría que lo declara Satisfacción con usted.
EZEQUIEL.-Lo declaro con orgullo. Y el día que lo sepa todo el mundo, no olvidará la Humanidad Fácilmente mi nombre.
CLOTILDE .- ¡A lo Que puede llegar la vanidad! ...
EZEQUIEL.-Sí. En todo ponemos vanidad: en lo bueno y en lo malo. Pero usted es la primera persona que se entera, y yo se lo suplico: no lo divulgue usted. Tengamos ese secreto a medias. Me interesa usted tanto, que siento una especie de entregarme al voluptuosidad así en sus manos. Porque si hasta ahora se lo que Ocultado a todos,, INCLUSO A Usted para la época que no empezaran a decir por ahí Qué estaba loco.
Supongo CLOTILDE.-Y para no dar es una cárcel,.
EZEQUIEL.-Pues no anda descaminada usted, Porque en este oficio los profesionales tiran a matar LOS A que no somos más que aficionados.
CLOTILDE .- ¡Pero tambien los profesionales van a la cárcel!
EZEQUIEL .- (Escéptico.) Pocas veces. Tienen que hacerlo muy mal para eso ... ¡Y aun asi! Se les quedan muchas gentes en las manos, pero como los muertos no hablan ...
CLOTILDE .- ¿negará usted que muchos han ido a parar al patíbulo?
EZEQUIEL.-No recuerdo en este momento más que un caso;, en Inglaterra en el siglo dieciocho, y para eso era un tocólogo, a quien se le descubrió que había matado a las tres de sus clientes.
CLOTILDE .- ¿Y Landrú?
EZEQUIEL.-Pero era un vulgar asesino Landrú Nada Que No Tenía que ver con lo nuestro.
CLOTILDE.-Landrú era igual que usted.
EZEQUIEL .- ¿Verdad que nos parecemos? Siempre me lo han dicho ...
CLOTILDE .- ¿Quiénes?
EZEQUIEL.-La gente, los amigos ...
CLOTILDE.-Pero ¿no dice usted que no lo sabe nadie?
EZEQUIEL.-Caramba, eso no hay que saberlo ni no saberlo. Salta a la vista.
CLOTILDE .- (Aparte.) Este hombre rige tan mal como yo me Temía.
(Por el foro izquierda Aparece Dimas.)
DIMAS.-Señor ...
EZEQUIEL .- ¿Qué?
DIMAS .- (atreverse Sen A hablar por miedo a otra de metro vez la pata.) Pues ... Que ...
EZEQUIEL.-Habla. Habla sin miedo. Acabo de contárselo todo a la señora y puedes decir lo que sea. ¿Qué? ¿Se ha muerto?
DIMAS.-Sí, señor. A los nueve minutos.
EZEQUIEL.-Pues ya sabes, ahora, con un despellejarla mucho cuidadito.
DIMAS.-Sí, señor. (Se va por el foro izquierda otra vez.)
CLOTILDE .- (levantándose, sin poder aguantar más.) ¡Esto ya no!
EZEQUIEL .- (levantándose también.) Clotilde ...
CLOTILDE .- ¡Esto ya no lo resisto, y lo voy a decir a gritos, y a. ..!
EZEQUIEL .- (Cortándola.) Pero, Clotilde, cálmese. ¿A qué viene eso?
CLOTILDE .- ¡Quitarles la piel!
EZEQUIEL.-Pero ¿cómo no voy a quitarles la piel? El móvil que me Impulsa un obrar así, lo que yo persigo día y noche encerrado ahí (izquierda, con el foro.) Es acabar con la pelagra.
CLOTILDE .- ¿Y quien es esa, alguna bailarina?
EZEQUIEL .- (Riendo.) ¡Una bailarina! ¡La pelagra una bailarina! No, por Dios ... La pelagra no es una bailarina. La pelagra es ...
CLOTILDE .- (Interrumpiéndole, llena de dignidad.) ¡Ezequiel! No me interesa saber a qué se dedican las mujeres de su especialidad ... Pero sí le aseguro que no seré una de tantas. Y que, por mucha que usted ejerza Influencia sobre mí, ¡yo no llevaré el camino de Juanita ni de Felisa!
EZEQUIEL.-Pero ¿qué Diciendo está usted?
CLOTILDE .- ¿Va usted negar que una PENSABA hacer conmigo lo que con ellas?
EZEQUIEL .- ¿Que hacer con usted lo que con ellas? (Aparte.) ¡Vaya! Ya salieron los Briones. Me extrañaba a mí oírle hablar acorde tanto tiempo ...
(Por el tercero izquierda, Dimas.)
DIMAS .- (Avanzando hacia Ezequiel.) Señor ...
EZEQUIEL.-Hola, amigo Perea.
CLOTILDE .- ¿Perea?
EZEQUIEL.-Permítame que le presente y que le descubra por una sola vez. Pero para esta señora no tengo secretos. Doña Clotilde Briones. Don Luis Perea, agente de Policía.
DIMAS.-Yo ya tengo el gusto de conocerla. Señora ...
CLOTILDE .- (Estupefacta.) Pero ¿no es Dimas?
EZEQUIEL.-No. Dimas es el que está ahí dentro. (Izquierda, con el foro.) Este es el señor Perea, que, para trabajar con más facilidad, lleva unos días caracterizado de Dimas, como consecuencia de una carta que yo envié a la Brigada de Investigación.
CLOTILDE .- (A Dimas.) Óigame ... Lo que es usted, es un enfermo de Esquerdo, ¿verdad?
DIMAS.-No, señora. Soy el agente Perea, en efecto. Y aquí estoy para esclarecer, un Ruegos del señor Ojeda, el asunto de la mujer asesinada.
EZEQUIEL.-Que era, justamente, de lo que yo me proponía Hablarle A Usted, Clotilde.
CLOTILDE .- ¿Usted ha avisado a la Policía para que descubran lo relativo à Una Mujer asesinada aquí?
EZEQUIEL.-Sí.
CLOTILDE .- (Aparte.) ¡Qué audacia! (Bajo, un Ezequiel.) Claro Que a esa mujer no la habrá matado usted que ...
EZEQUIEL .- ¿Yo? ¿Que si la que yo matado? ¿Yo Iba a semejante, Cometer, una barbaridad?
CLOTILDE .- ¡Ah! Parece que vemos la paja en el ojo ajeno, ¿eh?
DIMAS .- (A Ezequiel, aparte.) ¿Qué dice?
EZEQUIEL .- (Haciendo un ademán de chaladura.) No olvide usted que se llama Briones. Clotilde Briones.
DIMAS .- ¡Ah, ya, ya! Comprendido.
CLOTILDE .- (misma Hablando consigo, pero en voz alta.) Entonces ... ¿Efectivamente, el que ha matado A Esa mujer ha sido Fernando? ...
DIMAS .- (Asombrado por lo que dice Clotilde.) ¿Eh?
EZEQUIEL .- (A Dimas, Señalando un Clotilde.) ¿Ve usted?
CLOTILDE.-Y, Naturalmente, ahora más que nunca Conviene que Mariana se presente él vestida con un traje roto el ...
EZEQUIEL .- (A Dimas, repitiendo el juego de antes.) Fíjese si no es una pena, porque, por lo demás, es una mujer de mucho atractivo ...
CLOTILDE .- (Iniciando el Mutis por la escalera.) Voy a decirle que se de prisa. (A Ezequiel ya Dimas.) Ustedes me comprenden, ¿verdad?
EZEQUIEL.-Sí, sí ...
DIMAS.-Sí, sí, ya lo creo. (Clotilde se va por el tercero derecha.) Caso Perdido, Ojeda, conozco el paño. ¡¡¡Ah! ¡Ahí están ya!
(A través del ventanal se Filtran, como siempre, las luces de unos faros de automóvil y se oye el ruido de un motor, que cesa pronto.)
EZEQUIEL .- ¿Quiénes?
DIMAS.-Los perros. Creo que no tardaremos en triunfar. Porque yo PENSABA que me trajeran un perro mañana para encontrar el rastro de la asesinada, pero mi cuñada hace un rato que ha mandado buscar dos de su casa, y acaban de llegar.
EZEQUIEL.-Oiga usted: ¿quién es su cuñada?
DIMAS.-La hermana de mi mujer.
Ya EZEQUIEL.-lo supongo, pero que digo quién.
DIMAS.-La novia de Fernando.
EZEQUIEL .- ¿La novia de Fernando?
DIMAS.-Y a Fernando ya le he dicho que se deje de cavar al pie de los Almendros, y que entre aquí.
(Abriéndola ha ido a la puerta del tercero izquierda,.. Entra Rápidamente, Fernando Viene con évidentes manchas de barro en el traje.)
FERNANDO .- ¡Vienen ellos también!
DIMAS .- ¿Ellos?
EZEQUIEL .- ¿Quiénes?
FERNANDO.-La tía Micaela y el padre de Mariana.
EZEQUIEL .- ¿También viene Edgardo? No es posible ...
(Por el tercero izquierda, Leoncio.)
LEONCIO .- (A Ezequiel.) Sí, señor, sí. ¿No ve el señor que ya se había apeado en Ávila? Doña Micaela dijo que fueran los perros donde iba ella, y al Señor, al saber que venia aquí doña Micaela, le Entraron un terremoto de enormes y una excitación. Se opuso A que doña Micaela viniera, y por fin, en vista de que no lo conseguía, se unió a la expedición.
DIMAS .- ¡Vamos, señores! (A Fernando y Ezequiel.) Poner deseando Estoy a trabajar los perros de las Naciones Unidas ...
(Se va a la carrera por el tercero izquierda, seguido de Ezequiel y Fernando. Al salir, se Cruzan con Fermín, que entra, todo manchado de barro y limpiándose el sudor con un pañuelo.)
LEONCIO .- (A Fermín.) Pero ¿ha visto usted con qué agilidad corre ahora el criado misterioso? ¿Qué explicación tiene eso?
FERMÍN.-Yo ya no le busco explicación a nada ... ¡El rato que he pasado, Leoncio! El rato que he pasado dándole al azadón y esperando que de un momento apareciese un otro ..., el ... apareciese
LEONCIO.-Amigo, Haga usted el favor de callarse ..., que luego sueña uno por las noches.
FERMÍN .- ¡Y me quejaba yo de la otra casa! ...
MICAELA .- (Dentro.) ¡Este jardín! ¡Este jardín!
EDGARDO .- (Dentro.) ¡Calla, calla, Micaela!
LEONCIO.-Ahí están ya.
(Por el tercero izquierda Aparecen Edgardo, Micaela, Ezequiel, Fernando y Dimas. Micaela viene en una actitud delirante, semejante,, a la que Tenía en el Primer Acto Cuando vio por primera vez a Fernando. Edgardo, muy pálido y evidentemente viviendo unos momentos angustiosos, la trae cogida por el talle y se Afana por calmarla con visible inquietud. Dimas observa una Edgardo ya Micaela Constantemente y no les quita ojo.)
MICAELA .- (Examinando con los ojos muy abiertos la habitación.) ¡Esta casa de Y! ¿Por qué venimos otra vez esta una casa?
EDGARDO .- ¿No lo ves? Te excitas ... Si no Debemos entrar. Anda, vámonos, Micaela. (Intenta llevársela.)
MICAELA .- (Forcejeando.) ¡No, no! ¡Irme, no! ¡Quiero estar aquí! ...
EDGARDO.-Pero ...
MICAELA .- ¡¡Déjame! (Se sienta en el sofá.) Quedarme Quiero a vivir aquí, como antes, entonces como ...
FERNANDO .- (Acercándose ay con Edgardo dureza Mirandole.) ¿Puede usted explicarme qué es lo que dice esta señora?
EDGARDO .- (Irritado.) no dice nada, joven. Delira. ¿Ignora usted que está enferma y que no sabe lo que habla?
FERNANDO.-Es que tengo motivos para creer que en este momento no delira.
DIMAS .- (Interviniendo.) También yo tengo motivos para creerlo.
EDGARDO .- (Furioso.) ¿Y a ti quién te mete en esto, Dimas?
DIMAS.-Yo no soy Dimas, caballero. Pero ¿por qué una Dimas conocía usted? ¿Eh? ¿Por qué conocía una Dimas?
EDGARDO.-No es Ningún secreto. He vivido en esta casa, la tuve una temporada alquilada, en otros tiempos. Se la alquile al padre de este joven. (Por Fernando.)
FERNANDO .- (A Ezequiel.) ¿Eso es verdad?
EZEQUIEL.-Sí. Tú estabas entonces estudiando en Bélgica.
FERNANDO .- ¡Bien Sabía que me ocultabas algo, tío Ezequiel!
EDGARDO. Por eso-ella (Por Micaela.) RECONOCE la finca.
FERNANDO.-Y por eso la reconoció Mariana.
DIMAS.-Y la ha reconocido mi mujer.
EDGARDO.-Pues ¿Quién es la mujer de usted?
MICAELA.-Julita Briones, caballero.
EDGARDO .- ¿Qué dice este hombre? ¿Está usted loco? ¿Mi hija Julia?
FERNANDO .- ¿Cómo es posible?
LEONCIO .- (Aparte, un Fermín.) ¡Fermín de mi corazón!
FERMÍN.-No me diga usted nada, Leoncio, no me diga usted nada.
(Entre tanto, Dimas, ha, ha ido hacia el armario, mirando Dentro y abriéndolo.)
-Pues Leoncio. Debe de Tener razón, Porque la busca en el armario.
(Dimas, al abrirlo y ver que está vacío, llama a voces.)
DIMAS .- ¡Julia! ¡¡¡Julia!
FERMÍN.-Este es Luisote, el de la Prosperidad. Y lo qué ocurre es que hay dos Dimas.
DIMAS .- ¡Julia!
JULIA .- (apareciendo por el tercero derecha con Clotilde y bajando las escaleras.) ¿Qué pasa, qué pasa? Luisote, hijo, eres de algodón Pólvora ... (Al ver una Edgardo.) ¡Papaíto! ¡Chico! ¡Qué sorpresa! (Besándole.) ¿A que no contabas con encontrarme aquí esta noche al cabo de tres años?
EDGARDO .- ¡Julia! Julia ...
JULIA .- ¡Y la tía Micaela! ¡Qué risa! Reunión en Viena. Ya está completa toda la familia ... (Besa un caela km.) ¡Tiita!
MICAELA.-Niña ... Julita ... ¿Dónde has estado metida estos dias?
FERMÍN .- ¿Ha oído usted? ¡Estos días!
LEONCIO.-La de los perros tiene una cabeza Que es un carrusel.
CLOTILDE .- (A Ezequiel ya Dimas.) Llegó el momento. ¡Atención! Ahora es cuando vamos a desenmascarar a Fernando.
EZEQUIEL .- ¿Qué?
DIMAS .- ¿Qué?
-Ahí CLOTILDE. Baja Mariana con el traje de la alacena.
(En efecto, por el tercero derecha Aparece Mariana, vestida con el traje Imperio y avanza lentamente por la galería. Todos miran hacia allí y hay un silencio.)
FERNANDO .- (Al verla.) ¡Ella!
EDGARDO .- (Al verla.) ¡Dios poderoso!
MICAELA .- (Viéndola y dando un alarido.) ¡Eloísa! ¡Eloísa!
TODOS .- ¿Eh?
MARIANA .- ¿Cómo? (Baja vertiginosamente y va hacia Micaela.)
EDGARDO .- (Poniéndose de un salto al lado de Micaela.) ¡No es Eloísa. Micaela, no es Eloísa! Es Mariana, que se parece a ella.
MICAELA .- ¡No! ¡¡¡No! ¡Es ella! ¡Es ella! Perdón ... Perdón ... (Intenta arrodillarse delante de Mariana.)
EDGARDO .- (Sujetándola e impidiéndolo.) ¡Fuera! ¡¡¡Fuera!
MARIANA .- ¡Tía Micaela! ¿Qué dices?
EDGARDO .- ¡Nada! ¡Llévensela de aquí! ¡Fermín! ¡Lleváosla! ¡Lleváosla!
FERMÍN.-Sí, señor ...
LEONCIO.-Sí, señor ...
(Se Llevan un Micaela por el foro izquierda.)
MICAELA .- (En el Mutis.) Es Eloísa ... Es Eloísa ... (Se van.)
MARIANA .- (A Edgardo.) Pero nombro a mamá ...
JULIA .- ¿No hablaba de mamá?
EDGARDO .- (Dejándose caer abrumado en un sillón.) Sí. Hablaba de vuestra madre. (Todos le rodean.)
DIMAS .- (Sacando del bolsillo el cuchillo que se guardó y poniéndolo en la mesa delante de Edgardo.) Aquí está el cuchillo, encontrado hoy junto al traje. ¿Quién la mató? ¿Ella O usted?
EDGARDO.-Ella ... Ella ...
MARIANA .- (Estallando en sollozos.) ¡Mamá! (Cae llorando en un sillón.)
FERNANDO .- (Acudiendo a ella.) Mariana.
JULIA .- (Abrazándose un Clotilde.) Tía Clotilde.
CLOTILDE.-Llora, llora ... En buen día se ha ido de las Naciones Unidas aparecer, hija mía.
DIMAS .- (A Edgardo.) Explique usted. ¿Ya estaba loca o la loca Volvió el crimen?
-Lo EDGARDO. Ya estaba. Lo estuvo siempre, y yo había jurado a mis padres velar por ella y no recluirla nunca. Entonces las niñas eran muy pequeñas, y tú (Por Clotilde.) Aún no habías venido a España. Vivíamos aquí, y Algunas tardes nos visitaba el dueño de la casa, Federico Ojeda, con el que Teníamos una amistad antigua Eloísa y yo. La obsesión de Micaela entonces era la de suponer Aquellos entre dos seres nobilísimos un Trato culpable. Una noche estábamos INVITADOS A un baile de trajes, y al ir a salir, en esa puerta del jardín (izquierda El tercero.), Nos alcanzo por Detrás Micaela, sin palabras y previas y sin que me Diera tiempo un evitarlo ...
FERNANDO .- ¡Qué horror!
EDGARDO.-Antes del amanecer, para dejarlo todo en la impunidad, di Tierra a la Eloísa Debajo del Almendro, donde ella Solía Sentarse ay bordar una tarde donde había pintado yo su retrato.
DIMAS .- (Cogiendo el retrato de Encima de la mesa.) ¿Este?
EDGARDO.-ESE. Años más tarde encontré un placer doloroso es una Mariana Para Para hacerle otro igual, que Todavía guardo entre mis cosas íntimas. Escondí el traje y su caja de música preferida. Oculté en otro lado las prendas manchadas de sangre y abandone esta casa con las niñas. Tú (A Clotilde.) Pudiste haber rehecho mi alma, pero no quisiste, y caí en una pasión de ánimo en la que Aún vivo. Ojeda no supo nunca la verdad, pero la sospechó siempre. Y al año se mató. De que jamás había pasado por ellos una sombra de culpa, estoy seguro. De que él También la amo,.
FERNANDO .- (A Mariana.) Como yo a ti.
MARIANA .- ¿Y no es ella la que, desde esa tumba que florece todas las primaveras, nos ha empujado el uno hacia el otro, Fernando?
DIMAS .- (A Edgardo.) Mañana presentare el informe de mi actuación aquí.
EDGARDO .- ¿Y qué dirá usted?
DIMAS.-Que no hubo tal mujer asesinada. Pero a la enferma recluirla que hay.
JULIA .- (Abrazándole.) Luisote: eres el hombre más guapo del mundo.
(Dentro se oye un gran ruido y por el foro izquierda Aparece Fermín a todo correr.)
FERMÍN .- ¡Los perros y los gatos! ¡Los gatos y los perros!
EZEQUIEL .- ¿Eh?
FERMÍN .- (A Ezequiel.) ¡Que han entrado los perros y se han liado con los gatos! ¡Y a los que Aún Están vivos los van a matar antes que El Señor los mate!
EZEQUIEL .- ¡Pronto! Sujeta esos perros de las Naciones Unidas. ¡Mi Pepita! ¡Mi Antonia! (Fermín se va por el foro izquierda de nuevo.)
CLOTILDE.-Pero ¿qué es hijo de gatos lo que mata usted?
EZEQUIEL.-Pues ¿qué Quería usted que fuesen?
CLOTILDE .- ¿Y es A por ellos A QUE LOS usted quita la piel?
EZEQUIEL.-Naturalmente.
CLOTILDE .- (Mirandole con desprecio.) ¡Pelagatos!
EZEQUIEL .- ¿Eh? A (VA Clotilde consolar una una Edgardo, sentándose su lado.)
Telón

A LAS SEIS, EN LA ESQUINA DEL BULEVAR

(Al levantarse el telón, la escena, sola, las Luces apagadas. En seguida suena, apremiante, el timbre de la ONU, y al cabo de una larga pausa, por el foro entra BENI, una doncella que da un golpecito en la puerta bien de la Y DERECHA hace Mutis Por Ella no desde Dentro Recibe permiso para que pase. Una nueva pausa, y por Dicha puerta de la derecha, seguida de Beni, aumento CECILIA. no hay mas remedio, pues, que describirla definitivamente. Se Trata de una dama de unos veinticinco años, Lindísima de rostro y construida cuidadosamente y con un Arreglo Medidas Exactas, como la catedral de Colonia, Aunque mucho menos visitada que La Catedral. Quizá no ha nacido para ser feliz, sino para hacer felices a las otras personas, pero como ella Así es feliz, en realidad es feliz. Cuando aparece en escena se ve claro que en ese instante no es feliz.)
CECILIA. (Indignada, a) BENI ¡Es que eres muy torpe! ¡Es que eres muy torpe! ¿Pues no te he dicho cien veces, cantando y rezando, que, quien el mar el mar, por la mañana no recibo?. Beni. Sí, señora, pero como es la una y media de la tarde ... CECILIA. ¿De la tarde? ¿Y por qué de la tarde? ¿Se ha desayunado el Señor?. Beni. No, señora; Aún no.CECILIA. ¿Te ha pedido el señor El Aperitivo?. Beni. Tampoco, no, señora.CECILIA. ¿Ha almorzado el Señor?. Beni. No, señora.CECILIA. ¿Y le ha servido al Señor el café que se toma antes de irse al café a tomar café?. Beni. No, señora; tampoco.CECILIA. Entonces, ¿Por qué Considerar a la una y media como una hora de la tarde? El dueño de esta casa, Beni, es el Señor. Y aquí, las horas, y el tiempo, y el calor, y el frío, y la primavera, y el verano, y el otoño, el invierno y Dependencias de lo que Haga el Señor, de lo que DECIDA El Señor y de lo que mande el señor. ¿Está claro?. Beni. Sí, señora. Pero es que ... CECILIA. Y el señor Mientras el no desayuna, ni PIDE su aperitivo, ni almuerza, ni toma el café, ¡en esta casa, por tarde que sea, es mañana! ¿Entendido, Beni?. Beni. Sí, señora, sí, señora, pero es que el reloj ... CECILIA. (Elevando las manos al cielo) ¡El reloj! Sólo falta que estando hablando del señor vengas tú a hablarme del reloj. ¡El reloj no existe Mientras está en casa el señor! ¡Que Aquí hay obedecer al Señor, y no al reloj! El dueño de esta casa, ¿es el reloj o es el Señor? ¿Es el Señor el que despierta al reloj, o es el reloj el que despierta al señor? ¿Y el reloj es el que le da cuerda al señor, o es el Señor el que le da cuerda al reloj? ¿Y yo con quien estoy casada, con el reloj o con el señor? Y a ti ¿quién te paga, el señor o el reloj?. Beni. El reloj, y con la puntualidad de las Naciones Unidas señor.CECILIA. ¿Cómo?. Beni. ¡Perdón! Es que la señora me hace un lío ... al revés. Quería decir que me paga el señor con la puntualidad de un reloj. Pero como la Señora, siempre que se trata del Señor, se pone tan nerviosa, pues, ¿yo me contagio! ... (Haciendo pucheros) Y bien sabe la señora que anda También una de cabeza por servir al señor ... (Llorando y enjugándose los ojos con el delantal) Pero cuanto más Empeño pone una Señor es dar gusto al, menos lo consigue una, Porque a la señora lo que una hace por el señor siempre le parece poco ... CECILIA. ¡Bueno! ¡Silencio! Nada de gritos ni de lágrimas, que es lo que más le molesta al señor.BENI. (Las Enjugándose y lágrimas reprimiéndose) Sí, señora, sí, señora ... Con permiso de la señora ... (sentándose y quitándose un zapato) Que de sobra sé que el Señor quiere siempre a su lado caras alegres y sonrientes. Y por eso me siento en este sillón y señora me quito un zapato, ... Porque yo tengo muy sensible la planta del pie y recurro HASTA A hacerme cosquillas ... (Se las hace en el pie) cuando estoy triste para ponerme alegre. ¡Y reír! (Ríe) ¡Cómo le gusta al Señor que una se ría! ¿Ve la señora? ¿Lo está viendo la señora? (Se pone otra vez el zapato, sin dejar de reír). CECILIA. Beni Sí, sí, lo veo. ¡Muy bien, muy bien, Beni! ... Ya sé que eres una excelente chica, que conoce sus obligaciones y que se esfuerza todo lo posible por satisfacerle al señor sus gustos.BENI. Ni más ni menos. Y si ahora he pasado Recado de esa señorita que acabo de anunciarle a la señora, es Porque su visita le Va a Producir una gran sorpresa al señor.CECILIA. (Vivamente) ¿Al señor?. Beni. Sí, señora, que esa señorita conoce al Señor desde que era niña. Y parece que el señor la ha tenido muchas veces sobre las rodillas ... CECILIA. ¿Sobre las rodillas?. Beni. Y dice esa señorita que está segura de que, en cuanto el señor la vea, va a empezar un DAR Saltos de júbilo.CECILIA. (Extrañada) ¿Saltos de júbilo?. Beni. Y digo yo que, a lo mejor, Será porque pensará tenerla sobre las rodillas otra vez ... CECILIA. ¿Eeeh?. Beni. Total, que, por lo visto, la llegada de esa señorita le Va a poner al señor Contentisimo ... CECILIA. ¿Contentisimo? ¿Qué le Va a poner al señor Contentisimo? (Ansiosamente) ¿Y qué haces que no ha pasado ya aquí a esa señorita?. Beni. Ya iba a hacerlo, señora. Pero como la señora me dijo ... CECILIA. ¿Y a ti quién te manda hacer caso de lo que yo diga?. Beni. ¿Cómo?. CECILIA. ¿Qué tiene Importancia Lo que yo diga Cuando Se Trata de proporcionarle al señor Alegría?. Beni. Pero, señora ... CECILIA. ¡Vamos! ¡¡¡Pronto! ¡Ahora mismo! ¡Pasa a esa señorita inmediatamente! Pero ¡INMEDIATAMENTE!. Beni. Sí, señora. Si señora ... (Inicia el Mutis). CECILIA. ¡Vivo! ¡A escapar!. Beni. Sí, señora. (Se va por el foro a todo correr). CECILIA. Una amiga de la infancia de Rodrigo ... Una amiga de la infancia de Rodrigo, a quien él ha tenido sobre las rodillas, y Cuya sola presencia le Va a Producir una alegría tan grande, y ¡me la deja tirada en el salon! ... ¡Qué criatura! ¡Qué criatura! ... (Yendo hacia la puerta de la derecha.) ¡Rodrigo! ¡Rodrigo! ... (Se asoma a la puerta y habla dirigiéndose hacia adentro.) ¡Alégrate mío Rodrigo! Acaba de llegar una amiga de la infancia a quien hace años sentabas sobre tus rodillas ...
(Se va por la derecha. Por el foro vuelve a aparecer BENI, seguida de Casilda. CASILDA Esta es una hermosa mujer de treinta años fina, esbelta, Estilizada como un ciervo de pintura rupestre y, al contrario que CECILIA, llena de esa sinuosidad de movimientos que la naturaleza humana ha copiado A Los animales de la raza felina, y que Constituye la base de la elegancia.)
Beni. Pase la señorita.
Casilda. Muchas gracias.
Beni. Siéntese la señorita. En seguida vendrán el señor y la señora.
Casilda. (Sentándose) ¿La señora? ¿La señora También Va a venir?
Beni. Si, señorita.
Casilda. Pero si me dijo el portero que la señora había salido ...
Beni. ¡¡Oh! Ya sabe señorita Que a los porteros les gusta dar noticias falsas. ¡Como se aburren tanto en la portería! Pero la señorita muy poco la venta, y estando el señor en casa no Nunca venta. Mientras el señor esta en casa, la señora no vive más que para ocuparse de lo que el señor Puede necesitar antes de irse. Y Cuando el Señor esta fuera, la señora solo se Ocupa de lo que el señor al venir Puede necesitar.
Casilda. Eso quiere decir que la señora se haya enamoradísima del Señor.
Beni. Si, señorita. Y el Señor, de la señora.
Casilda. Los dos se quieren, ¿eh?
Beni. Quererse es poco señorita. ¿La señorita Conoce la historia de Los Amantes de Teruel?
Casilda. Soy de Teruel.
Beni. ¡Ahí va! Entonces, claro que conocerá la historia ... Y si a mano viene, Siendo paisanos, hasta se habrá tratado con Los Amantes ...
Casilda. No. Salí de Teruel muy pequeña.
Beni. ¡Ya! Pero, de todas maneras, la señorita se dara cuenta del caso mejor que nadie. Pues la señora y el señor, señorita, se quieren igual que se querian los paisanos de la señorita. Y lo que le entristece A Uno, al otro le entristece, y lo que le alegra A Uno, le alegra al otro ... Ahora mismo ...: ¿Por qué cree que la señorita ha decidido la señora Recibir un estas horas a la señorita? Pues Porque yo la he dicho que, según la señorita, la visita de la señorita le Iba a alegrar mucho al señor.
Casilda. ¿Es posible?
Beni. Y porqué le he contado eso de que el Señor le había tenido muchas veces en las rodillas a la señorita.
Casilda. (Levantándose Alarmada.) ¿Usted le ha contado eso a la señora?
Beni. Si, señorita.
Casilda. ¡Pero si yo se lo dije para que se lo advirtiera reservadamente al señor, a ver si Así recordaba, y ...! (Hablando para sí) ¡Qué disparate! (A BENI, ansiosamente) ¿Y a qué edad le ha dicho a la señora que el señor me Tuvo en sus rodillas?
Beni. Cuando la señora era niña.
Casilda. ¡Menos mal! (Se sienta de nuevo.)
Beni. (Estupefacta Mirando a) CASILDA ¿Qué?
Casilda. (Muy tranquila.) ¿Decía usted algo?
Beni. (Azorada) ¡No! No, señorita ... no decía nada ... Vamos ... Como decir, iba a decir que ... Pero ya salen los señores ... (Mirando hacia la derecha.) Ya están aquí ... (Iniciando el Azoradisíma Mutis.) Con permiso de la señorita ... (Hablando aparte en el Mutis por el foro.) ¡Ay, madre, que me parece a mi que con lo de las rodillas le metido el pie ...
(Se va consternadisima. Por la derecha Aparece CECILIA, sonriente, satisfecha, feliz.),,

CECILIA. (Hablando con RODRIGO, Que Se Supone que queda dentro.) Esta aquí ya esa señorita Rodrigo. (A Casilda, con una sonrisa diáfana.) Aquí viene el señorita. Por cierto que es curioso y no deja de ser extraño, ¿verdad? (Avanza hacia la izquierda.)
Casilda. ¿El qué, señora?
CECILIA. Que no se ha puesto tan contento como esperábamos.
Casilda. (Levantándose temerosa.) ¿Eh?
CECILIA. Pero, ¿Como esta usted, amiga mía? ¿Está usted bien? (Va a ella.)
Casilda. Sí, señora, muy bien ...
CECILIA. Las amigas de mi marido son mis amigas, y las amigas de la infancia, con razón el alcalde ... (Amabilísima.) Hija mía, es usted preciosa, es usted encantadora ... ¿Me Permite usted qué la de un beso? ...
Casilda. ¡Por Dios, señora! No faltaba más ... (Se besan.)
CECILIA. ¡Y qué elegante! ¡Y qué distinguida! Bien se ve que este demonio de Rodrigo en la infancia hasta Tenía buen gusto para elegir sus amistades ... Pero Siéntese usted.
Casilda. Muchas gracias, señora. (Se sienta.)
CECILIA. Mejor Siéntese usted.
Casilda. (Gracias ... Se sienta más Dentro del sillón.)
CECILIA. Mejor Siéntese, por favor, póngase cómoda ...
Casilda. (Retrepándose.) Gracias, señora.
CECILIA. Ni idea tiene usted de la alegría que me da conocerla ... no es fácil que usted se imagina lo feliz que me hace eso. (Con acento tierno y voz dulcísima.) ¡Todo lo que Afecta o ha afectado las Naciones Unidas, Rodrigo me interesa tanto! ¿Fueron muchas las veces que el la Tuvo A Usted sobre sus rodillas?
Casilda. (Desconcentrada.) ¿Eh? ¡¡¡Ah, si! Muchas veces, sí, señora. Yo era muy niña, y ya sabe usted que los niños se ponen pesadísimos Cuando alguien les hace caso ...
CECILIA. ¡Claro, claro! (Con Arrobo, entusiasmada.) Y que, además, ¡Se está tan bien sobre las rodillas de Rodrigo! ... (Reaccionando y ruborizándose.) ¡Pero que tonta soy! Usted perdone. Se me ha escapado ... ¿Me disculpará usted?
Casilda. No, señora tengo nada de que disculparla,.
CECILIA. ¡Nos queremos tanto, y El Amor Es Tan Difícil de ocultar! ... Hemos nacido el uno para el otro no hay duda. Yo no vivo mas que para Rodrigo Rodrigo y mi solo vive para ... ¿Conoce usted Naturalmente, la historia de los Amantes de Teruel?
Casilda. Soy de Teruel.
CECILIA. ¡¡¡Ah! Usted es de Teruel ... Entonces, ¿qué voy a decir? Rodrigo y yo continuamos una especie segunda edición de aquel idilio. Y, por supuesto le confío una Usted esta intimidad, Porque como amiga de la infancia de Rodrigo, sé que le alegrará A Usted ...
Casilda. (Con una cara muy seria.) Sí, señora. Mucho me alegro muchísimo.
CECILIA. (Incorporandose en su asiento.) Pero este y Rodrigo, ¿Que qué hace que no Aparece? (Mirando hacia la derecha.) ¡Ah! Ya está aquí.

(En efecto, por la derecha tal el Aumento aludido RODRIGO. Es un hombre joven, de unos treinta y cinco años, no tan guapo como el optimismo incontrolable de Cecilia nos ha advertido, pero si de muy buena traza. Viene en traje de calle , perfiladísimo y lleno de detalles que prueban el cuidado exquisito y constante a que lo tiene Sometido CECILIA. Como su mujer ha advertido, RODRIGO no trae realmente una cara muy Adecuada para Recibir a una amiga de la infancia a quien ha tenido sobre las rodillas. Por el contrario, parece malhumorado y violento. Al Verle, Casilda, ya no tienes ojos sino para el.)
Casilda. ¡Rodrigo!
RODRIGO. (Inclinándose.) Señorita ...
CECILIA. (Muy extrañada.) Señorita ¿Cómo?
Casilda. (Sonriendo seductoramente y cogiéndole las Manos a Rodrigo y estrechándoselas con fuerza.) Pero Rodrigo, amigo mío ... soja Casilda.
CECILIA. (Avanzando hacia ellos.) ¡Es Casilda Rodrigo!
RODRIGO. Ya, ya ...
CECILIA. Tu amiga de la infancia ...
RODRIGO. Si, si ...
CECILIA. ... A que la has tenido tantas veces sobre las rodillas ...
RODRIGO. Claro, claro. (A Casilda, fríamente.) ¿Esta usted bien, Casilda?
CECILIA. ¿Pero como, "Usted", Rodrigo? ¿Cómo "Usted"? Habiéndola conocido de niña ... ¿No la preguntas nada de Teruel?
RODRIGO. ¿De Teruel?
CECILIA. ¡Naturalmente! Ella es de Teruel. ¿No fue en Teruel donde la tuviste sobre tus rodillas?
Casilda. Yo, de Teruel, pequenisima Sali. Donde Rodrigo me Tuvo Sobre las rodillas, ya de seis años Fue en Ondarroa.
CECILIA. ¿En Ondárroa? (A Rodrigo.) No sabia que hubieras estado nunca en Ondarroa.
RODRIGO. Si. Fui a unas regatas.
Casilda. Eso es, aquel día y, en la playa le conocí. Las regatas contemplaba Rodrigo, yo estaba jugando al balón. El balón se me cayó al mar, y Rodrigo se tiró a buscarlo.
RODRIGO. ¡Justamente!
CECILIA. Y usted recuperaron el balón gracias a Rodrigo ...
Casilda. No. Yo recupere de las Naciones Unidas, Rodrigo gracias al balón. Porque de los dos, el único que flotaba era el balón.
CECILIA. (Riendo.) ¡Ja, ja! ¡Pues es muy gracioso! (Riendo.) ¡Es graciosísimo! (A Casilda.) ¿Verdad?
Casilda. (Riendo nerviosamente.) Sí, sí, es muy gracioso.
RODRIGO. (Riendo sin ninguna gana.) Muy gracioso, verdaderamente ...
CECILIA. (A Rodrigo) ¿Y cómo no me lo ha contado nunca, Siendo tan gracioso? Por supuesto, tampoco me ha hablado hasta ahora de Casilda, Lo Cual es imperdonable. Tan imperdonable como no Preguntarle un Casilda por su familia.
Rodrigo. ¡Es verdad! ¿Y tu familia Casilda?
Casilda. Bien, Rodrigo, muy bien. Mis padres ...
Rodrigo. (Cortándola.) tus padres, me lo figuro, tus hermanos, me lo supongo, tu hermana, me lo imagino, por lo que Afecta a ti, no hay que mirarte. Y los demás, yo calculo que igual ...
Casilda. Exactamente, Rodrigo. No te has equivocado en nada.
RODRIGO. En cuanto a mi, ya me ves, mi mujer, aquí la tienes, e hijos esperamos sin ninguno. De suerte Casilda, que, con tu permiso, me voy, Porque Tengo cinco o seis cosillas que hacer antes del almuerzo. (Se levanta.)
Casilda. (Sorprendida.) ¿Eh?
CECILIA. ¿Pero, es que te vas, Rodrigo?
RODRIGO. ¿Qué remedio hijita? (Mirando el reloj de pulsera.) No hay minuto que perder ... ¿El sombrero? ¿Los guantes? ¿La gabardina?
CECILIA. (Levantándose rápidamente.) ¡Quieto! ¡No llames! ¡No te molestes! ¡Yo voy! ¡Yo te lo traigo!

(Se va corriendo por el foro. Al quedar solos, Casilda Se levanta de un salto, espía un instante por la puerta donde se ha ido y Cecilia enseguida encara una RODRIGO IRA con.)
Casilda. ¿Quieres decirme qué significa esto? Más de tres meses sin Conseguir Echarte Encima la vista ... Más de tres meses de huirme, de torearme, esquinazos de darme ... Y si llamo al teléfono, no estás, estás y si, no te pones, y si te pones, me cuelgas.
RODRIGO. (En voz baja, pero de muy mal aire "). ¿Y a ti quien te manda un llamar al teléfono, y menos aun PRESENTARTE aquí en persona? ¿Cómo eres tan torpe que no comprendes que lo que sucede es que, desde hace tres meses, ha concluido todo entre nosotros?
Casilda. Ya me lo suponía, pero Quería oírlo de tus propios labios ...
RODRIGO. Pues ya lo has oído. ¿Estás satisfecha?
Casilda. Muchísimo. Ahora que, ¡Si crees que me importa que esto se acabe! Para que lo sepas: Me he enamorado como una loca de un chico guapísimo que tiene un dineral y que esta buscando Recomendaciones Para conseguir con él. Se llama Tito.
RODRIGO. Entonces, ¿Por qué andas Detrás de mí, y me ha llamado Días y días por teléfono, y ha venido aquí hoy, y ...?
Casilda. Para contarte que me he enamorado de Tito.
RODRIGO. ¡Ya! Muy bien. Pues, ¡Magnifico, Casilda! Porque mi Decisión de que esta sea nuestra última entrevista y de que no volvamos a vernos más es irrevocable, por nada del mundo me juego la paz del hogar y el cariño de mi mujer. Y tú tampoco debes jugarte el amor de Tito ...
Casilda. ¡Que emocionante tan Generosidad!
RODRIGO. Por otro lado ... yo he cumplido los treinta y cinco años.
Casilda. Mi más sentido Pésame.
RODRIGO. Ya es hora, pues, de que siente la cabeza ...
Casilda. Echandola, estarías más cómodo.
RODRIGO. Se resuelto romper con el pasado, y que mi presente y mi futuro sean absolutamente serios, Casilda.
Casilda. La idea no es muy original pero, en cambio, es bastante estúpida. ¿Te ha comprado ya las zapatillas de paño?
RODRIGO. Si, ayer. Total, Casilda: Que te agradecería que no volvieras nunca por aquí y que te abstuvieras de hablar de nuevo con mi mujer ... Aunque las Fuerzas de las Recomendaciones de la ONU te obligara casarte con Tito.
Casilda. Estate tranquila. Me despediré de ella para que no sospeche la verdad ... y me iré.
RODRIGO. ¿Para siempre?
Casilda. Para siempre.
RODRIGO. ¿ "Siempre" masculino, o "siempre" femenino?
Casilda. ¿En qué se Diferencias los dos "siempres"?
RODRIGO. En que el "siempre" dura diez días femenino.
Casilda. Entonces, el otro "siempre": El que dura diez meses.
RODRIGO. Y ... ¿Amigos? (Tendiéndole la mano.)
Casilda. Amigos. (Le estrecha la mano.)
RODRIGO. ¿Pero amigos leales de no daño Ningún Hacerse miembro?
Casilda. Leales Amigos de Ningún daño Ningún Hacerse. Y no me atroz apreses tanto la mano, que me estas haciendo un daño.
RODRIGO. Perdona ... Es que te quedo muy agradecido, Casilda. Tan agradecido que, Porque Sino que fuera resuelto llevar de aquí en adelante una existencia seria, te despediría con él "siempre" femenino.
Casilda. Gracias. Después de lo hablado, ese "siempre" no me va. Y entre tú y Tito, prefiero a Tito. Que no se ha comprado Todavía las zapatillas de paño. Pero, ¡Silencio!
RODRIGO. ¿Qué pasa?
Casilda. Que vuelve tu mujer.
RODRIGO. (Nerviosamente) ¡Cuidado, entonces, Casilda!
Casilda. ¿Aún me tienes miedo?
RODRIGO. Tengo miedo a una indiscreción cualquiera.

(En efecto, por el foro Aparece de nuevo CECILIA, trayendo el sombrero, la gabardina y los guantes de Rodrigo. Avanza hacia este sonriendo. RODRIGO se halla cada vez más nervioso.)

CECILIA. Aquí esta todo, alma mía. ¿Te lo pones?
RODRIGO. Me pondré la gabardina. El sombrero lo llevara al brazo.
CECILIA. ¿Eh?
RODRIGO. Me ha cepillado los guantes, ¿no es cierto? (Los coge.)
CECILIA. ¿Cómo?
RODRIGO. ¡Y no me habrás quitado unos papeles que Tenía en el bolsillo del sombrero, ¿verdad?
CECILIA. ¿Pero qué dices?
RODRIGO. Muy bien. Todo esta listo (A Casilda.) Repito, Casilda ... Me ha producido una gratísima sorpresa y alegría sincera una ... Si quieres algo de mi, no tienes más que mandar, Aunque yéndote a Chile la semana que viene, no creo que Pueda hacer mucho por ti ... Con qué, ¡Adiós, amiga mía! (Le estrecha las manos. A Cecilia, besándola en la frente.) Hasta luego, nenita ... Volveré pronto ... (Conteniéndola.) ¡No! No salgas, que Casilda tiene prisa por irse y quiere antes decirte unas palabras amables ... ¡Adiós, Casilda! ¡Adiós, amor mío! Adiós ...

(Se va por el foro, no es pecado guiñarle un ojo previamente un CASILDA desde la puerta, en un gesto que quiere decir: "Metro Cuidado con la pata.")

Casilda. ¡Adiós, Rodrigo!
CECILIA. Adiós, querido, ¡adiós! (Vuelve al Proscenio.) Es un encanto de hombre. Si no fuera mi marido, me pasaría la vida luchando Para conseguir que fuera mi marido.
Casilda. ¿Y Siendo ya, es como, su marido?
CECILIA. Así, pienso pasar la vida luchando para Evitar que deje de ser mi marido. (Sentándose con Casilda.) Pero hablemos de usted ... ¿De que manera se va usted a Chile?
Casilda. Si. Allí vive un pariente mío. Un tío, hermano de mi madre, que tiene una fábrica de embutidos, con la que ha despoblado de perros al país. Es un hombre de acción, todo millonario Energía,, y me PIDE que me vaya con él.
CECILIA. ¿A más Perros llevarle?
Casilda. (Desconcertada.) ¿A mas llevarle perros? (Comprendiendo que es hay algo de Cecilia guasa.) ¡Oh, no! ... A vivir allí.
CECILIA. (En el tono de quien no dice nada.) Y a Chile ... ¿Se va usted con Tito?
Casilda. (Pegando un respingo.) ¿Eh?
CECILIA. ... Porque usted haría mal dejando a Tito en España.
Casilda. (Muy nerviosa.) Señora ...
CECILIA. Y ya que Rodrigo ha decidido sentar la cabeza ya olvidar para siempre usted, Utilizando para ello un "siempre" masculino ...
Casilda. (Levantándose, nerviosa) Señora Pero ...
Casilda. Si le es posible, no se ponga nerviosa, Amiga mía. Siéntese, sosiéguese. Ya ve lo que yo estoy tranquila ... (Casilda se sienta en el bordecito del "vis a vis".) Pues, ¡si, querida amiga! Me he enterado de todo. Rodrigo y usted suponer debieron Qué estaba enterándome, Porque una gabardina, un sombrero y unos guantes no tardan en cogerse tanto como yo he tardado en cogerlos, menos una que se cojan del guardarropa de un teatro y esperar que haya un pilar desprevenido al portero. Por otro lado, un secreto entre dos Mantenerse Puede solo en condición de que se mueran los dos, y Rodrigo y usted Tienen una excelente salud. Resumiendo: me he enterado de todo, lo que no me ha extrañado nada, y no me ha Preocupado nada el Enterarme de todo. Al venir aquí, hoy, ante el desvío de Rodrigo y con la ilusión de recuperarlo, usted con Obradó ha Arreglo A su lógica, y Ni siquiera puedo reprocharla El que haya mentido, Porque Diciendo que Rodrigo la había tenido en Tiempo sobre las rodillas, También ha procedido lógica con rechazarla definitivamente al a usted, guardándome fidelidad a mi, porque, de las dos, la mas guapa soy yo.
Casilda. (Como si la hubieran pisado el dedo meñique de un pie.) ¡¡Huy!!
CECILIA. Y, además, la única mujer que Rodrigo quiere.
Casilda. ¡Huy!
CECILIA. Y una mujer a la que el no engañaría nunca.
Casilda. ¡Huy! ¡¡Huy!!
CECILIA. (Amabilísima, inclinándose sobre ella.) ¿Le duele a algo usted, hijita?
Casilda. ¿Si me duele algo ...? Pues, sí.
CECILIA. ¿Si? ¡Dios mío! ¿Y qué es lo que le duele?
Casilda. Me duele su candidez, señora.
CECILIA. ¿Mi candidez?
Casilda. Me duele que viva tan despistada que usted ...
CECILIA. ¿Despistada Respecto a Rodrigo?
Casilda. Los Hombres despistada señora, y Rodrigo Respecto a Respecto a todos; Porque todos los hombres como hijo Rodrigo.
CECILIA. ¿Y cómo es Rodrigo?
Casilda. Como los demás hombres, es decir, Capaz de engañarla A Usted, momento en Y Cualquier siempre, en cuanto se cruce por medio una mujer que le guste. Yo, señora, he conocido hombres mas que usted.
CECILIA. (Con sorna.) Mérito que no pienso discutirle Uno nunca que usted ...
Casilda. Y mi experiencia me ha enseñado que los hombres son todos iguales, como los automóviles "Ford", y con la sola diferencia de que para ellos no se venden piezas de repuesto.
CECILIA. Eso último, Seguramente es verdad.
Casilda. Señora Y lo primero también,. Por mi parte, comprendo y acepto que este usted tan satisfecha de si Misma, La Creación y usted ser mas guapa que yo. Lo comprendo, porque a mi me sucede igual: También creo que soy mas que guapa usted.
CECILIA. (Dando un gritito.) ¡Huy!
Casilda. ¿Qué es eso? (Amabilísima.) ¿Es a usted, ahora, a la que le duele algo?
CECILIA. No. "Huy" es una palabra que se me escapa siempre que oigo alguna teoría demasiado grande.
Casilda. ¡Es curioso! Se le escapa A Usted la misma palabra que a mí. Pues decía que comprendo que usted se crea la mas guapa de las dos, y agrego ahora que lo acepto, que se porque, por más que hiciese, nunca Podría probarle que la que tiene razón en ese asunto soy yo ...
CECILIA. ¡¡¡Oh! Seguramente que nunca me lo probaría usted. Porque, además, espejos existiendo ¡! ...
Casilda. En cambio, sí Podría probarle A Usted ... ¡Lo otro! ...
CECILIA. ¿Lo otro?
Casilda. Sí. Que El es Rodrigo Capaz de engañarle A Usted, momento en Y Cualquier siempre, en cuanto se cruce por medio una mujer que le guste.
CECILIA. Pero, querida amiga, usted olvida que ha Venido A esta casa a seguir cruzándose ante Rodrigo, y que se marcha Fracasada usted que ... ¿Qué pruebas para mayores ...?
Casilda. (Cortándola.) Esa no es ninguna prueba Porque yo, señora, ya no le gusto de las Naciones Unidas, Rodrigo; hace diez minutos que me he convencido de ello, y si él resistido el golpe valerosamente Enérgica Porque es fuerte y soy: he nacido en Teruel. Pero si usted se atreviese a probar con una mujer Que a Rodrigo le gustase ...
CECILIA. (Muy digna.) Señorita: yo me atrevo a todo. Porque Usted habrá nacido en Teruel, pero yo al mundo de vid en Soria, que Esta a seis kilómetros de Numancia.
Casilda. (Contentísima.) Entonces, ¿Usted se lanzaría a la aventura?
CECILIA. Claro que me lanzaría, Porque estoy segura de Rodrigo, y me gustaría Darle a usted una lección. Por desgracia, no Rodrigo Disponemos de ninguna mujer que le guste a.
Casilda. ¡Se le inventa!
CECILIA. ¿Qué se le inventa?
Casilda. ¡Naturalmente! Se le escribe una carta dándole una cita, firmada por una mujer imaginaria. (Acercándose a la puerta del foro y al botón del timbre.) Usted señora Vera ... con su permiso. (Hace sonar el timbre.)
CECILIA. Pero si quien firma la carta es una mujer imaginaria, Rodrigo no se la conoce, y no conociéndola Rodrigo, ¿cómo ha de gustarle?
Casilda. Querida señora: lo desconocido siempre gusta más que lo conocido, e interesar a es hombre de las Naciones Unidas facilísimo. Lo dificil es ese interés Mantener ... (POR EL FORO Aparece Beni.)
Beni. ¿Llamaba la señora?
Casilda. Si, niña. Siéntese ahí. (Señalando el escritorio.) Coja pluma y papel, y dispóngase a escribir una carta que le voy a dictar.
Beni. Sí, señora.
CECILIA. (A Casilda.) ¿Pero le va a escribir la carta mi doncella?
Casilda. Por fuerza ... La letra de la mía y usted las conoce el de sobra.

AUTOR: Jean-Paul Sartre


A PUERTA CERRADA

OBRA en un acto

Traducción de Alfonso Sastre
PERSONAJES

INÉS
ESTELLE
GARCIN
El Mozo del piso


Un salón estilo Segundo Imperio. Sobre la chimenea, una estatua de bronce.

Esta obra se estreno en el Théâtre du Vieux-Colombier, de París, en mayo de 1944

Acto Único
ESCENA PRIMERA

Garcin y el mozo del piso

Garcin .- (Entra y mira a su alrededor.) Es aquí, ¿no?
mozo.-Sí, es aquí.
Garcin .- ¿Así Una habitación?
mozo.-Sí, Así una habitación.
garcin.-Bueno, a la larga ..., a la larga se acostumbrara Probablemente uno a los muebles.
mozo.-Eso Depende de las personas.
Garcin .- ¿Todas las habitaciones son por el estilo?
mozo.-No, imagínese ... Aquí nos vienen chinos, indios ... ¿Qué quiere usted Hagan que con un sillón Segundo Imperio?
Garcin .- ¿Y yo? ¿Qué quiere usted que yo Haga? ¿Sabe quién era antes? En fin, no tiene importancia ... Después de todo, siempre he vivido entre muebles que no me gustaban y en Situaciones falsas, me gustaba horrores ... Una situación falsa en un comedor Luis-Felipe, ¿qué le parece? ¿No le dice nada?
mozo.-Tampoco está mal en un salón Segundo Imperio.
Garcin .- ¿Eh? Bueno, es igual ... ¡Bien, bien, bien! (Mira a su alrededor.) Sin embargo, no me esperaba una cosa así ... Seguro que usted sabe lo que se cuenta por allá.
mozo .- ¿De qué?
garcin.-De ... (Con un gesto vago y amplio.) En fin, de todo esto.
mozo .- ¿Cómo ha Podido creerse cuentos estupideces?
Personas que nunca pusieron los pies aquí ... Porque claro está que si hubieran venido una vez, ya no ...
Garcin .- ¡Claro! (Ríen. Garcin vuelve a Ponerse serio de pronto.) ¿Dónde están los palos?
mozo .- ¿Cómo?
garcin.-Las ... Esas estacas en punta, Los Palos ... Y las parrillas ardientes, los ..., los embudos, los ...
mozo .- ¿Tiene ganas de broma?
Garcin .- (Mirándole.) ¿Eh? ¡¡Ah, ya! No, no tengo Ningunas ganas de bromas, no ... (Un silencio. Se pasea.) Ni espejos ni ventanas, Naturalmente. Nada Que sea frágil. (Con súbita violencia.) ¿Y por qué me han quitado el cepillo de dientes? A ver.
mozo.-Ya eso está con ... En seguida ha recuperado la dignidad humana. Tiene gracia.
Garcin .- (Golpeando colérico el brazo del sillón.) Le ruego que Evite SEE familiaridades. No ignoro nada de mi situación, pero no estoy DISPUESTO A que Soportar usted que ...
mozo.-Un momento, un momento. Perdóneme. Pero, ¡qué quiere!, Es que todos los clientes me hacen la misma pregunta. Primero me preguntan por los palos, y en ese momento le juro que no piensan para nada en su «toilette». Y en seguida, Cuando se los ha tranquilizado, salen con el cepillo de dientes. Pero, por el amor de Dios, ¿no son Capaces de reflexionar? Porque, en fin, yo puedo Preguntarle: ¿Para Qué iba a limpiarse los dientes aquí?
Garcin .- (Calmado.) Sí, es verdad, ¿para qué? (Mira a su alrededor.) ¿Y para qué Iba a mirarse uno en un espejo? Mientras que la estatua de bronce, eso está bien ... Me figuro que en Algunos momentos lo miraré con todas mis Fuerzas, Con los ojos muy abiertos, ¿entiende? Bueno, en fin, no hay nada que ocultar, ya le digo que conozco perfectamente mi situación. ¿Quiere que le cuente cómo ha ocurrido? El hombre se asfixia, se hunde, se ahoga, sólo su mirada está fuera del agua, y entonces, ¿qué ve? Una reproducción en bronce. ¡Qué
pesadilla! Bueno, seguro que le han prohibido que me responda, asi que no insisto. Pero acuérdese de que no me han cogido desprevenido, ¿eh? No vaya luego una alardear de haberme Dado una sorpresa, me enfrento con la situación cara a cara, ya lo ve. (Vuelve a su paseo.) Asi que sin cepillo de dientes. Tampoco cama. Porque es seguro que no se duerme nunca, ¿verdad?
mozo .- ¡Qué cosas tiene!
garcin.-Lo hubiera apostado. ¿ «Por qué» se iba a dormir? Te pican los ojos de sueño. Sientes que se te Cierran, pero ¿Por qué dormir? Te tumbas en el canapé y, ¡pafff !..., el sueño desaparece. Uno se frota los ojos, se levanta y todo vuelve a empezar.
mozo .- ¡Qué literario es usted!
garcin.-Calle. No voy a gritar, no Va a oír de mí ni un gemido, pero quiero mirar la situación cara a cara, que no salte sobre mí por la espalda sin que yo Pueda reconocerla. ¿Literario? Entonces, ¿qué? Que Ni siquiera se siente Necesidad de dormir ... ¿Por qué dormir si no se tiene sueño? Está bien. Espere. Espere. ¿Y eso por qué es penoso? ¿Por qué Va a ser forzosamente penoso? Sí, ya sé, es la vida sin ninguna interrupción.
mozo .- ¿Interrupción? ¿Qué es eso?
Garcin .- (Imitándolo.) ¿Interrupción? ¿Qué es eso? (Intrigado.) A ver, Míreme. ¡¡Ah, sí! Estaba seguro. Eso es lo que explica esa indiscreción grosera ..., insostenible, de su mirada. Están ..., atrofiados están.
mozo.-Pero ¿de qué habla?
garcin.-De sus párpados. Nosotros ..., bueno, nosotros cerrábamos los párpados. Se llamaba ... parpadeo de las Naciones Unidas: un relampaguito negro, un telón que cae y se levanta, El Corte esta hecho, la interrupción ... El ojo se humedece, el mundo desaparece. No lo Puede imaginarse ..., lo refrescante que era. Cuatro mil descansos en una hora. Cuatro mil Evasiones pequeñitas. Y cuando digo cuatro mil ... Entonces, ¿qué? ¿Voy a vivir sin párpados? N Haga SE el idiota: sin párpados, sin sueño, todo es lo mismo ... Ya no dormiré más. Pero ¿cómo
Voy a soportarme? Comprender Intente, Haga un Esfuerzo, tengo un carácter puntilloso ... y me gusta Darles mil vueltas a mis cosas, pero ..., pero no puedo hacerlo sin tregua, allí ..., noches había allí. Yo dormía. Tenía el sueño tranquilo ... en compensación. Mis sueños eran muy simples. Había una pradera ... Una nada más Pradera. Soñaba que me paseaba por ella. ¿Es de día?
mozo.-Ya ve: Están encendidas las lámparas.
garcin.-Caramba. Esto es «vuestro» día. ¿Y afuera?
mozo .- (Aturdido.) ¿Afuera?
garcin.-Sí, afuera. Al otro lado de los muros.
mozo.-Hay un pasillo.
Garcin .- ¿Y al final del pasillo?
mozo.-Otras habitaciones y otros pasillos, y escaleras.
Garcin .- ¿Y luego?
mozo.-No hay más nada.
garcin.-Y ..., bueno ..., usted Tendrá su día libre. ¿Adónde va?
mozo.-Con mi tío, que es jefe de mozos en el tercer piso.
garcin.-hubiera debido suponerlo. ¿Y dónde está el interruptor?
mozo.-No hay.
Garcin .- ¿Cómo es eso? Entonces, ¿No se Puede apagar la luz?
mozo.-La Dirección Puede cortar la corriente, pero yo no recuerdo que en este piso lo hayan Hecho nunca. Tenemos electricidad a discreción.
garcin.-Ya. Asi que hay que vivir con los ojos abiertos ...
mozo .- (Irónico.) Hombre, vivir ...
garcin.-Bueno, no me va ahora a buscar las vueltas por Una cuestión de vocabulario. Con los ojos abiertos. Para siempre. Habrá plena luz en mis ojos. Y en mi cabeza. (Una pausa.) ¿Y qué cree usted? ¿Que si yo tirara la estatua contra la lámpara se apagaría?
mozo.-Pesa demasiado.
Garcin .- (bronce Coge el correo Intenta levantarlo.) Tiene razón. Pesa demasiado. (Un silencio.)
mozo.-Bueno, si no me necesita para nada más, voy a dejarle.
Garcin .- (Se sobresalta.) ¿Se marcha ya? Hasta luego. (El mozo se vuelve.) Eso es un timbre, ¿no? (El Mozo asiente con un gesto.) ¿Y. .. Cuando quiera puedo llamarle y usted tiene la Obligación de venir?
mozo.-En principio, sí. Pero es muy caprichoso. Debe de haber algo anormal en su Mecanismo. (Garcin se acerca al timbre y aprieta el botón. Suena.)
Garcin .- ¡Funciona!
mozo .- (Asombrado.) ¡Sí, funciona! (También lo prueba él.) Pero no se ilusiones Haga; no durar mucho puede. Bien, a su disposicion.
Garcin .- (Hace un gesto para retenerlo.) Yo ...
mozo .- ¿Eh?
garcin.-No, para nada. (Va a cortapapeles coge la chimenea y la ONU.) ¿Esto qué es?
mozo.-Ya lo está viendo: un cortapapeles.
Garcin .- ¿Es aquí hay libros que?
mozo.-No.
garcin.-Entonces, ¿para qué? (El mozo se escoge de hombros.) Está bien. Marchese. (Sale el mozo.)


ESCENA II
Garcin, en solitario

Va junto a la estatua y la acaricia con la mano. Se sienta. Vuelve a levantarse. Va al timbre y aprieta el botón. El timbre no suena. Lo intenta dos o tres veces. Pero en vano. Entonces va a la puerta e Intenta abrirla. La puerta resiste.

Garcin .- ¡Eh, oiga! ¡Que le estoy llamando! (No hay respuesta. Entonces descarga puñetazos en la puerta llamando al mozo. Después, Subitamente se calma y vuelve a sentarse. En ese momento la puerta se abre y entra Inés, seguida por el mozo.)



ESCENA III
Garcin, Inés, el Mozo

mozo .- (A Garcin.) ¿Me llamaba usted? (Garcin Va a contestar, pero echa una mirada a Inés.)
garcin.-No.
mozo .- (Volviéndose un Inés.) Está usted señora en su casa,. (Silencio de Inés.) Si tiene alguna pregunta que hacerme ... (Inés no habla. Decepcionado.) Lo normal es que los clientes deseen Informarse ... Pero no insisto. Por lo demás, en cuanto al cepillo de dientes, y el timbre de la reproducción en bronce, aquí El Señor está al corriente Puede contestarle y tan bien como yo. (Sale. Un silencio. Garcin no mira a Inés. Esta mira a su Alrededor Y de pronto se dirige bruscamente una Garcin).
inés .- ¿Y Florencia? (Silencio de Garcin.) Le pregunto qué pasa con Florencia. ¿Dónde está?
garcin.-Yo no sé nada.
Inés .- ¿Eso es todo lo que se les ha ocurrido? ¿La tortura por la ausencia? Pues conmigo han fallado. Florencia era una chica tonta y no lo lamento en absoluto.
garcin.-Permítame, señora. ¿Por quién me toma usted?
Inés .- ¿Usted? Usted es el verdugo.
Garcin .- (Se sobresalta y luego se echa a reir.) ¡Qué equivocación tan divertida! ¡El verdugo, dice! Entra, me mira y piensa: «Este es el verdugo.» ¡Qué cosa tan extravagante! Ese mozo es ridículo, hubiera debido presentarnos. ¡El verdugo! Perdón, me llamo José Garcin, publicista y hombre de letras. La verdad es que Nos encontramos en el mismo caso. Señora ...
Inés .- (Seca.) Inés Serrano. Señorita.
garcin.-Muy bien. Estupendo. Ya se ha roto el hielo, ¿no? Asi que, según usted, tengo el aspecto de un verdugo ... ¿Y en qué se RECONOCE A LOS verdugos, quiere decírmelo?
inés.-En que parece que tienen miedo.
Garcin .- ¿Miedo? Es curioso. ¿Y de quién? ¿Víctimas de sus?
Inés .- ¡Déjeme en paz! Sé lo que digo. Me he mirado al espejo y sé lo que digo.
Garcin .- ¿Al espejo? (Mira a su alrededor.) Es fastidioso: aquí han quitado todo lo que Pudiera parecerse A UN espejo. (Una pausa.) En todo caso, yo le puedo Asegurar que no tengo miedo. No es que me tomo la situación a la ligera, me encuentro Consciente de su gravedad. Pero no tengo miedo.
Inés .- (Encogiéndose de hombros.) Eso es cosa suya. (Una pausa.) ¿No se le ocurre de cuando en cuando irse un DAR UNA VUELTA por ahí?
garcin.-La puerta está cerrada con cerrojo.
inés.-Lo siento.
garcin.-Comprendo perfectamente que mi presencia la importunar. Y, personalmente, Preferiría estar solo También: tengo que poner en orden mi vida y necesito un poco de recogimiento. Pero estoy seguro de que PODREMOS adaptarnos el uno al otro, yo no hablo, apenas me remuevo y hago muy poco ruido. Únicamente, en fin, si es que puedo permitirme un consejo, creo qué debemos conservar entre nosotros una extremada cortesía. Ello constituiría, creo yo, nuestra mejor defensa.
inés.-Yo no soy una persona cortés.
garcin.-Lo seré yo por los dos, si me Permite. (Un silencio. Garcin está sentado en el canapé. Inés se pasea a lo largo y ancho de la habitación.)
Inés .- (Mirándolo.) Por favor, La Boca.
Garcin .- (sacado de su Ensimismamiento.) ¿Qué?
Inés .- ¿Podría no estarse quieto con la boca? Da vueltas como una peonza ahí, Debajo de su nariz.
garcin.-Le pido perdón, no me daba cuenta.
inés.-Eso es lo malo. (Tic de Garcin). ¡Otra vez! Tiene usted la pretensión de ser una persona bien educada y no se cuida de sus gestos. Pero no está usted solo y no tiene Derecho a imponerme el espectáculo de su miedo. (Garcin Se levanta y va hacia ella.)
Garcin .- ¿Y usted no tiene miedo?
inés .- ¿Y para qué? El miedo estaba bien «antes», Cuando Aún Teníamos esperanza.
Garcin .- (Suavemente.) Ya no hay esperanza, es cierto, pero seguimos estando «antes». Todavía no hemos empezado a sufrir, señorita.
inés.-Ya lo sé. (Una pausa.) ¿Y entonces? ¿Qué va a venir ahora?
garcin.-Yo no lo sé. Me Limito a esperar. (Un silencio. Garcin vuelve a sentarse. Vuelve Inés A su paseo. Garcin tiene el tic de la boca. A una mirada de Inés, oculta el rostro entre sus manos. Entran Estelle y el mozo.)



ESCENA IV
Inés, Garcin, Estelle, el Mozo

estelle .- (mirando a Garcin, que no ha levantado la cabeza.) ¡No! ¡No, no, no alces la cabeza! ¡Sé lo que ocultas en tus manos, sé que ahí no tienes nada, que tu cara ha desaparecido! (Garcin retira sus manos.) ¡Ah! (Una pausa. Con sorpresa.) No. .., no le conozco.
garcin.-Yo no soy el verdugo, señora.
estelle.-No, no le tomaba por el verdugo. Es que ... Creía Que alguien Quería gastarme una broma. (Al mozo.) ¿Esperan una Aún alguien más?
mozo.-No, ya no vendrá nadie más.
estelle .- (Aliviada.) ¡Ah! Entonces, ¿vamos a estar solos el señor, la señora y yo? (Se echa a reir.)
garcin.-No hay ninguna razón para reírse.
estelle .- (Sigue riendo.) ¡Y qué canapés tan horribles! Y miren cómo los han colocado. Me parece como si fuera el primero de año y Estuviera de visita en casa de mi tía María. Supongo Cada uno tiene el suyo,. ¿Este es el mío? (Al mozo.) Imposible: nunca podré sentarme en él, es espantoso, yo voy de azul celeste y este es espinaca verde. ¡Qué horror!
Inés .- ¿Prefiere el mío? Si lo quiere ...
Estelle Burdeos .- ¿Ese? Es usted muy amable, pero apenas cambia la cosa. No, ¡qué se le va a hacer! Cada uno su lote, ¡qué remedio! ¿Me ha tocado el verde? Pues me quedo con él. (Una pausa.) El único que, en rigor, no hay Iría mal es el del señor. (Un silencio.)
Inés .- ¿Lo oye, Garcin?
Garcin .- (Se sobresalta.) ¡Ah! El ..., el canapé. Perdón. (Se levanta.) Es suyo, señora.
estelle.-Gracias. (Se quita el abrigo y lo echa en el canapé. Una pausa.) Demonos un conocer, ¿no?, Puesto que vamos a vivir juntos. Yo soy Estelle Rigault. (Garcin inclinación se va y a presentarse, pero Inés pasa delante de él.)
inés.-Inés Serrano. Encantada.
Garcin .- (Se inclinación de nuevo.) José Garcin.
mozo .- ¿Me Necesitan Todavía para algo?
estelle.-No, no, irse puede. Ya le llamaré. (El mozo se inclinaciones y venta).



ESCENA V
Inés, Garcin, Estelle

inés.-Es usted una chica muy guapa, Estelle. Siento que no haya flores aquí para darle la bienvenida.
estelle .- ¿Flores? Sí, me gustaban mucho las flores. Pero aquí se secarían en seguida; Hace demasiado calor. ¡¡Bah! Lo esencial, ¿no les parece?, Es conservar el buen humor. Usted que hace poco ...
inés.-Sí, la semana pasada. ¿Y usted?
estelle .- ¿Yo? Ayer mismo. La ceremonia Aún no ha terminado; figúrese. (Habla con mucha naturalidad, pero como si viera lo que describen). El viento está Enredando el velo de mi hermana. La pobre hace lo Que puede por llorar. ¡Venga! ¡Venga! Un esfuercito más. ¡Ya, ya está, mujer! Dos lágrimas, dos Lagrimitas que brillan Debajo del crespón. Está sosteniendo a mi hermana por el brazo. No llora por miedo de que el Rímel ..., y tengo que decir que yo misma en su lugar ... Era mi mejor amiga, ¿sabe?
Inés .- ¿Ha sufrido usted mucho?
estelle.-No. Estaba medio atontada.
Inés .- ¿Qué ..., qué ha sido?
estelle.-Una neumonía. (El mismo juego que antes.) Bueno, ya se acabó, se van. ¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Cuántos apretones de mano, qué barbaridad! ... Mi marido está enfermo de la Peña y se ha quedado en casa. (A Inés.) ¿Y usted?
inés.-El. .., el gas.
estelle .- ¿Y usted, señor?
garcin.-Doce balas en el cuerpo. (Gesto de Estelle.) Perdóneme. No soy un muerto muy agradable.
estelle.-Por favor, querido señor, que solo con procurar no AEE Emplear palabras tan crudas ... Es ..., es desagradable. Y además, un fin de cuentas, ¿Qué quiere decir con eso? Es posible que nunca hayamos estado tan vivos como ahora. Pero, en fin, Cuando sea absolutamente preciso Nombrar este ..., este estado de cosas, propongo que nos llamemos ... ausentes; Será más correcto. ¿Está usted ausente desde hace mucho?
garcin.-Aproximadamente un mes.
estelle .- ¿De dónde es?
garcin.-de Río.
estelle.-Yo, de París. ¿Todavía le queda alguien allí?
garcin.-Mi mujer. (El mismo juego que Estelle.) Ha venido al cuartel como todos los días; no la dejan entrar. Ella mira entre los barrotes de la reja. Todavía no sabe que yo estoy ... ausente, pero se lo figura. Ahora se marcha. Va toda de negro. Mejor; Así no cambiarse Qué tendrá ... No llora, no nunca lloraba. Hace un sol magnífico y ella está ahí, de negro, en la calle desierta, con sus grandes ojos de víctima. ¡¡Ah! Cómo me fastidia. (Un silencio. Garcin Va a Sentarse en el canapé de en medio y oculta la cabeza entre las manos.)
inés .- ¡Estelle!
Estelle Garcin .- ¡Señor! Garcin ¡Señor!
Garcin .- ¿Eh? ¿Qué pasa?
estelle.-Se ha sentado en mi canapé.
garcin.-Perdón. (Se levanta.)
estelle.-Está tan ..., tan ensimismado.
garcin.-Estoy poniendo mi vida en orden. (Inés se echa a reir.) Los que se ríen harian bien Tratando de Imitarme.
inés.-Mi vida está en orden. Completamente en orden. Se puso en orden ella sola allí, asi que no tengo que preocuparme de eso.
garcin.-Sí, ¿verdad? ¿Y le parece tan sencillo? (Se pasa la mano por la frente.) ¡Qué calor! ¿Me permiten? (Va a quitarse la chaqueta.)
estelle .- ¡Por favor, no! (Más suavemente.) No. .. Me horrorizan los hombres en mangas de camisa.
Garcin .- (Movimiento inverso.) Está bien. (Una pausa.) Yo me pasaba las noches en las salas de redacción. Hacía un calor infernal, siempre. (Una pausa. El mismo juego que antes.) «Hace un calor» infernal. Es de noche.
estelle .- ¡Ah!, es sí, mira, ya de noche. Olga se esta Desnudando. ¡Qué rápido pasa el tiempo en la Tierra!
inés.-Es de noche. Han precintado la puerta de mi habitación. Y la habitación está vacía en la oscuridad.
garcin.-Han dejado las chaquetas en el respaldo de las sillas y se han subido las mangas de las camisas Por Encima de los codos. Huele a hombres y un tabaco. (Un silencio.) Me gusta vivir entre hombres en mangas de camisa.
estelle .- (Secamente.) Sí, no tenemos Los Mismos gustos, y esa es una prueba de ello. (Hacia Inés.) ¿Y a usted le gustan los hombres en camisa?
inés.-En camisa o no, no me gustan mucho los hombres, ¿sabe?
estelle .- (mirando a los dos con estupor.) Pero ¿por qué, me pregunto yo, «por qué» nos han reunido?
Inés .- (Con una risa ahogada.) ¿Qué dice usted?
estelle.-No sé, los miro y pienso que vamos a continuar juntos ... Yo me esperaba encontrar amigos o gente de la familia.
inés .- ¡Ah, sí! Un buen amigo con agujero en medio de la cara.
estelle.-También a ese. Bailaba los tangos como un profesional. Pero a nosotros, «a nosotros», ¿por qué?
garcin.-No hay Ningún misterio, es el azar. Los van colocando Pueden donde, según el orden de su llegada. (A Inés.) ¿Por qué se ríe?
inés.-Porque me hace gracia con eso del azar. ¿Tiene Tanta Necesidad de tranquilizarse? No, no dejan nada al azar, no crea.
estelle .- (Tímidamente.) No. .. ¿no nos habremos visto antes en algún sitio?
inés.-Nunca. No la hubiera olvidado.
estelle.-O Puede ser que tengamos relaciones comunes ... ¿Ustedes no conocen A LOS Dubois-Seymour?
inés.-No creo.
estelle.-Reciben a todo el mundo.
inés .- ¿Y a qué se dedican?
estelle .- (Sorprendida.) a nada. Tienen un Castillo en Corrèze y. ..
inés.-Yo era empleada de Correos.
estelle .- (Con un pequeño gesto de disgusto.) ¡Ah! ¿Asi que, en efecto, no ...? (Una pausa.) ¿Y usted, señor Garcin?
garcin.-Yo nunca salí de Río.
estelle.-En ese caso, absolutamente tiene razón: solo el azar nos ha reunido.
El inés.-azar. Entonces esos muebles Están ahí por azar. El que el canapé de la derecha espinaca verde mar y el de la izquierda, Burdeos, es por azar ... ¿Verdad que sí? Está bien, pues intenten cambiarlos de sitio y ya me dirán lo qué ocurre ... Y esa estatua tambien un azar, ¿no es eso? ¿Y también este calor? ¿Este calor? (Un silencio.) Les digo que lo han preparado todo. Hasta en sus menores detalles ..., y con amor. Esta habitación nos esperabamos así.
estelle .- ¡Qué cosas dice! Todo es tan feo aquí, tan duro, tan anguloso. Yo no podia con los ángulos.
Inés .-- (Encogiéndose de hombros.) ¿Y qué se cree? ¿Que yo vivia en un salón Segundo Imperio? (Una pausa.)
estelle.-Entonces, ¿qué? ¿Todo estaba previsto?
inés.-Todo. Y nosotros encajamos bien.
estelle.-«Que sea usted» y «yo» precisamente, una frente a la otra, ¿no hay un azar en eso? (Una pausa.) ESPERAN ¿Y qué?
inés.-Yo no lo sé. Pero ESPERAN.
estelle.-Yo no puedo aguantar que alguien espere algo de mí. En seguida me da gana de hacer lo contrario.
Inés .- ¡Pues hágalo! ¡Hágalo, a ver! ¡Si Ni siquiera sabe lo que quiere!
estelle.-Es insoportable. ¿Y a mí tiene que ocurrirme algo por ustedes? (Los mira.) Por ustedes. Había caras que en seguida me decían algo. Pero las de ustedes no me dicen nada nada,.
Garcin .- (bruscamente, una Inés.) A ver, ¿por qué estamos juntos? Usted ha dicho ya muchas cosas, llegué hasta el final.
Inés .- (Extrañada.) ¿Yo? Yo no sé absolutamente nada.
Garcin .- «Hay saberlo» que. (Reflexiona un instante.)
inés.-Tan solo con que cada uno de nosotros Tuviera el valor de decir ...
Garcin .- ¿Qué?
inés .- ¡Estelle!
estelle .- ¿Qué hay?
Inés .- ¿Qué ha Hecho usted? ¿Por qué la han traído aquí?
estelle .- (Vivamente.) Yo no sé nada, absolutamente nada ... Hasta me pregunto si no habrá sido un error. (A Inés.) No se sonría así. Piense en la Cantidad de personas que ..., que se ausentan cada día que pasa. Llegan aquí por millones y no Se encuentran más que subalternos, empleados sin ninguna instrucción. ¿Cómo quieren que no haya errores? No, no se sonría así ... (A Garcin.) Diga usted alguna cosa, vamos. Si se han equivocado en mi caso, También Pueden haberse equivocado en el suyo. (A Inés.) Y en el suyo también. ¿No es mejor creer que estamos aquí por un error?
inés .- ¿Es todo lo que tiene que decirnos?
estelle .- ¿Qué más quieren saber? No tengo nada que ocultar. Huérfana Yo era pobre y ... Cuidaba de mi hermano pequeño. Un viejo amigo de mi padre me pidio en matrimonio. Era un hombre rico y bueno ... y acepté. ¿Qué hubiera Hecho otra persona en mi lugar? Mi hermano Estaba enfermo y su salud exigía los mayores cuidados. Viví seis años con mi marido una sombra pecado ... Hace dos años me encontré con una persona a la que quise Verdaderamente. Nos reconocimos en seguida. Quería que me fuera con él, pero yo no quise. Después de eso, tuve la neumonía, y eso es todo. Claro que alguien Podría reprocharme, en VIRTUD de Ciertos Principios, que haya sacrificado mi juventud A UN hombre viejo, no sé ... (A Garcin.) ¿Cree usted que eso sea una falta?
garcin.-Desde luego que no. (Una pausa.) ¿Y a usted le parece que sea una falta el que uno viva según sus propios Principios?
estelle .- ¿Quién Podría reprocharle una cosa así?
garcin.-Yo dirigía un diario pacifista. Estalla la guerra. ¿Qué hacer? Todo el mundo Tenía los ojos clavados en mí. «¿Se atreverá?» Pues bien: Si me atreví. Me cruce de brazos y me fusilaron. ¿Dónde está la falta? A ver, ¿dónde está la falta?
estelle .- (Le pone la mano en el brazo.) no hay ninguna falta. Usted es ...
Inés .- (Termina, irónicamente.) un héroe. ¿Y su mujer, Garcin?
Garcin .- ¿Qué pasa con ella? La saqué del arroyo, como se dice.
estelle .- (A Inés.) ¡Ya lo ve! ¡Ya lo ve!
inés.-Sí, ya veo. (Una pausa.) ¿Para quién Representan la comedia? Estamos en familia.
estelle .- (Con insolencia.) ¿En qué familia?
inés.-En la de los asesinos, quiero decir. Estamos en el infierno nenita,, y nunca se Producen errores, a la gente no se la condena por nada.
estelle.-Cállese.
Inés .- ¡En el Infierno! ¡Condenados! ¿Lo oyen? ¡Condenados!
estelle.-Cállese, por favor. ¿Quiere callarse de una vez? Le prohíbo que emplee palabras tan groseras.
inés.-Está condenada la Santita. Condenado el héroe irreprochable. Todos tuvimos nuestro momento de placer, ¿no es cierto? Hay gentes que han sufrido por nuestra causa hasta la muerte, y eso nos divertía mucho, ¿no? Pues ahora hay que pagarlo.
Garcin .- (Levanta la mano.) ¿Se va a o callar ¿no?
Inés .- (Lo mira sin miedo, pero con inmensa sorpresa.) ¡Ah, ya sé! (Una pausa.) ¡Espere! Ya lo he comprendido. ¡Ya sé por qué nos han puesto juntos! ¡Ya lo sé!
garcin.-Tenga cuidado con lo que va a decir.
inés.-Van a ver cómo es una tontería, ¡una solemne tontería! No tenemos tortura física, ¿verdad? Y, sin embargo, estamos en el infierno. Y nadie tiene que venir. Nadie. Estaremos nosotros solos y juntos para siempre, ¿no? En resumen, alguien falta aquí: el verdugo.
Garcin .- (A media voz.) Ya lo sé, sí.
inés.-Es fácil, Han Hecho Economías en el personal, eso es todo. Los Mismos clientes hacen el servicio, como en esos restaurantes cooperativos.
estelle .- ¿Qué quiere decir?
inés.-El verdugo es cada uno de nosotros para los demás. (Una pausa asimilando la noticia.)
Garcin .- (Al fin, con una voz suave.) Yo no seré nunca un verdugo. No les deseo Ningún mal y no tengo nada que ver con ustedes. Nada. Es muy fácil lo que hay que hacer, que cada uno se quede en su rincón: allí usted, usted ahí y yo aquí. Y silencio. Ni una sola palabra. No és difícil, ¿verdad? Cada uno tiene ya bastante consigo mismo. YO CREO QUE Podría quedarme diez mil años sin hablar.
estelle .- ¿Qué tengo yo que hacer? ¿Callarme?
garcin.-Sí, y nos ..., nos habremos salvado. Callarse. Mirar Dentro de sí, sin levantar nunca la cabeza. ¿Estamos de acuerdo?
inés.-Sí, de acuerdo.
estelle .- (Duda un momento.) Bueno, de acuerdo.
garcin.-Entonces, adiós. (Va a su canapé y oculta el rostro entre las manos. Silencio. Inés se pone a cantar para sí Misma.)
Inés .-

Dans la rue des Blancs-Manteaux
Ils ont levé des Tréteaux
et du son mis dans un seau.
Un Et c'était échafaud
dans la rue des Blancs-Manteaux.

Dans la rue des Blancs-Manteaux
Le Bourreau tôt s'est levé.
C'est qu'il avait du boulot.
Coupe qu'il faut des Généraux,
Evêques des, des Amiraux
dans la rue des Blancs-Manteaux.

Dans la rue des Blancs-Manteaux
v'nues sont des dames comme il faut
avec des beaux affutiaux,
mais la tête leur f'sait défaut.
Elle avait Roulé de haut hijo de
la tête avec le chapeau
dans le Ruisseau des Blancs-Manteaux.

(Durante la canción, Estelle y polvos se pone rojo de labios. Ahora busca un espejo A su Alrededor, inquieta. Registra en su bolso y luego se vuelve hacia Garcin).
estelle.-Señor, ¿no Tendrá un espejo? (Garcin no contesta.) Un espejito de bolsillo, cualquier cosa. (Garcin no contesta.) Si me va a dejar sola, procúrese por lo menos un espejo. (Garcin Sigue con el rostro entre las manos, sin responder.)
Inés .- (Con precipitación.) Yo tengo un espejito aquí, en mi bolso. (Busca en él. Decepcionada.) Ya no lo tengo. Han debido de quitármelo en el registro de entrada.
estelle .- ¡Qué fastidio! (Una pausa. Cierra los ojos y vacila. Inés se precipitación, y la sostiene.)
Inés .- ¿Qué le sucede?
estelle .- (Vuelve a abrir los ojos y sonríe.) Me siento rara. (Se Palpa.) ¿No A Usted le ocurre algo parecido? Cuando no me veo, palparme que tengo ... Me pregunto si existo Verdaderamente.
inés.-Tiene usted suerte. Yo me siento siempre desde el interior.
estelle .- ¡Ah, sí! ... Desde el interior. Pero todo lo que pasa Dentro de las Cabezas es tan vago ... Me da sueño ... (Una pausa.) Yo tengo seis grandes espejos en mi dormitorio. Los veo. Yo los veo. Pero ellos no me ven a mí. Reflejan la coqueta, la alfombra, la ventana ... ¡Qué vacío está un espejo en el que yo no estoy! Cuando hablaba, me las arreglaba para que hubiera siempre uno en el que poder mirarme. Hablaba, me veia hablar. Me veia tal y como los demás me veían, y eso me mantenía despierta. (Con desesperación.) ¡El Carmín! Seguro que me lo he puesto mal. Sea como fuere, no puedo quedarme sin espejo para toda la eternidad.
Inés .- ¿Quiere que yo ..., que yo misma le sirva de espejo? Venga, venga, la invito a mi casa. Siéntese aquí, en mi canapé.
estelle .- (Señala una Garcin.) Es que ...
inés.-No nos preocupemos por él ...
estelle.-Pero vamos a hacernos daño. Misma Usted lo ha dicho.
inés.-No, vamos, mujer ... ¿Tengo yo el aspecto de querer perjudicarla?
estelle.-Pero nunca se sabe ...
inés.-Más bien serás tú la que me haga daño a mí ... Pero eso, ¿Qué puede importarme? Si tengo que sufrir, qué más me da que seas tú ... Siéntate, anda. Acércate. Más aún. Mírate en mis ojos. ¿Qué ves en ellos?
estelle.-Soy muy pequeñita. Me veo muy mal.
inés.-Pero yo sí te veo a ti. De cuerpo entero ... Anda, hazme preguntas. Ningún espejo te Sería más se siente. (Estelle, molesta, se vuelve hacia Garcin como para pedirle ayuda.)
estelle .- ¡Señor! ¡Señor! ¿No le molestaremos charla con nuestra? (Garcin no contesta,)
inés.-Déjalo. El ya no cuenta, estamos solos. Pregúntame.
estelle .- ¿Me he pintado bien los labios?
inés.-Déjame ver. No, no muy bien.
estelle.-Me lo figuraba. Afortunadamente (Mirada a Garcin.) No me ha visto nadie. Voy a hacerlo otra vez.
inés.-Es mejor. No. Sigue la línea de los labios; voy a guiarte. Así, así. Ahora está bien.
estelle .- ¿Tan bien como antes, entré cuando?
inés.-Mejor. Más denso, más cruel. Unos labios para el infierno.
estelle .- ¡Ah! ¿Y eso está bien? ¡Qué rabia, no puedo juzgarlo por mí misma! ¿Me jura que ha quedado bien?
Inés .- ¿No quieres que nos tuteemos?
estelle .- ¿Me juras que ha quedado bien?
inés.-Eres muy guapa.
estelle.-Pero ¿tiene usted buen gusto? Por lo menos, ¿tiene «mi» gusto? ¡¡Ah, qué fastidio, qué desagradable!
inés.-Tengo tu gusto, puesto que me gustas. Mírame bien. Sonríeme. Yo tampoco soy fea. ¿No valgo más que un espejito yo?
estelle.-No ..., no lo sé. Usted me intimida. Mi imagen, en los espejos, Estaba ... domesticada. La conocía tan bien ... Ahora, si voy a sonreír, mi sonrisa irá al fondo de sus pupilas y Dios sabe en qué se convertirá en ellas.
inés .- ¿Y quién te Impide domesticarme a mí? (Se miran. Sonríe Estelle, un poco Fascinada.) ¿Decididamente no quieres tutearme?
estelle.-Me cuesta trabajo tutear a las mujeres.
inés.-Y especialmente a las empleadas de Correos, me supongo ... ¿No? Pero ¿qué tienes ahí, en la mejilla, más abajo? ¿Es una mancha roja?
estelle .- (Se sobresalta.) ¡Una mancha roja! ¡Qué horror! ¿Dónde?
inés .- ¡Ah, ya ves, ya ves! Me he convertido en el espejo de las chicas bonitas, ya lo ves, guapa: te he ganado. Absolutamente no, tienes ninguna mancha roja nada. ¿Eh? ¿Si el espejo se pusiera un mentir? O si a mí me Diera por cerrar los ojos, si me negara un mirarte, ¿qué harías tú entonces con toda esa belleza? No, no tengas miedo: tengo que mirarte, mis ojos Estarán abiertos de par en par ... Buena Y yo seré buena contigo ... Pero tú me hablarás de tu. (Una pausa.)
estelle .- ¿De verdad te gusto?
inés.-Mucho. (Una pausa.)
estelle .- (Indicando un Garcin con un gesto.) Me gustaría que él también me mirara.
inés.-Porque es un hombre. (A Garcin.) Ha ganado usted. (Garcin no contesta.) ¿Qué hace que no la mira? (Garcin no contesta.) Deje de hacer teatro; No se ha perdido ni una palabra de lo que hemos estado Diciendo aquí.
Garcin .- (Levanta la cabeza bruscamente.) Tiene razón, Ni Una Sola Palabra, por mucho que me he hundido los dedos en los oídos, ustedes hablaban dentro de mi cabeza. ¿Y ahora quieren dejarme, por favor? No tengo nada que resolver con ustedes.
Inés .- ¿Con la chica tampoco? Ya he visto su truco. Si ha tomado esa actitud interesante, ha sido para que ella caiga, ¿o qué se cree?
garcin.-Le digo y le repito que me dejen. Están hablando de mí en el periódico y quisiera escucharlo. Me importa un bledo la chica, si es que eso Puede tranquilizarla. ¿Entiende?
estelle.-Muchas gracias.
-No garcin. Quería ser grosero, perdone.
estelle .- ¡Lo ha sido! (Una pausa. Están los tres en pie, Enfrentados.)
garcin.-Ya está otra vez. (Una pausa.) Les había suplicado que se callaran.
estelle.-Ha sido ella la que ha empezado. Ha venido un ofrecerme su espejo, Cuando yo no le había pedido nada.
inés.-Nada. Solo que tú le estabas provocando y le hacias Visajes para que te mirara.
estelle .- ¿Y qué?
garcin.-Pero ¿Están locas? Entonces es que no se dan cuenta adónde vamos. Pero, por lo menos, cállense. (Una pausa.) Vamos a volver a sentarnos tranquilamente ... Nos taparemos los ojos, y cada uno intentara olvidar la presencia de los demás. Yo se lo ruego. (Una pausa. Vuelve a sentarse. Ellas Vuelven a su sitio con paso vacilante. Inés se vuelve bruscamente.)
Inés .- ¡Sí, olvidarse! ¡Qué puerilidad! Los siento hasta por dentro de mis huesos. El silencio de ustedes me grita en los oídos. Pueden coserse la boca o cortarse la lengua, qué más da: a pesar de todo, ¿no existiendo seguirán? ¿No seguirán pensando? Ese pensamiento yo lo oigo: hace »« tictac, como un despertador, ustedes oyen Y también el mío. Qué más me da que usted se quede ahí escogido en su rinconcito, está en todas partes: los sonidos me llegan sucios Porque usted los ha escuchado antes al pasar. Hasta la cara me ha robado: usted la conoce y yo no. ¿Y a ella? A ella también me la ha robado. Si estuviéramos solas, ¡qué se cree usted!, ¿Que la ESA se atrevería uno tratarme como me trata? No, no, basta ya; Quítese SEE manos de la cara. No le voy a dejar; Sería demasiado cómodo para usted. Hundido Aunque se quedara ahí, insensible, en sí mismo como un Buda; Aunque yo pudiera cerrar los ojos, partiría como ella le dedica todos los rumores de su vida, hasta los roces de su vestido, y que le Envía sonrisas que usted no llega a ver ... ¡Eso sí que no! Yo quiero elegir mi propio infierno, quiero mirarlos una plena luchar y Luz A cara descubierta.
garcin.-Está bien. Me figuro que Teníamos que llegar a esto, nos han Manejado Como a niños. Si por lo menos me hubieran puesto con hombres ... Los hombres saben callarse. Pero no hay que exigir demasiado. (Va junto a Estelle y le acaricia la barbilla.) Chica ¿Qué pasa,? ¿Es verdad que te gusto? Parece que me echabas cada mirada ...
estelle.-No me toque.
Garcin .- ¡Bah!, hablemos con confianza. A mí me gustaban mucho las mujeres, ¿sabes? Y yo A ellas les gustaba. Así que tú, tranquila ... Ya no tenemos nada que perder. Educación, ceremonias, ¿para qué? ¡Entre nosotros! En seguida vamos a estar tan desnudos como gusanos.
estelle .- ¡Bueno, déjeme!
-Como garcin. gusanos ... No digan que no les había prevenido. Y no les Pedía nada, solo de La Paz, un poco de silencio. Me había tapado los oídos con las manos. Gómez hablaba, en pie entre las mesas, y los compañeros del periódico le escuchaban. En mangas de camisa. Trataba de lo que decían Comprender, difícil pero era: la ortografía de la Tierra pasan tan de prisa ... Y qué, ¿es que no podian callarse? Ahora ya se acabó, ya no habla. Lo que piensa de mí ha vuelto un su cabeza. Bueno, está bien, tendremos que llegar hasta el fin. Desnudos como gusanos, quiero saber con quién tengo que habérmelas.
inés.-lo sabe. Ahora ya lo sabe.
garcin.-No; Mientras que cada uno de nosotros no confiese por qué lo han Condenado, es como si no supiéramos nada. A ver, tú, la rubia, empieza tú. ¿Por qué? Dinos por qué, anda, tu franqueza Puede Evitar alguna catástrofe; Cuando conozcamos A NUESTROS monstruos, entonces ... Vamos, vamos, ¿por qué?
estelle.-Ya he dicho que lo ignoro. No han querido decírmelo.
garcin.-Ya sé. A mí tampoco me han querido contestar. Pero yo me conozco bien. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de hablar tú la primera? Está bien. Yo voy a empezar. (Un silencio.) Yo no soy ninguna belleza.
Inés .- ¡Bueno! Ya sabemos que deserto.
garcin.-Deje eso. No vuelva A HABLAR de eso. Estoy aquí Porque torturaba a mi mujer, esa es la cosa. Durante cinco años. Ahí está: en cuanto hablo de ella, ya la veo. Lo que me interesa es Gómez, pero la veo a ella. ¿Dónde estará Gómez? Durante cinco años. Imagínense, acaban de devolverle mis Efectos. Está sentada cerca de la ventana y ha puesto mi chaqueta sobre sus rodillas. La chaqueta tiene doce agujeros. La sangre parece como herrumbre. Los bordes de los agujeros Están chamuscados. ¡¡Ah, sí! Es una pieza de museo, una chaqueta histórica. ¡Y yo Llevaba eso! ¿Llorarás? ¿Terminaras llorando? Yo volvía a casa borracho como un cerdo, oliendo un vino ya mujeres. Ella me había estado esperando toda la noche, pero no lloraba. Ni una palabra de reproche, con naturalidad. Únicamente sus ojos. ¡Sus enormes ojos! No me arrepiento de nada. Voy a pagarlo bien, pero no me arrepiento de nada. Fuera está lloviendo. ¿Por fin Llorarás? Es una mujer que tiene vocación de mártir.
Inés .- (Casi dulcemente.) ¿Y por qué le Hacía sufrir?
garcin.-Porque era fácil. Bastaba una palabra para hacerla cambiar de color, era una sensitiva. ¡¡Ah! ¡Ni un reproche Siquiera! Yo soy muy tozudo. Esperaba, esperando seguía. Pero qué va, ni una lágrima, ni un solo reproche. Es que yo la había sacado del arroyo, ¿comprenden? Ahora pasa la mano por la chaqueta mirarla pecado. Sus dedos buscan a ciegas los agujeros en la tela. ¿Qué esperas? Vamos a ver, ¿qué esperas? Ya te digo que no me arrepiento de nada. En fin, es que me admiraba demasiado. ¿Comprende?
inés.-No. A mí nadie me ha admirado nunca.
garcin.-Mejor. Mucho mejor para usted. Entonces todo esto Debe parecerle abstracto. Pues mire, voy a Contarle una anécdota: yo, bueno, yo había instalado en mi casa a una mulata. ¡Qué noches! Mi mujer dormía en el primer piso; Así que seguro que nos Oia. Bueno, pues era la primera que se levantaba, y como a nosotros se nos pegaban las sábanas, pues ..., en fin, nos traia el desayuno a la cama. ¿Qué les parece?
inés.-Sinvergüenza.
garcin.-Sí, sí, de acuerdo: el sinvergüenza bien amado. (Parece distraído.) No, para nada. Es Gómez, pero no está hablando de mí. ¿Un sinvergüenza, dice? ¡Caramba! Si no lo fuera, ¿qué Estaría haciendo aquí? ¿Y usted?
inés.-Bueno, yo era eso que llaman allí ... una ..., una mujer condenada. Condenada ya «antes», ¿comprende? Asi que la sorpresa no ha sido tan grande para mí.
garcin.-Y eso es todo.
inés.-No, tambien esta el asunto con Florencia ... Pero esa es una historia de muertos. Tres muertos. Primero él, ella luego Y después yo. Asi que no queda nadie allí, en eso estoy tranquila: solo la habitación ... La veo, esa habitación, de cuando en cuando. ¡¡Ah! Han acabado por quitar los Precintos. Se alquila. Ahora se alquila. Hay un cartel en la puerta. Es ..., es una porquería, ¡qué pena!
garcin.-Así que me parece que ha dicho ... Tres.
inés.-Sí, tres.
Garcin .- ¿Mujeres y Un hombre de DOS?
inés.-Sí.
garcin.-Vaya. (Una pausa.) ¿Y él se mató?
Inés .- ¿El? Era Incapaz de eso. Pero tampoco es Porque sufriera. No, un tranvía que lo aplastó. ¡Una broma pesada! Yo vivia con ellos, era mi primo.
Garcin .- ¿Cómo era Florencia? ¿Rubia?
Inés .- ¿Rubia? (Mirada a Estelle.) Mire, yo no me arrepiento de nada, pero no me hace ninguna gracia Contarle a esta historia.
Garcin .- ¡Vamos! ¡Vamos! ¿Qué ocurría con el chico? ¿Le fastidiaba?
inés.-No, poco a poco ... Hubo de todo, en fin ... Por ejemplo, Hacia bastante ruido Cuando bebía: soplaba en el vaso por la nariz, ¿sabe? Naderías, Después de todo ... Era, bueno ¡!, Un chico era pobre, muy vulnerables. ¿Por qué se sonríe?
garcin.-Porque yo no soy nada vulnerables.
inés.-Eso habría que verlo. El caso es que me fui deslizando Dentro de ella hasta que la muchacha Empiezo a mirarlo con mis ojos ... En fin, que se me Vino a los brazos. Entonces tomamos una habitación al otro lado de la ciudad.
Garcin .- ¿Y entonces?
inés.-Lo del tranvía. Por cierto que yo le decía siempre: «Bien, hijita, somos nosotras las que lo hemos matado.» (Un silencio.) Es que soy mala.
garcin.-Sí. Yo también.
inés.-Usted no es malo, no. Es otra cosa.
Garcin .- ¿Qué?
inés.-Ya se lo diré luego. "Yo sí, yo soy mala, eso quiere decir que necesito el sufrimiento de los demás para existir. Soy como una antorcha: una antorcha en los corazones. En cuanto estoy sola me apago. Durante seis meses estuve ardiendo en su corazón, y lo Quemé todo. Una noche se Levantó; Abrio la llave del gas sin que yo me Diera cuenta y luego Volvió a acostarse junto a mí. Esa es la cosa.
Garcin .- ¡Hum!
Inés .- ¿Qué?
garcin.-Nada. Que no está bien.
inés.-Bueno, no, ya sé que no está bien. ¿Qué quiere decir?
garcin.-Claro. Claro, tiene razón. (A estelle.) Ahora te toca a ti. ¿Qué tú ha hecho?
estelle.-Ya les he dicho que no sé nada. Por más que me pregunto ...
garcin.-Está bien, yo voy a ayudarte. Ese tipo de la cara destrozada, ¿quién es?
estelle .- ¿Qué tipo?
inés.-lo sabes Demasiado. Ese del que te daba miedo Cuando entraste.
estelle.-Es un amigo.
Garcin .- ¿Por qué tenías miedo de él?
estelle.-No, ustedes no Tienen Derecho a interrogarme.
inés .- ¿Es que se mató por tu culpa?
estelle .- ¡Qué va! Usted está loca.
garcin.-Entonces, ¿por qué te daba miedo? Se Arreo un tiro de fusil en la cara, ¿no? ¿Es eso lo que se le llevo la cabeza?
estelle .- ¡Cállese! ¡Cállese!
garcin.-Por tu culpa, ¿no? ¡Por tu culpa!
inés.-Un tiro de fusil por tu culpa.
estelle.-Déjenme tranquila. Me dan miedo. ¡Quiero irme! ¡Quiero marcharme de aquí! (Se precipitación hacia la puerta y la sacude.)
garcin.-Vete. Para mi es lo mejor que podia pasar. Solo que la puerta está cerrada por fuera. (Estelle llama al timbre, pero este no suena. ríen Inés y Garcin. Estelle se vuelve hacia ellos, pegada a la puerta.)
estelle .- (Con voz ronca y lenta.) USTEDES SON asquerosos.
inés.-Muy bien, somos asquerosos. ¿Y qué más? Asi que el tipo se mató por tu culpa. ¿Era tu amante?
garcin.-Está claro que era su amante. Y él Quería tenerla para él solo, ¿no es verdad?
inés.-Bailaba los tangos como un profesional, pero era pobre, me imagino. (Un silencio.)
garcin.-Te preguntan si el muchacho era pobre.
estelle.-Sí, era pobre.
garcin.-Y, además, tú tenías que conservar tu reputación ... Un día se presento, y suplicó tú te lo tomaste una broma.
inés .- ¡Ah, ¿sí? ¿Sí? ¿Lo tomaste una broma? ¿Y ESA FUE LA RAZÓN DE Que se matara?
estelle .- ¿Tú ..., mirabas tú a Florencia con esos ojos?
inés.-Sí. (Una pausa. Estelle se echa a reir.)
estelle.-No Tienen ni la menor idea. (Se yergue y otra vez los mira. Siempre pegada a la puerta. Con tono provocador y seco.) Quería hacerme un hijo. Qué, ¿ya contentos están?
garcin.-Y tú no querías.
estelle.-No. Pero el niño Llegó, de todas formas. Me fui a pasar cinco meses-Suiza, de. Nadie se entero de nada. Era una niña. Roger Estaba conmigo cuando nacio. A él le gustaba Tener una niña. A mí, no.
Garcin .- ¿Y después?
estelle.-Había allí un balcón que daba al lago. Yo me traje una piedra grande. El gritaba: «Estelle, te lo ruego, te lo suplico. Le» Yo detestaba. Lo vio todo. Se acostó al balcón y le dio tiempo a ver las ondas en el lago.
Garcin .- ¿Y luego?
estelle.-No hay más nada. Me volví a París. Y él Hizo lo que le parecio.
Garcin .- ¿Saltarse los sesos?
estelle.-Bueno, pues sí. No merecia la pena, mi marido nunca Llego a sospechar nada de nada. (Una pausa.) Los odio. (Tiene una crisis de sollozos secos.)
garcin.-Es inútil. Aquí las lágrimas no corren.
estelle .- ¡Qué soy cobarde! ¡Qué cobarde! (Una pausa.) ¡Sí se dieran cuenta de cómo los odio!
Inés .- (Tomándola en sus brazos.) Pero, hijita ... (A Garcin.) El interrogatorio ha terminado. No vale la pena que siga con ese hocico de Verdugo.
garcin.-Verdugo de ... (Mira a su alrededor.) Yo también Daría Cualquier Cosa por poder mirarme en un espejo. (Una pausa.) ¡Qué calor hace! (Maquinalmente Empieza a quitarse la chaqueta.) ¡¡Oh!, Perdón. (Inverso Juego.)
estelle.-No, cómodo Ponerse puede. Ahora ya da igual.
garcin.-Sí. (Tira la chaqueta en un canapé.) No tiene que enfadarse conmigo, Estelle.
estelle.-No estoy enfadada con usted.
inés .- ¿Y conmigo? ¿Conmigo Si lo estás?
estelle.-Sí. (Un silencio.)
inés .- ¿Y qué, Garcin? Ya estamos desnudos como gusanos. ¿Ve más claro ahora?
garcin.-No lo sé. Puede que un poco más, sí. (Tímidamente.) ¿No les parece que ..., podriamos Que Intentar ayudarnos los unos los A OTROS?
inés.-Yo no necesito ayuda.
garcin.-Inés, han enmarañado todos los hilos. Mire: con el gesto Haga menor que usted, con que levante una mano para abanicarse, Estelle y yo sentimos una sacudida. Ninguno de nosotros Puede salvarse en solitario. O nos perdemos juntos o salimos de esta juntos. Elijan. (Una pausa.) ¿Qué sucede ahora?
inés.-Ya la han alquilado. Las Ventanas Están abiertas de par en par y hay un hombre sentado en mi cama. ¡Ya la han alquilado! ¡Sí, ya la han alquilado! Entre, sin miedo entre. Es una mujer. Va junto a él y le pone las manos en los hombros ... ¿Qué ESPERAN para encender la luz? No se ve nada. ¿Qué van a hacer? ¡Besarse! ¡Esa habitación mía es mía,! Pero ¿por qué no encienden? Ya no puedo verlos ... ¿Qué están Murmurando? Qué, ¿la Va a acariciar en «mi» cama? Ella le dice ahora que son las doce del día y que hay demasiada luz. Es entonces que me estoy quedando ciega. (Una pausa.) Se acabó. No hay mas nada: ya ni veo ni oigo nada ... Bien, esto que supongo que con terminado con la Tierra. Ya no hay por qué justificarse. (Se estremece.) Me siento vacía. Ahora sí que estoy completamente muerta. Enteramente aquí. (Una pausa.) ¿Qué me decía? Hablaba de ayudarme, me parece.
garcin.-Sí.
Inés .- ¿A qué?
garcin.-las trampas Un Deshacer.
inés .- ¿Y yo, en cambio ...?
garcin.-Me ayudará a mí. Será cosa de poco, Inés: solo con algo de buena voluntad ".
inés.-Buena Voluntad ... ¿Dónde quiere que la Find? Estoy podrida.
Garcin .- ¿Pues y yo? (Una pausa.) ¿Y si lo intentáramos, sin embargo?
Estoy inés.-seca. No puedo ni Recibir ni dar ninguna cosa. ¿Cómo quiere usted que le ayude? Una rama muerta, pasto del fuego. (Una pausa. Mira a Estelle, que tiene la cabeza en las manos.) Florencia era muy rubia.
Garcin .- ¿Usted no ignora que esta muchacha es su verdugo?
inés.-Puede, pero lo dudo mucho.
garcin.-va Usted a ella por caer. Por lo que a mí RESPECTA, yo ..., yo ..., yo no le presto ninguna atención. Si por su parte ...
Inés .- ¿Qué?
garcin.-Es una trampa. Y a usted la acechan ahora para ver si cae o no.
inés.-Ya lo sé. Y «usted» También es una trampa. ¿Qué se cree? ¿Que esas palabras suyas no PREVISTAS Esteban? ¿Y que no hay otras trampas que no podemos ver? Todo es una trampa. Pero ¿Qué puede importarme? Yo también lo soy. Un cepo para ella. Y el mar Que puede yo la que la atrape.
garcin.-Usted no atrapará absolutamente nada. Nosotros corremos unos Detrás de otros como los caballitos de madera, sin encontrarnos nunca. Créame que todo está organizado ya. Deje eso, Inés. Abra las manos, suelte la presa, o solo conseguirá la desgracia de todos.
Inés .- ¿Tengo yo el aspecto de soltar una presa? Ya sé lo que me aguarda. Voy a Quemarme, me quedo y sé que esto no Tendrá fin. Lo sé todo. Pero ¿usted cree que voy a soltar la presa? Esa Va a ser cosa mía, y acabará Mirandole un con usted mis propios ojos, como Florencia Terminó mirando al otro. ¡Qué me viene a decir ahora de su desgracia! Ya le digo que lo sé todo, y Ni siquiera puedo Tener piedad de mí. Una trampa, ¡qué cosa! Naturalmente, y yo estoy cogida en esta trampa. Pero, además, ¿qué? Si Están contentos con nosotros, mejor.
Garcin .- (Tomándola por los hombros.) Escuche: "Yo sí puedo" Tener piedad de usted. Míreme ahora: estamos desnudos. Desnudos hasta los huesos, y yo la conozco hasta las entrañas; bien. ¿Cree usted que yo tengo interés en hacerle daño? Yo no me arrepiento de nada, no me quejo de nada, yo también estoy seco. Pero de usted ..., de usted sí puedo "Tener piedad.
Inés .- (Que se ha dejado hacer Mientras él hablaba, se sacude.) No me toque. Me molesta que me toquen. Y guárdese su piedad. ¡Vamos, Garcin! También hay muchas trampas para usted en esta habitación. Para usted. Preparadas para usted. Sería mejor que se preocupara de sus propios asuntos. (Una pausa.) Si nos deja completamente tranquilas a la niña ya mí, yo me las arreglaré para Que a usted no le pase nada.
Garcin .- (La mira un momento y se escoge de hombros.) Vale.
estelle .- (Levantando la cabeza.) Socorro, Garcin.
Garcin .- ¿Qué quiere de mí?
estelle .- (levantándose y Acercándose a el.) A mí sí Puede usted ayudarme.
garcin.-Diríjase a ella. (Inés se ha acercado y se Coloca Muy cerca de ella por detrás, sin tocarla. Durante las frases Siguientes casi le hablará al oído. Estelle Pero, vuelta hacia Garcin, que la mira sin hablar, Únicamente responde este, como si él fuera quien la interrogara.)
estelle.-Por favor, Garcin, lo ha prometido usted, lo ha prometido. Pronto, pronto, no quiero estar sola. Olga se lo ha llevado al baile.
Inés .- ¿A quién?
estelle.-A Pedro. Están bailando juntos.
Inés .- ¿Quién es Pedro?
estelle.-Un chico inocentón. Me decía que yo era su agua pura. Me quería. Ella se lo ha llevado al baile.
inés .- ¿Y tú le quieres?
estelle.-Ahora se sientan. Ella está sin aliento. ¿Por qué se pone a bailar? A no ser que para adelgazar mar. Claro que no. Claro que yo no le Quería, tiene dieciocho años y yo no soy un ogro.
inés.-Déjalos Entonces. ¿Qué puede importarte?
estelle.-Pero era mío.
inés.-Ya no hay nada tuyo en la Tierra.
estelle.-Era el mío.
inés.-Sí, lo »era« ... Ahora Intenta cogerlo, tocarlo Intenta, anda. Puede tocarlo Olga, ella Puede que sí. ¿No es así? ¿Verdad? Ella Puede cogerle las manos, rozarle las rodillas.
estelle.-Aprieta contra él su enorme pecho, le echa el aliento en la cara. Pulgarcito, Pulgarcito pobre, ¿qué esperas para Echarte a reir en su cara? ¡¡Ah!, Me hubiera bastado con una mirada, ella no se hubiera atrevido nunca ... Entonces, ¿qué es, verdaderamente, ya no soy nada?
inés.-Ya nada, nada. Y ya no hay nada tuyo allí en la Tierra: todo lo que te Pertenece está aquí. ¿Quieres el cortapapeles? ¿La estatua? El canapé azul es el tuyo ... Y yo, pequeña, yo también soy tuya para siempre.
estelle .- ¿Qué? ¿Mía? ¿Quién de ustedes se atrevería a decir que yo soy su agua pura? A ustedes no se les puede engañar, ustedes saben que yo soy una basura, un desperdicio ... Piensa en mí, Pedro, solo piensa en mí; defiéndeme. Mientras que tú piensas: agua pura, querida agua pura, solo estaré a en medios de comunicación este lugar, solo a medias seré culpable, seré agua pura allí contigo. Mira, está colorada como un tomate. Pero, vamos, si es imposible, lo que nos habremos reido de ella juntos. ¿Qué es esa melodía que tanto me gustaba? ¡¡Ah, sí! ... Es «Saint Louis Blues» ... Bueno, bueno, bailad. Garcin, cómo se divertiría si pudiera verla. Ella no sabrá nunca que yo la miro ahora. Sí, te veo, te veo, despeinada, la cara DESCOMPUESTA, los pisotones ... Es para morirse de risa. ¡Ale, vamos! ¡Más de prisa! ¡Más de prisa aun! Él tira de ella, la empuja. Es una porquería. ¡Más de prisa! Él me decía siempre: «Tú eres tan ligera ...» ¡Ale, vamos! ¡Vamos! (Baila Mientras habla.) Ya te digo que te estoy mirando. A ella le da igual; baila un Través de mi mirada. ¡Nuestra querida Estelle! ¿Así que nuestra querida Estelle? No, cállate. Ni siquiera ha derrames con una lágrima en el funeral. Ella le ha dicho:. «Nuestra querida Estelle» Tiene la poca vergüenza de Hablarle de mí. Vamos, id a compás ... Ella no es de las que Pueden hablar y bailar al mismo tiempo, no ... Pero ¿qué es lo que ahora ...? ¡¡No! ¡¡No! ¡No se lo digas! ¡Ya te lo dejo; Llévatelo, Guardatelo, haz lo que quieras de él, pero no se lo digas! ... (Ha dejado de bailar.) Bueno. Ya está. Ahora quédate con él ... Se lo ha contado todo, Garcin: Roger, viaje el a Suiza, la niña, se lo ha contado todo. «Nuestra querida Estelle no era ...» En efecto, no, no era ... Él mueve la cabeza con un gesto triste, Pero no puede decirse que la noticia lo haya mucho trastornado. Ahora quédate con él. No seré yo quien te disputa sus largas pestañas ni su aspecto de niña ... ¡¡Ah! Me llamaba agua pura, su cristal. El cristal se ha Hecho añicos. «Nuestra querida Estelle.» ¡Hale, bailad, bailad! Pero un compás, cuidado ... Un compás: Un, dos ... (Baila.) Daría todo lo del mundo por volver un momento, solo un instante ..., y bailar. (Baila. Una pausa.) Ahora no oigo muy bien. Han apagado las luces como para un tango. ¿Por qué tocan con sordina? ¡Más fuerte! ¡Qué lejos! Ya ..., ya no oigo nada, nada. (Deja de bailar.) Nunca más. La tierra me ha abandonado. Garcin, ahora mírame, cogeme en tus brazos. (Inés hace señas un Garcin De qué se aparte desde Detrás de Estelle.)
Inés .- (Imperiosamente.) ¡Garcin!
Garcin .- (Retrocede un paso e indica una Inés.) No, Diríjase a ella.
estelle .- (Se agarra a el.) ¡No se marche ahora! ¿Es que no es un hombre? Míreme Pero, no vuelva los ojos. ¿Tan desagradable le Resulta verme? Tengo ..., tengo los cabellos rubios y, Después de todo, hay alguien que se ha matado por mí. Por favor, de todos modos algo tiene que mirar. Si no soy yo, Será la estatua, la mesa o los canapés. Sea como fuere, yo soy algo más agradable de mirar. Escucha: he caído de sus corazones como un pajarito que se cae del nido. Recógeme, ponme ahí, en tu corazón, y ya verás cómo contigo soy buena.
Garcin .- (Esfuerzo Rechazándola con.) Le digo que se dirija a ella.
estelle .- ¿A ella? No, ella no cuenta. Es una mujer.
Inés .- ¿Que yo no cuento? Pero, hija mía, hijita, hace ya mucho tiempo que tú estás resguardada en mi corazón. No tengas miedo, yo te miraré un respiro pecado, parpadeo un pecado ... Y tú vivirás en mi mirada como una Lentejuela en un rayo de sol.
estelle .- ¿Un rayo de sol? Vamos, déjese de tonterías. Ya antes ha querido salirse con la suya y ha visto que ha fracasado; Así que déjeme.
inés .- ¡Estelle! Agua pura, cristal.
estelle .- ¿ «Su» cristal? ¡Qué gracia! ¿A quién piensa engañar? Vamos, todo el mundo sabe que yo tiré a la niña por la ventana. El cristal se ha Hecho polvo en el suelo, y que me importa. Ya solo pellejo de la soja de la ONU, y mi pellejo no es para usted.
inés.-ven Pero. Tú serás lo que quieras: Agua pura, agua sucia. Te reconocerás en el fondo de mis ojos como tú te deseas.
estelle .- ¡Suélteme! ¿Es que no tiene ojos? ¿Qué tengo que hacer para que me suelte? ¿Eh? ¿Qué tengo que hacer? (Le escupe a la cara. Inés la suelta bruscamente.)
Inés .- ¡Garcin! Usted me las pagará. (Una pausa. Garcin se escoge de hombros y va hacia Estelle.)
Garcin .- ¿Así que quieres un hombre?
estelle.-Un hombre, no. Tú.
garcin.-Déjate de cuentos. Cualquiera serviría. Resulta que soy yo el que está aquí, pues yo. Bien. (La coge por los hombros.) Yo no tengo nada para gustarte, ¿sabes? No soy un chico inocentón y tampoco sé bailar los tangos.
estelle.-Te tomaré como eres. Puede que te haga cambiar.
garcin.-Lo dudo. Estaré ... distraído. Tengo otras cosas en la cabeza.
estelle .- ¿Qué otras cosas?
garcin.-No te interesarian.
estelle.-Me sentaré ahí, junto a ti. Esperaré un atenderme que puedas.
Inés .- (Se echa a reir.) ¡Como una perra! ¡Como una perra! ¡Y Ni siquiera es guapo!
estelle .- (A Garcin.) no la escuches. No tiene ojos ni oídos. No cuenta.
garcin.-Te daré todo lo que pueda. No es mucho. N Nunca te querré, te conozco demasiado.
estelle.-Pero ¿tú me deseas?
garcin.-Sí.
estelle.-Es todo lo que quiero.
garcin.-Entonces ... (Se inclinación sobre ella.)
inés .- ¡Estelle! ¡Garcin! ¡Están locos! Estoy yo aquí.
garcin.-Ya lo veo. ¿Y qué?
inés.-Delante de mí no ..., no Pueden.
estelle .- ¿Por qué no? Yo me desnudaba delante de mi doncella.
Inés .- (Agarrándose un Garcin.) ¡Déjela, déjela ya! No la toque con sus asquerosas manos de hombre.
Garcin .- (Rechazándola violentamente.) Venga, basta ya, yo no soy un caballero, ¿sabe?, y no me voy a morir por pegarle a la Mujer una.
inés.-Me lo había prometido, Garcin, recuérdelo. Por favor, usted me lo había prometido.
garcin.-Es usted la que ha roto el pacto; basta.
(Inés se separa y retroceder hasta el fondo de la habitación.)
inés.-Haced lo que queráis, sois los más fuertes. Pero Acordaos de que yo que estoy aquí y os estoy mirando. No dejaré de miraros ni un solo momento; Tendrás que besarla bajo mis ojos. ¡Cómo os odio a los dos! ¡Podéis hacerlo, venga! Estamos en el infierno, ya llegará mi vuelta. (Durante la escena siguiente los mira Una palabra pecado.)
Garcin .- (Vuelve junto a Estelle y la coge por los hombros.) Dame tus labios. (Una pausa. Se inclinación sobre ella, pero se yergue bruscamente.)
estelle .- (Con un gesto de despecho.) Qué ... (Una pausa.) Ya te he dicho que no te preocupes de ella.
garcin.-Es lo otro, lo otro. (Una pausa.) Gómez está ahora en el periódico. Han cerrado las ventanas; Así que es invierno. Seis meses. Ya hace seis meses que me ... ¿No te lo dije que me distraería? Están tiritando; Tienen puestas las chaquetas. Es curioso que allí Tengan tanto frío y calor tanto yo. Esta vez sí está hablando de mí.
estelle .- ¿Durará mucho eso? (Una pausa.) Por lo menos dime que lo cuenta.
garcin.-Nada. No hay nada cuenta. Es un cerdo, eso es todo. (Presta oído.) Un verdadero cerdo. ¡¡Bah! (Estelle Vuelve con.) ¿Volvemos a lo nuestro? ¿Vas a quererme mucho?
estelle .- (Sonriendo.) ¿Quién sabe?
Garcin .- ¿Tendrás confianza en mí?
estelle.-Qué pregunta tan tonta, no voy a perderte nunca de vista, y seguro que no Será Inés Con Con quien me engañes.
garcin.-Evidentemente. (Una pausa. Suelta los hombros de Estelle.) Yo hablaba de otra confianza. (Escucha.) ¡Anda! ¡Anda! Di lo que te parezca, como no estoy para contestarte ahí ... (A estelle.) Estelle, tú tienes que darme tu confianza. ¿Quieres?
estelle .- ¡Qué de jaleos! Tienes que TENIENDO Mín: mi boca, mis brazos, todo mi cuerpo ... Podría ser tan fácil. ¡Mi confianza! Yo no tengo ninguna confianza que dar, ninguna. Me fastidias horriblemente. ¡¡Ah! Seguro que tienes una cosa muy grave para pedirme una cosa así: mi confianza.
garcin.-Me fusilaron.
estelle.-Ya lo sé. Te habías negado a salir. ¿Qué más?
garcin.-Yo ... No, yo no me había negado del todo. (A los invisibles.) El habla muy bien y sabe criticar, pero no dice lo que hay que hacer. ¿Qué Tenía que hacer yo? ¿Entrar en el despacho del Decirle y general: «Mi general, yo no» salgo? ¡Qué tontería! Me hubieran encerrado. ¡Y yo lo que Quería testimoniar época, testimoniar! Quería que no ahogaran mi voz. (A estelle.) Asi que ..., que el tren Tomé. Me cazaron en la frontera.
estelle .- ¿Querías Adonde ir?
garcin.-A Méjico. Tenía el proyecto de sacar allí un periódico pacifista. (Un silencio.) Bueno, di algo.
estelle .- ¿Qué quieres que diga? Hiciste bien, puesto que no querías luchar. (Gesto de disgusto en Garcin). Querido ¡Ay!, Yo no puedo adivinar lo que tengo que responderte.
inés.-Hijita, QUE HAY Decirle que salió huyendo como un león. Porque lo que es huir Hizo el hombre ... Eso es lo que le trae un mal traer.
garcin.-Huido, Marchado, llámelo como quiera.
inés.-Era lo mejor que podías hacer: huir. Si te hubieras quedado, te hubiesen detenido en seguida, ¿no?
garcin.-Claro. (Una pausa.) Estelle, ¿te parece que yo soy un cobarde?
estelle .- ¡Ay, hijo!, yo no sé nada de eso. Yo no estoy en tu lugar. Eres tú el que tiene que decidir.
Garcin .- (Con un gesto cansado.) Yo no decido nada.
estelle.-En cualquier caso, Tendrás que acordarte tú, seguro que tenías tus razones para actuar como lo hiciste.
garcin.-Sí.
estelle .- ¿Entonces?
garcin.-Pero ¿Son las verdaderas razones?
estelle .- (Fastidiada.) Qué complicado eres.
Quería testimoniar garcin.-Yo, yo ..., yo lo había reflexionado largamente ... Pero ¿son SEE LAS VERDADERAS RAZONES?
inés .- ¡Ah, esa es la cuestión, en efecto. ¿Fueron SEE LAS VERDADERAS RAZONES? Razonabas Tú no querías comprometerte a la ligera. Pero el miedo, el odio y todas las porquerías que uno se oculta, el hijo «También» razones. Así que tú busca, interrogar.
garcin.-Cállate tú. ¿Qué crees? ¿Que he estado esperando tus consejos? Todo el día y la noche me los pasaba andando en el calabozo, de la Ventana a la puerta, de la puerta a la ventana. Espiándome. Las Siguiéndome huellas. Me parecia que me había pasado una vida entera interrogándome. Y luego, ¿qué? El acto Estaba ahí. Yo ... había tomado el tren, eso es lo único seguro. Pero ¿por qué? ¿Por qué? Hasta que pensé al fin: «Mi muerte lo decidirá, si muero limpiamente habré probado que no soy un cobarde ...»
inés .- ¿Y cómo murió usted, Garcin?
garcin.-Mal. (Inés se echa a reir.) Fue ... Fue un desfallecimiento corporales simples. No me da vergüenza. Lo único que ..., que todo ha quedado en suspenso para siempre. (A estelle.) Ven aquí tú. Mírame. Necesito que alguien me mire Mientras hablan de mí en la tierra. Me gustan los ojos verdes.
Inés .- ¿Los ojos verdes? Qué cosas. ¿Y a ti, Estelle, te gustan los cobardes?
estelle.-Si tu supieras lo poco que me importa ... Cobarde o no, si sus caricias ... Eso me basta.
garcin.-Cabezadas Dan Así, se aburren. Piensan: «Garcin es un cobarde». Blandamente, débilmente. Porque, Después de todo, hay que pensar en algo. ¡Garcin es un cobarde! Eso es lo que han decidido ellos, sí, mis compañeros. Dentro de seis meses dirán: «Cobarde como Garcin». Ustedes han tenido suerte, Después de
todo: nadie piensa en ustedes ya en la Tierra. Lo mío es más duro.
inés .- ¿Y su mujer, Garcin?
Garcin .- ¡Qué dice ahora de mi mujer! Ha muerto.
Inés .- ¿Muerta?
Garcin .- ¡Ah, sí. Me parece que lo olvidado decirlo. Ha muerto ahora. Hace dos meses más o menos.
Inés .- ¿De pena?
garcin.-Naturalmente, de pena. ¿De qué quiere que haya muerto la pobre? Así que todo va bien: la guerra ha terminado, mi mujer ha muerto y yo ..., yo he entrado en la Historia. (Solloza secamente y se pasa la mano por la cara. Estelle se cuelga de él.)
estelle.—¡Querido mío! ¡Querido mío! Mírame, tócame, amor mío. (Le coge la mano.) Ponme la mano aquí, Acaríciame. (Garcin hace un movimiento para desprenderse.) Deja la mano; Déjala, no te muevas. Todos ellos van a morir, qué importa lo que piensen. Olvídalos. Yo soy lo único que existe.
Garcin .- (separando la mano.) Pero ellos ..., ellos no me olvidan a mí. Ellos morirán, ya sé, pero vendrán otros que recogerán su consigna. Les he dejado mi vida entre sus manos.
estelle .- ¡Piensas demasiado, eso es lo que te pasa!
Garcin .- ¿Y qué otra cosa voy a hacer? En otro tiempo actuaba ... ¡¡Ah, solo de volver con un día entre ellos, mentís qué, de qué forma ...! Pero estoy fuera de juego; Cierran sin mí el equilibrio, y con razón Tienen, estoy muerto porque. Cazado como una rata. (Ríe.) he pasado al dominio público. (Una pausa.)
estelle .- (Suavemente.) Garcin.
Garcin .- ¡Ah!, ¿estás ahí? Está bien, escucha: vas a hacerme un favor. No te preocupes, ya sé: te Resulta raro que alguien te pida socorro, no tienes costumbre. Pero si tú quisieras, si hicieras un Esfuerzo, hasta que consiguiéramos Puede amarnos Verdaderamente ... Mira: ahí son millones los que repiten que yo soy un cobarde. Pero ¿qué significan mil? Con un alma que hubiera, con
una sola, con todas sus "fuerzas que afirmara que yo no hui,« que no es posible »que yo huyera, el valor que tengo, limpio que soy, yo ... ¡Estoy seguro de que me salvaría! ¿Quieres creer en mí? Te Querría entonces más que a mi mismo.
estelle .- (Riendo.) ¡Qué tonto eres! ¿Te figuras que yo Podría querer A UN cobarde?
garcin.-Pero antes Decias ...
estelle.-Me burlaba de ti. A mí me gustan los hombres, Garcin, los verdaderos hombres, de manos fuertes, rudos. Tú no tienes cara de cobarde, ni la boca, ni la voz, ni el pelo de un cobarde, y por eso te quiero: tu pelo, tu boca, tu voz.
Garcin .- ¿Es verdad eso?
estelle .- ¿Quieres que te lo jure?
garcin.-Entonces los desafío a todos, una los de allá ya los de aquí. Estelle, nosotros saldremos del infierno. (Inés se echa a reir. El se interrumpe y la mira.) ¿Qué pasa?
Inés .- (Riendo.) Nada. Ella sola Diciendo que no cree ni una palabra de lo que está. ¿Cómo puedes ser tan ingenuo? «Estelle, dime: ¿soy un cobarde? Tú supieras todo lo que ella se ríe de ese» Si problema.
estelle .- ¡Inés! (A Garcin.) No la escuches. Si tú quieres mi confianza, tienes que empezar por concederme la tuya.
Inés .- ¡Pues claro que sí, pues Claro que sí! Concédele tu confianza. Necesita un hombre, ya lo ves, un brazo de hombre Alrededor de su cintura, un olor de hombre, un deseo de hombre en los ojos de un hombre. En cuanto a lo demás ... ¡Bueno! Podría decirte que tú eres Dios Padre si eso fuera de tu agrado.
Garcin .- ¡Estelle! ¿Eso es verdad? ¡Contestame! ¿Es verdad?
estelle .- ¿Qué quieres que te diga? No comprendo nada de todos esos líos. (Golpea con el pie.) ¡Qué desagradable es esto todo! Mira: Aunque tú fueras un cobarde, yo te Querría. ¿No te basta con eso? (Una pausa.)
garcin.-Me dais asco las dos. (Va hacia la puerta.)
estelle .- ¿Qué vas a hacer?
garcin.-Me voy.
Inés .- (En seguida.) no muy lejos Irías: la puerta está cerrada.
garcin.-tendran que abrir. (Llama al timbre. No suena.)
estelle .- ¡Garcin!
Inés .- (A estelle.) No te preocupes, el timbre no funciona.
garcin.-Ya veréis cómo abren. (Tamborilea sobre la puerta.) Soportaros Ya no puedo más, no puedo veros más. (Estelle corre hacia él, él la Rechaza). Déjame, me repugnas Todavía más que ella. Emparentarme Sería horrible en esos ojos tuyos. Estás húmeda, eres blanda. Eres un pulpo, un lodazal. (Golpea en la puerta.) ¡Qué! ¿Van a abrir?
estelle.-Garcin, te lo suplico: no te vayas, no te hablaré más, te dejaré tranquilo, pero no te vayas. Inés ha sacado sus garras, no quiero quedarme sola con ella.
garcin.-Arréglatelas como puedas. Yo no te he dicho que vengas, allá tú.
estelle .- ¡Cobarde! ¡Ahora ya lo veo! ¡Es verdad que eres un cobarde!
Inés .- (ACERCANDOSE A Estelle.) que, hija mía, ¿tú no estás contenta? Me ha Escupido párr Para hacerle gracia, y ya ves, nos hemos enfadado por su culpa. Pero ahora se va el aguafiestas, vamos a quedarnos solas Entre Mujeres,.
estelle.-No vas a ganar nada con ello, si se abre esa puerta yo me Escaparé también.
Inés .- ¿Adónde?
estelle.-Donde sea. Lo más lejos posible de ti. (Garcin no ha cesado de llamar a la puerta.)
Garcin .- ¡Abran! ¡Abran! Lo soportaré todo: los Cepos, las tenazas, el plomo derretido, las pinzas, el garrote, todo lo que quema, Todo lo que desgarra; Normalmente quiero sufrir. Mordeduras cien Antes, antes el látigo, el vitriolo ..., todo antes que este sufrimiento interior, este ..., este fantasma de sufrimiento que roza, que acaricia y que nunca hace demasiado daño. (Coge el picaporte de la puerta y lo sacude.) ¿Abrirán de una vez? (La puerta, bruscamente, se abre, y Garcin está a punto de caer.) ¿Qué es esto? (Un largo silencio.)
inés.-Vamos, Garcin ... Váyase.
Garcin .- (Lentamente.) Me pregunto por qué se habrá abierto.
Inés .- ¿Qué está esperando? ¡Hale, marqués!
garcin.-No, no voy a irme.
inés .- ¿Y tú? (A estelle. Estelle no se mueve. Inés se echa a reir). Entonces, ¿quién? ¿Cuál de los tres? La vía está libre. ¿Quién nos retiene? ¡¡Ah, es para morirse de risa! Resulta que somos inseparables. (Estelle se abalanza, por detras, sobre ella.)
estelle.—¿Inseparables? ¡Garcin! Ayúdame, ayúdame, de prisa. La arrastraremos fuera y cerraremos la puerta; ahora va a ver, ahora va a ver esta.
inés.—(Debatiéndose.) ¡Estelle! ¡Estelle! ¡Te lo suplico, no me eches! ¡Al pasillo, no; no me tires en el pasillo!
garcin.—Suéltala.
estelle.—Estás loco. Te odia.
garcin.—Yo... me he quedado por ella, ¿sabes? (estelle suelta a inés y mira a garcin con estupor.)
inés.—¿Que te has quedado por mí? (Una pausa.) Está bien, cierra la puerta. Hace muchísimo más calor desde que se ha abierto. (garcin va a la puerta y la cierra.) Así que por mí, ¿eh?
garcin.—Sí. Porque tú..., tú sabes lo que es un cobarde. Tú sí lo sabes.
inés.—Sí, claro que lo sé.
garcin.—Y sabes lo que es el mal, la vergüenza, el miedo. Ha habido días..., ¿a que sí?..., en que te has visto hasta los tuétanos y te has quedado destrozada, muerta. Y al día siguiente ya no sabías qué pensar, no conseguías descifrar las revelaciones de la víspera. Sí,
tú conoces el precio del mal. Y si tú dices que yo soy un cobarde, es con conocimiento de causa, ¿eh?
inés.—Sí.
garcin.—Es a ti a quien tengo que convencer, a ti. Tú eres de mi raza. ¿Qué te creías? ¿Que me iba a marchar? No te podía dejar aquí, triunfante, con todos esos pensamientos en la cabeza..., todos esos pensamientos que se refieren a mí.
inés.—¿Es verdad que quieres convencerme?
garcin.—Es lo único que quiero. A ellos ya no los oigo, ¿sabes? Seguro que es porque ya han terminado conmigo. Terminado: el asunto está clasificado, yo ya no soy nadie en la Tierra, ni siquiera un cobarde. Inés, estamos aquí solos: ya solo estáis vosotras para pensar en mí. Ella no cuenta; pero tú, tú que me odias..., si tú me crees, me salvas.
inés.—Puede que no sea fácil, no sé. Soy un poco dura de aquí. (Por la cabeza.)
garcin.—Emplearé el tiempo que haga falta.
inés.—¡Oh, sí! Tienes todo el tiempo que quieras. «Todo» el tiempo.
garcin.—(La coge por los hombros.) Escucha: cada uno tiene sus objetivos, ¿no es así? A mí..., a mí me daba igual el dinero, el amor. Yo..., yo quería ser un hombre. Un valiente. Y lo aposté todo al mismo caballo. ¿Es posible que uno sea un cobarde cuando se han elegido los caminos más peligrosos? ¿Puede juzgarse una vida entera por un solo acto? Eso es lo que pregunto.
inés.—¿Y por qué no? Durante treinta años te imaginaste que tenías mucho corazón; y te permitías mil pequeñas debilidades porque a los héroes todo les está permitido. ¡Y qué cómodo era! Y luego, a la hora de la verdad, te pusieron al pie del paredón... y te cogiste el tren para Méjico.
garcin.—No, yo no me imaginaba ese heroísmo. Lo elegí. Cada uno es lo que quiere ser.
inés.—Demuéstralo. Demuestra que no era... una imaginación. Solamente los actos deciden qué es lo que uno ha querido.
garcin.—He muerto demasiado pronto. No me han dejado tiempo para..., para realizar «mis» actos.
inés.—Siempre se muere demasiado pronto o demasiado tarde. Y, sin embargo, la vida está ahí, acabada. La raya está hecha y hay que hacer la suma. Tú no eres nada más que tu vida.
garcin.—Eres una víbora. Tienes respuesta para todo.
inés.—¡Vamos! ¡Vamos! No pierdas los ánimos. Debe de ser muy fácil convencerme. Busca argumentos, haz un esfuerzo a ver. (garcin se encoge de hombros.) ¿Qué tal, qué tal? Ya te había dicho que eras vulnerable. ¡Y cómo las vas a pagar ahora! Eres un cobarde, Garcin, un cobarde, porque yo lo quiero. Porque yo lo quiero, ¿lo oyes? Y, sin embargo, mira lo débil que soy, como un suspiro; solo esta mirada que te mira, este pensamiento incoloro que te piensa..., no soy nada más. (Él va hacia ella con las manos abiertas.) Bueno, ¿y qué? Ahora van y se abren esas manos grandes, de hombre. ¿Y qué? ¿Qué esperas? Los pensamientos no se cogen así, con las manos. Mira cómo no puedes hacer otra cosa que convencerme... Eres mío.
estelle.—¡Garcin!
garcin.—¿Qué?
estelle.—Por lo menos, véngate.
garcin.—¿Cómo?
estelle.—Bésame y verás cómo canta.
garcin.—Y ya ves, es verdad. Estoy en tus manos, pero tú también en las mías. (Se inclina sobre estelle. inés da un grito.)
inés.—¡Sí, cobarde, cobarde! ¡Vete a que te consuelen las mujeres!
estelle.—¡Canta, Inés, canta!
inés.—¡Vaya pareja! Si tú vieras su pataza plantada ahí, en tu espalda, enrojeciéndote la carne, arrugando la tela... Tiene las manos húmedas; está sudando. Va a dejarte una marca azul en el vestido, ya verás.
estelle.—¡Canta! ¡Canta! Estréchame más fuerte, Garcin; verás cómo revienta.
inés.—Sí, sí, Garcin, estréchala más fuerte, anda; que tu calor y el suyo se haga un revoltijo, anda... Es estupendo el amor, ¿eh? ¿No, Garcin? Es una cosa tibia y profunda como el sueño, solo que yo te impediré dormir. (Gesto de garcin.)
estelle.—No, no la escuches. Bésame. Soy tuya, tuya.
inés.—Bueno, ¿a qué esperas tú? Haz lo que te dice. Garcin, el cobarde, tiene en sus brazos a Estelle, la infanticida. Quedan abiertas las apuestas... El señor Garcin ¿la besará? ¿No la besará? Cómo os veo, cómo os veo. Yo sola soy una multitud, la muchedumbre, Garcin, la muchedumbre, ¿oyes? (Murmurando.) Cobarde. Cobarde. Cobarde. Cobarde. Aunque me huyas, no te vale; yo no te suelto. ¿Qué vas a buscar en sus labios? ¿El olvido? Pero yo no voy a olvidarte a ti; yo, no. Es a mí a la que tienes que convencer. A mí. Anda, ¡ven, ven! Te espero. ¿Lo ves, Estelle? Afloja el abrazo, es dócil como un perro... ¡No va a ser tuyo nunca!
garcin.—¿Y no será de noche nunca?
inés.—Nunca.
garcin.—¿Y tú me verás siempre?
inés.—Siempre. (garcin abandona a estelle y da algunos pasos por la habitación. Se acerca a la estatua.)
garcin.—La estatua... (La acaricia.) ¡En fin! Este es el momento. La estatua está ahí; yo la contemplo y ahora comprendo perfectamente que estoy en el infierno. Ya os digo que todo, todo estaba previsto. Habían previsto que en un momento..., este..., yo me colocaría junto a la chimenea y que pondría mi mano sobre la estatua, con todas esas miradas sobre mí... Todas esas miradas que me devoran... (Se vuelve bruscamente.) ¡Cómo! ¿Solo sois dos? Os creía muchas más. (Ríe.) Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas... Qué tontería todo eso... ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás.
estelle.—¡Amor mío!
garcin.—(Rechazándola.) Déjame. Ella está con nosotros. No puedo estar contigo cuando ella me mira.
estelle.—¡Está bien! Ya no nos verás más. (Coge el cortapapeles de la mesa, se precipita sobre inés y le asesta varias puñaladas.)
inés.—(Se debate riendo.) Pero ¿qué haces, qué haces? ¿Estás loca? Tú sabes de sobra que ya estoy muerta.
estelle.—¿Muerta? (Deja caer el cuchillo. Una pausa. inés recoge el cuchillo y se apuñala con rabia.)
inés.—¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta! Ni cuchillo, ni veneno, ni cuerda. «Ya está hecho», ¿comprendes? Y estamos juntos para siempre. (Ríe.)
estelle.—(Se echa a reír.) ¡Para siempre, Dios mío, qué cosa tan curiosa! ¡Para siempre!
garcin.—(Ríe mirando a las dos.) ¡Para siempre! (Caen sentados, cada uno en su canapé. Un largo silencio. Dejan de reír y se miran. garcin se levanta.) Bueno, sigamos. (Telón.)

fin de «a puerta cerrada»
LAS MOSCAS
Drama en tres actos
A CHARLES DULLINen prueba de agradecimiento y amistad

PERSONAJES
JÚPITER
ORESTES
EGISTO
EL PEDAGOGO
PRIMER GUARDIA
SEGUNDO GUARDIA
EL GRAN SACERDOTE
ELECTRA
CLITEMNESTRA
UNA ERINIA
UNA JOVEN
UNA VIEJA
HOMBRES Y MUJERES DEL PUEBLO
ERINIAS
SERVIDORES
GUARDIAS DEL PALACIO

ACTO I
Una plaza de Argos. Una estatua de Júpiter, dios de las moscas y de la muerte. Ojos blancos, rostro embadurnado de sangre.

ESCENA I

Entran en procesión VIEJAS vestidas de negro, y hacen libaciones delante de la estatua. Al fondo, un IDIOTA sentado en el suelo. Entran ORESTES y el PEDAGOGO, luego JÚPITER.

ORESTES.— ¡Eh, buenas mujeres!
Todas las VIEJAS se vuelven lanzando un grito.
EL PEDAGOGO.— ¿Podéis decirnos?...
Las VIEJAS escupen al suelo dando un paso atrás.
EL PEDAGOGO.— Escuchad, somos viajeros extraviados. Sólo os pido una indicación.
Las VIEJAS huyen dejando caer las urnas.
EL PEDAGOGO.— ¡Viejas piltrafas! ¿No se diría que me derrito por sus encantos? ¡Ah, mi amo, qué viaje agradable! Y qué buena inspiración la vuestra de venir aquí cuando hay más de quinien­tas capitales, tanto en Grecia como en Italia, con buen vino, po­sadas acogedoras y calles populosas. Parece que estos montañeses nunca han visto turistas: cien veces he preguntado por el camino en este maldito caserío que se achicharra al sol. Por todas partes los mismos gritos de espanto y las mismas desbandadas, las pe­sadas carreras negras por las calles enceguecedoras. ¡Puf! Estas calles desiertas, el aire que tiembla, y este sol... ¿Hay algo más siniestro que el sol?
ORESTES.— He nacido aquí...
EL PEDAGOGO.— Así parece. Pero en vuestro lugar, yo no me jac­taría de ello.
ORESTES.— He nacido aquí y debo preguntar por mi camino como un viajero. ¡Llama a esa puerta!
EL PEDAGOGO.— ¿Qué esperas? ¿Que os respondan? Mirad un poco esas casas y decidme qué parecen. ¿Dónde están las ventanas?, Las abren a patios bien cerrados y bien sombríos, me lo imagino, y vuelven el trasero a la calle... (Gesto de ORESTES) Está bien. Llamo, pero sin esperanza.
Llama. Silencio. Llama de muevo; la puerta se entreabre.
UNA VOZ.— ¿Qué queréis?
EL PEDAGOGO.— Una sencilla pregunta. ¿Sabéis dónde vive...? La puerta vuelve a cerrarse bruscamente.
EL PEDAGOGO.— ¡Idos al infierno! ¿Estáis contento, señor Orestes, y os basta la experiencia? Puedo, si queréis, llamar a todas las puertas.
ORESTES.— No, deja.
EL PEDAGOGO.— ¡Toma! Pero si aquí hay alguien. (Se acerca al IDIOTA.) ¡Señor mío!
EL IDIOTA.— ¡Eh!
EL PEDAGOGO (nuevo saludo).— ¡Señor mío!
EL IDIOTA.— ¡Eh!
EL PEDAGOGO.— ¿Os dignaréis indicarnos la casa de Egisto?
EL IDIOTA.— ¡Eh!
EL PEDAGOGO.— De Egisto, el rey de Argos.
EL IDIOTA.— ¡Eh! ¡Eh!
JÚPITER pasa por el fondo.
EL PEDAGOGO.— ¡Mala suerte! El primero que no se escapa es idiota (JÚPITER vuelve a pasar). ¡Vaya! Nos ha seguido hasta aquí.
ORESTES.— ¿Quién?
EL PEDAGOGO.— El barbudo.
ORESTES.— Estás soñando.
EL PEDAGOGO.— Acabo de verlo pasar.
ORESTES.— Te habrás equivocado.
EL PEDAGOGO.— Imposible. En mi vida he visto semejante barba, salvo una de bronce que orna el rostro de Júpiter Ahenobarbus, en Palermo. Mirad, ahí vuelve a pasar, ¿Qué nos quiere?
ORESTES.— Viaja, como nosotros.
EL PEDAGOGO.— ¡Cómo! Lo hemos encontrado en el camino de Delfos. Y cuando nos embarcamos en Itea, ya ostentaba su barba en el barco. En Nauplia no podíamos dar un paso sin tropezar con él, y ahora está aquí. Os parecerán, sin duda, simples coin­cidencias. (Espanta las moscas con la mano.) Ah, encuentro a las moscas de Argos mucho más acogedoras que las personas. ¡Mirad ésas, miradlas! (Señala con la vista al IDIOTA.) Tiene doce en el ojo como en una tartina, y sin embargo sonríe trasportado, como si le gustara que le chupen los ojos. Y en realidad le sale por esas mirillas un jugo blanco que parece leche cuajada. (Espanta a las moscas.) ¡Eh, basta ya, basta ya! Mirad, ahora las tenéis encima. (Las espanta.) Bueno, estaréis cómodos vos que tanto os queja­bais de ser extranjero en vuestro propio país, y estas bestezuelas os hacen fiestas, como si os reconocieran. (Las espanta.) ¡Vamos, paz, paz, nada de efusiones! ¿De dónde vienen? Hacen más ruido que carracas y son más grandes que libélulas.
JÚPITER- (que se había acercado) .— No son sino moscas de la carne, un poco gordas. Hace quince años un poderoso olor de carroña las atrajo a la ciudad. Desde entonces engordan. Dentro de quin­ce años tendrán el tamaño de ranitas.
Un silencio.
EL PEDAGOGO.— ¿Con quién tenemos el honor... ?
JÚPITER.— Mi nombre es Demetrio. Vengo de Atenas.
ORESTES.— Creo haberos visto en el barco la última quincena.
JÚPITER.— También yo os he visto.
Gritos horribles en el palacio.
EL PEDAGOGO.— ¡Vaya! ¡Vaya! Todo esto no me huele nada bien, y en mi opinión, mi amo, haríamos mejor en irnos.
ORESTES.— Cállate.
JÚPITER.— No tenéis nada que temer. Hoy es la fiesta de los muer­tos. Esos gritos señalan el comienzo de la ceremonia.
ORESTES.— Parece que conocéis muy bien a Argos.
JÚPITER.— Vengo con frecuencia. Estaba aquí a la vuelta del rey Agamenón, cuando la flota victoriosa de los griegos ancló en la rada de Nauplia. Podían verse las velas blancas desde lo alto de las murallas. (Espanta las moscas.) Aún no había moscas, enton­ces. Argos sólo era una pequeña ciudad de provincia que se abu­rría indolentemente al gol. Subí al camino de ronda con los demás, los días siguientes, y miramos largamente el cortejo real que mar­chaba por la llanura. La tarde del segundo día la reina Clitemnes­tra apareció en las murallas, acompañada de Egisto, el rey actual. Las gentes de Argos vieron sus rostros enrojecidos por el sol po­niente; los vieron inclinarse sobre las almenas y mirar largo rato hacia el mar; y pensaron: "Pasará algo malo". Pero no dijeron nada. Egisto, debéis de saberlo, era el amante de la reina Clitemnestra. Un rufián ya por entonces propenso a la melancolía. Pa­recéis cansado.
ORESTES.— Es el largo camino que he hecho y este maldito calor. Pero me interesáis.
JÚPITER.— Agamenón era un buen hombre, pero cometió un gran error, ¿sabéis? No había permitido que las ejecuciones capitales se realizaran en público. Es una lástima. En provincia, un buen ahorcamiento distrae y deja a la gente un poco harta de la muerte. Las gentes de aquí no dijeron nada porque se aburrían, y querían ver una muerte violenta. No dijeron nada cuando vieron aparecer a su rey en las puertas de la ciudad. Y cuando vieron que Clitemnestra le tendía sus hermosos brazos perfumados, no dijeron nada. En aquel momento hubiera bastado una palabra, una sola palabra, pero callaron, y cada uno tenía, en la cabeza, la imagen de un gran cadáver con la cara destrozada.
ORESTES.— Y vos, ¿no dijisteis nada?
JÚPITER.— ¿Os molesta, joven? Yo estoy muy cómodo, lo cual prueba vuestros buenos sentimientos. Pues bien, no, no hablé; no soy de aquí, y no eran asuntos míos. En cuanto a las gentes de Argos, al día siguiente, cuando oyeron aullar de dolor al rey en el palacio, siguieron sin decir nada, bajaron los párpados sobre los ojos en blanco de voluptuosidad, y la ciudad entera estaba como una mujer en celo.
ORESTES.— Y el asesino reina. Ha conocido quince años de felici­dad. Yo creía justos a los dioses.
JÚPITER.— ¡Eh! No incriminéis tan pronto a los dioses. ¿Hay que castigar siempre? ¿No era preferible que ese tumulto derivara en beneficio del orden moral?
ORESTES.— ¿Qué hicieron?
JÚPITER.— Enviaron las moscas.
EL PEDAGOGO.— ¿Qué tienen que ver las moscas!
JÚPITER.— Oh, son un símbolo. Pero juzgad por esto lo que han hecho: aquella vieja cochinilla que allá veis, correteando sobre sus patitas negras, rozando las paredes, es un hermoso espécimen de una fauna negra y chata que hormiguea en las grietas. Salto sobre el insecto, lo cazo y os lo traigo. (Salta sobre la VIEJA y la trae al proscenio.) Aquí está mi presa. ¡Mirad qué horror! ¡Oh! ¡Guiñáis los ojos, y sin embargo estáis habituados a las espadas del sol al rojo blanco! Mirad qué sobresaltos de pez en la punta de la línea. Dime vieja, habrás perdido docenas de hijos, pues andas de negro de la cabeza a los pies. Vamos, habla y quizá te suelte. ¿Por quién llevas luto?
LA VIEJA.— Es el vestido de Argos.
JÚPITER.— ¿El vestido de Argos? Ah, comprendo. Llevas luto por tu rey, por tu rey asesinado.
LA VIEJA.— ¡Calla! ¡Por el amor de Dios, calla!
JÚPITER.— Pues eres bastante vieja para haber oído aquellos gritos que recorrieron toda una mañana las calles de la ciudad. ¿Qué hiciste?
LA VIEJA.— Mi marido estaba en los campos, ¿qué podía hacer yo? Corrí el cerrojo de la puerta.
JÚPITER.— Sí, y entreabriste la ventana para oír mejor, y te que­daste al acecho detrás de las cortinas, con el aliento entrecortado y un cosquilleo raro en el hueco de los riñones.
LA VIEJA.— ¡Calla!
JÚPITER.— Has de haber hecho estupendamente bien el amor aque­lla noche. Era una fiesta, ¿eh?...
LA VIEJA.— Ah, señor, era... una fiesta horrible.
JÚPITER.— Una fiesta roja cuyo recuerdo no habéis podido en­terrar.
LA VIEJA.— ¡Señor! ¿Sois un muerto?
JÚPITER.— ¡Un muerto! ¡Anda, anda, loca! ¡No te cuides de lo que soy; será mejor que te ocupes de ti misma y ganes el perdón del Cielo con tu arrepentimiento!
LA VIEJA.— Ah, me arrepiento, Señor, si supierais cómo me arre­piento, y mi hija también se arrepiente, y mi yerno sacrifica una vaca todos los años, y a mi nieto, que anda por los siete años, lo hemos educado en el arrepentimiento; es juicioso como una ima­gen, todo rubio y penetrado por el sentimiento de su pecado original.
JÚPITER.— Está bien, vete, vieja basura, y trata de reventar en el arrepentimiento. Es tu única posibilidad de salvación. (La VIEJA huye.) O mucho me equivoco, señores míos, o es ésta, piedad de la buena, a la antigua, sólidamente asentada en el terror.
ORESTES.— ¿Qué hombre sois?
JÚPITER.— ¿A quién le interesa? Hablábamos de los dioses. Bueno, ¿era necesario fulminar a Egisto?
ORESTES.— Era necesario... Ah, no sé qué era necesario, y no me importa; no soy de aquí. ¿Y Egisto se arrepiente?
JÚPITER.— ¿Egisto? Me extrañaría mucho. Pero qué importa. Toda una ciudad se arrepiente por él. El arrepentimiento se mide por el peso. (Gritos horribles en el palacio.) ¡Escuchad! Para que no olviden jamás los gritos de agonía de su rey, un boyero escogido por su fuerte voz lanza esos alaridos cada aniversario, en la sala principal del palacio. (ORESTES hace un gesto de desagrado.) ¡Bah! Esto no es nada; ¿qué dirás dentro de un rato, cuando suelten a los muertos? Hace quince años justos que Agamenón fue asesinado. ¡Ah, cómo ha cambiado desde entonces el pueblo ligero de Argos, y qué cerca está ahora de mi corazón!
ORESTES.— ¿De vuestro corazón?
JÚPITER.— Dejad, dejad, joven. Hablaba para mí. Hubiera debido decir: cerca del corazón de los dioses.
ORESTES.— ¿De veras? Paredes embadurnadas de sangre, millones de moscas, olor a carnicería, calor de horno, calles desiertas, un dios con cara de asesinado, larvas aterradas que se golpean el pecho en el fondo de las casas, y esos gritos, esos gritos insoportables: ¿eso place a Júpiter?
JÚPITER.— Ah, no juzguéis a los dioses, joven; guardan secretos do­lorosos.
Un silencio.
ORESTES.— Agamenón tenía una hija, ¿verdad?, una hija llamada Electra.
JÚPITER.— Sí. Vive aquí. En el palacio de Egisto, en aquél.
ORESTES.— ¡Ah! ¿Es ése el palacio de Egisto? ¿Y qué piensa Electra de todo esto?
JÚPITER.— ¡Bah! Es una niña. Había también un hijo, un tal Orestes. Dicen que murió.
ORESTES.— ¡Que murió! Diablos...
EL PEDAGOGO.— Pero sí, mi amo, bien sabéis que murió. Las gentes de Nauplia nos han contado que Egisto había dado orden de asesinarlo poco después de la muerte de Agamenón.
JÚPITER.— Algunos afirman que está vivo. Sus asesinos, compa­decidos, lo habrían abandonado en el bosque. Habría sido reco­gido y educado por burgueses ricos de Atenas. Por mi parte, deseo que haya muerto.
ORESTES.— ¿Por qué, si no os incomoda?
JÚPITER.— Imaginad que se presenta un día a las puertas de esta ciudad...
ORESTES.— ¿Y qué?
JÚPITER.— ¡Bah! Mirad, si lo encontrara en ese momento, le di­ría... le diría: "Joven..." Lo llamaría joven, pues tiene más o menos vuestra edad, si vive. A propósito, señor, ¿me diréis vuestro nombre?
ORESTES.— Me llamo Filebo y soy de Corinto. Viajo para instruir­me con un esclavo que fue mi preceptor.
JÚPITER.— Perfecto. Entonces diría: "¡Joven, marchaos! ¿Qué bus­cáis aquí? ¿Queréis hacer valer vuestros derechos? ¡Ah! Sois ardiente y fuerte, seríais valiente capitán de un ejército batalla­dor, podéis hacer algo mejor que reinar sobre una ciudad medio muerta, una carroña de ciudad atormentada por las moscas. Los hombres de aquí son grandes pecadores, pero están empeñados ya en el camino de la redención. Dejadlos, joven, dejadlos, res­petad su dolorosa empresa, alejaos de puntillas. No podríais com­partir su arrepentimiento, pues no habéis tenido parte en su cri­men, y vuestra inocencia impertinente os separa de ellos como un foso profundo. Marchaos, si los amáis un poco. Marchaos, porque vais a perderlos: por poco que los detengáis en el camino, que los apartéis, aunque sea un instante, de sus remordimientos, todas sus faltas se cuajarán en ellos como grasa fría. Tienen la conciencia intranquila, tienen miedo, y del miedo y la conciencia intranquila emana una fragancia deliciosa para las narices de los dioses. Sí, esas almas lastimosas agradan a los dioses. ¿Quisierais despojarlos del favor divino? ¿Y qué les daríais en cambio? Di­gestiones tranquilas, la taciturna paz provinciana y el hastío, ¡ah! el hastío tan cotidiano de la felicidad. Buen viaje, joven, buen viaje; el orden de una ciudad y el orden de las almas son inesta­bles; si los tocáis, provocaréis una catástrofe. (Mirándolo a los ojos.) Una terrible catástrofe que recaerá sobre vos."
ORESTES.— ¿De veras? ¿Eso es lo que le diríais? Pues bien, si yo fuera ese joven, os respondería... (Se miden con la mirada; el PEDAGOGO tose.) ¡Bah! No sé qué os respondería. Quizá tengáis razón, y por lo demás, esto no me incumbe.
JÚPITER.— Enhorabuena. Desearía que Orestes fuera igualmente razonable. Entonces, la paz sea con vos; tengo que atender mis asuntos.
ORESTES.— La paz sea con vos.
JÚPITER.— A propósito, si las moscas os molestan, éste es el medio de libraros de ellas: mirad el enjambre que zumba a vuestro alre­dedor, hago un movimiento con la muñeca, un ademán con el brazo y digo: "Abraxas, galla, galla, tse, tse". Y ya veis: ruedan y se arrastran por el suelo como orugas.
ORESTES.— ¡Por Júpiter!
JÚPITER.— No es nada. Un jueguito de sociedad. Soy encantador de moscas en mis horas libres. Buenos días. Volveré a veros. Sale.


ESCENA II

ORESTES - EL PEDAGOGO

EL PEDAGOGO.— Desconfiad. Ese hombre sabe quién sois.
ORESTES.— ¿Pero es un hombre?
EL PEDAGOGO.— ¡Ah, mi amo, qué pena me dais! ¿Qué hacéis de mis lecciones y de ese escepticismo sonriente que os enseñé? "¿Es un hombre?" Diablos, sólo hay hombres, y ya es bastante. Ese barbudo es un hombre, algún espía de Egisto.
ORESTES.— Deja tu filosofía. Me ha hecho demasiado daño.
EL PEDAGOGO.— ¡Daño! Entonces es perjudicar a la gente darle libertad de espíritu. ¡Ah! ¡Cómo habéis cambiado! Antes leía en vos... ¿Me diréis por fin qué meditáis? ¿Por qué me habéis arrastrado aquí? ¿Y qué queréis hacer?
ORESTES.— ¿Te he dicho que tenía algo que hacer? ¡Vamos! Calla. (Se acerca al palacio.) Ése es mi palacio. Allí nació mi padre. Allí una ramera y su rufián lo asesinaron. También yo nací allí. Tenía casi dos años cuando me llevó la soldadesca de Egisto. Segu­ramente pasamos por esa puerta; uno de ellos me cargaba en sus brazos, yo tenía los ojos muy abiertos y sin duda lloraba... ¡Ah! Ni el menor recuerdo. Veo un gran edificio mudo, inflado en su solemnidad provinciana. Lo veo por primera vez.
EL PEDAGOGO.— ¿Ni un recuerdo, amo ingrato, cuando he consa­grado diez años de mi vida a dároslos? ¿Y todos los viajes que hi­cimos? ¿Y las ciudades que visitamos? ¿Y los cursos de arqueología que profesé para vos solo? ¿Ni un recuerdo? Había aquí hace poco tantos palacios, santuarios y templos para poblar vuestra memoria, que hubierais podido, como el geógrafo Pausanias, escribir una guía de Grecia.
ORESTES.— ¡Palacios! Es cierto. ¡Palacios, columnas, estatuas! ¿Por qué no soy más pesado, yo que tengo tantas piedras en la cabeza? Y de los trescientos ochenta y siete peldaños del templo de Éfeso, ¿no me hablas? Los he subido uno por uno, y los recuerdo todos. El decimoséptimo, creo, estaba roto. Ah, un perro, un viejo perro que se calienta acostado cerca del hogar y se incorpora un poco, a la entrada de su amo, gimiendo suavemente para saludarlo, un perro tiene más memoria que yo: reconoce a su amo. Su amo. ¿Y qué es lo mío?
EL PEDAGOGO.— ¿Dónde dejas la cultura, señor? Vuestra cultura os pertenece, y os la he compuesto con amor, como un ramillete, ajustando los frutos de mi sabiduría y los tesoros de mi experien­cia. ¿No os hice leer temprano todos los libros, para familiari­zaros con la diversidad de las opiniones humanas, y recorrer cien Estados, demostrándoos en cada circunstancia cuan variables son las costumbres de los hombres? Ahora sois joven, rico y hermoso, prudente como un anciano, libre de todas las servidumbres y de todas las creencias, sin familia, sin patria, sin religión, sin oficio, libre de todos los compromisos y sabedor de que no hay que com­prometerse nunca; en fin, un hombre superior, capaz además de enseñar filosofía o arquitectura en una gran ciudad universitaria, ¡y os quejáis!
ORESTES.— No, hombre, no me quejo. No puedo quejarme: me has dejado la libertad de esos hilos que el viento arranca a las telas de araña y que flotan a diez pies del suelo; no peso más que un hilo y vivo en el aire. Sé que es una suerte y la aprecio como conviene. (Pausa.) Hay hombres que nacen comprometidos: no tienen la facultad de elegir; han sido arrojados a un camino; al final del camino los espera un acto, su acto; van, y sus pies des­nudos oprimen fuertemente la tierra y se desuellan en los gui­jarros. ¿Te parece vulgar la alegría de ir a alguna parte? Hay otros, silenciosos, que sienten en el fondo del corazón el peso de imágenes confusas y terrenas; su vida ha cambiado porque un día de su infancia, a los cinco, a los siete años... Está bien: no son hombres superiores. Yo sabía ya, a los siete años, que estaba exi­lado; dejaba deslizar a lo largo de mi cuerpo, dejaba caer a mi alrededor los olores y los sonidos, el ruido de la lluvia en los techos, los temblores de la luz; sabía que pertenecían a los demás, y que nunca podría convertirlos en mis recuerdos. Porque los recuerdos son manjares suculentos para los que poseen las casas, los anima­les, los criados y los campos. Pero yo... Yo soy libre, gracias a Dios. ¡Ah, qué libre soy! ¡Y qué soberbia ausencia mi alma! (Se acerca al palacio.) Hubiera vivido ahí. No habría leído ninguno de tus libros y quizá no hubiera sabido leer; es raro que un prín­cipe sepa leer. Pero por esa puerta hubiera entrado y salido diez mil veces. De niño habría jugado con sus hojas, me hubiera apoya­do en ellas, hubieran crujido sin ceder y mis brazos habrían cono­cido su resistencia. Más tarde las hubiera empujado, de noche, a escondidas, para ir en busca de mujeres. Y más tarde aún, al llegar a la mayoría de edad, los esclavos habrían abierto la puerta de par en par y hubiera franqueado el umbral a caballo. Mi vieja puerta de madera. Sabría encontrar, a ojos cerrados, tu cerradura. Y ese raspón, ahí abajo, quizá te lo hubiera hecho yo, por torpeza, el primer día que me hubieran confiado una lanza. (Se aparta.) Estilo dórico menor, ¿no es cierto? ¿Y qué dices de las incrustaciones de oro? Las he visto semejantes en Dodona; es un hermoso trabajo. Vamos, te daré el gusto; no es mi palacio ni mi puerta. Y no te­nemos nada que hacer aquí.
EL PEDAGOGO.— Ahora sois razonable. ¿Qué hubierais ganado vi­viendo aquí? Vuestra alma, a esta hora, estaría aterrorizada por un abyecto arrepentimiento.
ORESTES (con brusquedad).— Por lo menos sería mío. Y este calor que me chamusca el pelo sería mío. Mío el zumbido de estas moscas. A esta hora, desnudo en una habitación oscura del pala­cio, observaría por la hendedura de un postigo el color rojo de la luz, esperaría que el sol declinara, y que subiera del suelo, como un olor, la sombra fresca de un crepúsculo de Argos, semejante a otros cien mil y siempre nuevo, la sombra de un crepúsculo mío. Vámonos, pedagogo; ¿no comprendes que estamos a punto de pu­drirnos en el calor ajeno?
EL PEDAGOGO.— Ah, señor, cómo me tranquilizáis. Estos últimos meses —para ser exacto, desde que os revelé vuestro nacimiento— os veía cambiar día a día, y ya no lograba dormir. Temía...
ORESTES.— ¿Qué?
EL PEDAGOGO.— Vais a enfadaros.
ORESTES.— No. Habla.
EL PEDAGOGO.— Temía —es inútil haberse adiestrado desde tempra­no en la ironía escéptica, a veces a uno se le ocurren ideas estú­pidas—, en una palabra, me preguntaba si no meditaríais echar a Egisto y ocupar su puesto.
ORESTES (lentamente).— ¿Echar a Egisto? (Pausa.) Puedes tran­quilizarte, buen hombre, es demasiado tarde. No es que me falten ganas de coger por la barba a ese rufián de sacristía y arrancarlo del trono de mi padre. Pero ¿qué? ¿Qué tengo que ver con esas gentes? No he visto nacer uno solo de sus hijos, ni he asistido a las bodas de sus hijas, no comparto sus remordimientos y no conoz­co uno solo de sus nombres. El barbudo dice bien: un rey debe tener los mismos recuerdos que sus súbditos. Dejémoslos, buen hombre. Vayámonos. De puntillas. ¡Ah! Si hubiera un acto, mira, un acto que me diera derecho de ciudadanía entre ellos; si pudie­ra apoderarme, aun a costa de un crimen, de sus memorias, de su terror y de sus esperanzas para colmar el vacío de mi corazón, aunque tuviera que matar a mi propia madre...
EL PEDAGOGO.— ¡Señor!
ORESTES.— Sí. Son sueños. Partamos. Mira si pueden proporcionarnos caballos y seguiremos hasta Esparta donde tengo amigos.
Entra ELECTRA.

ESCENA III

Los MISMOS - ELECTRA

ELECTRA (que lleva un cajón, se acerca sin verlos a la estatua de Jú­piter).—¡Basura! Puedes mirarme, sí, con esos ojos redondos en la cara embadurnada de jugo de frambuesa; no me asustas. Dime, vinieron esta mañana las santas mujeres, los cascajos de vestido ne­gro. Hicieron crujir sus zapatones a tu alrededor. Estabas contento, ¿eh, cuco?, te gustan las viejas; cuando más se parecen a los muertos más te gustan. Desparramaron a tus pies sus vinos más preciosos porque es tu fiesta, y de sus faldas subían a tu nariz tufos enmo­hecidos; todavía halaga tu nariz ese perfume deleitable. (Frotán­dose contra él.) Bueno, ahora huéleme, huele mi olor a carne fresca. Yo soy joven, estoy viva, esto ha de horrorizarte. También yo vengo a hacerte ofrendas mientras toda la ciudad reza. Mira: aquí tienes mondaduras y toda la ceniza del hogar, y viejos restos de carne bullentes de gusanos, y un pedazo de pan sucio que no han querido nuestros cerdos; a tus moscas les gustarán. Feliz fiesta, anda, feliz fiesta, y esperemos que sea la última. No soy muy fuerte y no puedo tirarte al suelo. Puedo escupirte, es todo lo que soy capaz de hacer. Pero vendrá el que espero, con su gran espada. Te mirará regodeándose, con las manos en las caderas y echado hacia atrás. Y luego sacará el sable y te hendirá de arriba abajo, ¡así! Entonces las dos mitades de Júpiter rodarán, una a la izquierda, la otra a la derecha, y todo el mundo verá que es de madera blanca. Es de madera toda blanca, el dios de los muertos. El horror y la sangre del rostro y el verde oscuro de los ojos no son sino un barniz, ¿verdad? Tú sabes que eres todo blanco por dentro, blanco como el cuerpo de un nene; sabes que un sa­blazo te abrirá en seco y que ni siquiera podrás sangrar. ¡Madera blanca! Buena madera blanca: arde bien. (Ve a ORESTES.) ¡Ah!
ORESTES.— No tengas miedo.
ELE C TRA .— No tengo miedo. Absolutamente ninguno. ¿Quién eres?
ORESTES.— Un extranjero.
ELECTRA.— Sé bienvenido. Todo lo extraño a esta ciudad me es caro. ¿Cuál es tu nombre?
ORESTES.— Me llamo Filebo y soy de Corinto.
ELECTRA.— ¿Eh? ¿De Corinto? A mí me llaman Electra.
ORESTES.— Electra. (Al PEDAGOGO.) Déjanos. El PEDAGOGO sale.


ESCENA IV

ORESTES - ELECTRA

ELECTRA.— ¿Por qué me miras así?
ORESTES.— Eres bella. No te pareces a las gentes de aquí.
ELECTRA.— ¿Bella? ¿Estás seguro de que soy bella? ¿Tan bella como las hijas de Corinto?
ORESTES.— Sí.
ELECTRA.— Aquí no me lo dicen. No quieren que lo sepa. Además, ¿de qué me sirve si no soy más que una sirvienta?
ORESTES.— ¿Sirvienta, tú?
ELECTRA.— La última de las sirvientas. Lavo la ropa del rey y de la reina. Es una ropa muy sucia y llena de porquerías. Toda la ropa interior, las camisas que han envuelto sus cuerpos podridos, las que se pone Clitemnestra cuando el rey comparte su lecho; tengo que lavar todo eso. Cierro los ojos y froto con todas mis fuerzas. También lavo la vajilla. ¿No me crees? Mira mis manos. Hay grietas y rajaduras, ¿eh? Qué ojos raros pones. ¿Por casualidad parecen manos de princesa?
ORESTES.— Pobres manos. No. No parecen manos de princesa. Pero sigue. ¿Qué más te obligan a hacer?
ELECTRA.— Bueno, todas las mañanas debo vaciar el cajón de ba­suras. Lo arrastro fuera del palacio y luego... Ya has visto lo que hago con las basuras. Este monigote de madera es Júpiter, dios de la muerte y de las moscas. El otro día, el Gran Sacerdote, que ve­nía a hacerle genuflexiones, pisó troncos de coles y nabos, conchas y almejas. Creyó perder el sentido. Dime, ¿me denunciarás?
ORESTES.— No.
ELECTRA.— Denúnciame si quieres, tanto me da. ¿Qué más pueden hacerme? ¿Pegarme? Ya me han pegado. ¿Encerrarme en una gran torre, muy arriba? No sería una mala idea, no les vería más la cara. Imagínate que a la noche, cuando he terminado mi trabajo, me recompensan: tengo que acercarme a una mujer alta y gorda, de pelo teñido. Tiene labios gruesos y manos muy blancas, manos de reina, que huelen a miel. Apoya sus manos en mis hombros, pega sus labios a mi frente, dice: "Buenas noches, Electra". Todas las noches. Todas las noches siento vivir contra mi piel esa carne caliente y ávida. Pero yo resisto, nunca he caído. Es mi madre, ¿comprendes? Si estuviera en la torre, no me besaría más.
ORESTES.— ¿Nunca has pensado en escaparte?
ELECTRA.— Me falta valor; tendría miedo, sola en los caminos.
ORESTES.— ¿No tienes una amiga que pueda acompañarte?
ELECTRA.— No, sólo cuento conmigo. Soy la sarna, la peste: las gentes de aquí te lo dirán. No tengo amigas.
ORESTES.— ¡Cómo! ¿Ni siquiera una nodriza, una vieja que te haya visto nacer y te quiera un poco?
ELECTRA.— Ni eso. Pregúntale a mi madre: desalentaba a los cora­zones más tiernos.
ORESTES.— ¿Y te quedarás aquí toda la vida?
ELECTRA (en un grito).— ¡Ah! ¡Toda la vida, no! No; escucha: es­pero algo.
ORESTES.— ¿Algo o alguien?
ELECTRA.— No te lo diré. Habla tú, mejor. Tú también eres hermo­so. ¿Te quedarás mucho tiempo?
ORESTES.— Debía marcharme hoy mismo. Pero ahora...
ELECTRA.— ¿Ahora?
ORESTES.— Ya no sé.
ELECTRA.— ¿Corinto es una hermosa ciudad?
ORESTES.— Muy hermosa.
ELECTRA.— ¿La quieres mucho? ¿Estás orgulloso de ella?
ORESTES.— Sí.
EL ECTRA.— A mí me parecería raro estar orgullosa de mi ciudad natal. Explícamelo.
ORESTES.— Bueno... No sé. No puedo explicártelo.
ELECTRA.— ¿No puedes? (Pausa.) ¿Es cierto que hay plazas som­breadas en Corinto? ¿Plazas donde la gente se pasea al crepúsculo?
ORESTES.— Es cierto.
ELECTRA.— ¿Y todo el mundo sale? ¿Todo el mundo pasea?
ORESTES.— Todo el mundo.
ELECTRA.— ¿Los muchachos con las muchachas?
ORESTES.— Los muchachos con las muchachas.
ELECTRA.— ¿Y siempre tienen algo que decirse? ¿Y están contentos unos con otros? ¿Y a horas avanzadas de la noche se los oye reír juntos?
ORESTES.— Sí.
ELECTRA.— ¿Te parezco boba? Es que me cuesta tanto imaginar paseos, cantos, sonrisas. A las gentes de aquí las roe el miedo. Y a mí...
ORESTES.— ¿A ti?
ELECTRA.— El odio. ¿Y qué hacen todo el día las muchachas de Corinto?
ORESTES.— Se adornan, y cantan o tocan el laúd, y visitan a sus amigas y a la noche van a bailar.
ELECTRA.— ¿Y no tienen ninguna preocupación?
ORESTES.— Las tienen muy pequeñas.
ELECTRA.— ¿Sí? Escúchame: ¿las gentes de Corinto no tienen re­mordimientos?
ORESTES.— A veces. No muchas.
ELECTRA.— Entonces, ¿hacen lo que quieren y después no lo pien­san más?
ORESTES.— Así es.
ELECTRA.— Qué raro. (Pausa.) Y dime también, porque necesito saberlo a causa de alguien... de alguien a quien espero: supón que un mozo de Corinto, uno de esos mozos que ríen a las noches con las mujeres, encuentra al volver de un viaje, a su padre asesi­nado, a su madre en el lecho del asesino y a su hermana en la es­clavitud; ¿el mozo de Corinto se escaparía sin ruido, retrocedería haciendo reverencias a buscar consuelo junto a sus amigas? ¿O sacaría la espada y golpearía al asesino hasta hacerle estallar la cabeza? ¿No respondes?
ORESTES.— No lo sé.
ELECTRA.— ¿Cómo? ¿No lo sabes?
Voz de CLITEMNESTRA.— Electra.
ELECTRA.— Sh... sh...
ORESTES.— ¿Qué hay?
ELECTRA.— Es mi madre, la reina Clitemnestra.


ESCENA V

ORESTES - ELECTRA – CLITEMNESTRA

ELECTRA.— ¿Qué, Filebo? ¿Te da miedo?
ORESTES.— Esa cabeza... cien veces intenté imaginarla y había acabado por verla, fatigada y blanda bajo el brillo de los afeites. Pero no me esperaba esos ojos muertos.
CLITEMNESTRA.— Electra, el rey te ordena que te prepares para la ceremonia. Te pondrás el vestido negro y las joyas. Bueno, ¿qué significan esos ojos bajos? Aprietas los codos contra las caderas delgadas; tu cuerpo te estorba... Muchas veces estás así en mi presencia; pero ya no me dejaré engañar por esas monerías; hace un rato, por la ventana, vi otra Electra de ademanes amplios, de ojos llenos de fuego... ¿Me mirarás a la cara? ¿Me responderás, al fin?
ELECTRA.— ¿Necesitáis una fregona para realzar el esplendor de vuestra fiesta?
CLITEMNESTRA.— Nada de comedia. Eres princesa, Electra, y el pueblo te aguarda, como todos los años.
ELECTRA.— ¿Soy princesa, de veras? ¿Y lo recordáis una vez al año, cuando el pueblo reclama un cuadro de nuestra vida de familia para su edificación? ¡Linda princesa, que lava la vajilla y guarda los cerdos! ¿Egisto rodeará mis hombros con su brazo, como el año pasado, y sonreirá junto a mi mejilla, murmurando a mi oído palabras de amenaza?
CLITEMNESTRA.— De ti depende que sea de otro modo.
ELECTRA.— Sí, si me dejo infectar por vuestros remordimientos y si imploro el perdón de los dioses por un crimen que no he cometido. Sí, si beso las manos de Egisto llamándolo padre. ¡Puah! Tiene sangre seca bajo las uñas.
CLITEMNESTRA.— Haz lo que quieras. Hace mucho he renunciado a darte órdenes en mi nombre. Te trasmití las del rey.
ELECTRA.— ¿Qué me importan las órdenes de Egisto? Es vuestro marido, madre, vuestro muy caro marido, no el mío.
CLITEMNESTRA.— No tengo nada que decirte, Electra. Veo que bus­cas tu perdición y la nuestra. ¿Pero cómo había de aconsejarte yo, que arruiné mi vida en una sola mañana? Me odias, hija mía, pero lo que más me inquieta es que te pareces a mí: yo he tenido ese rostro puntiagudo, esa sangre inquieta, esos ojos socarrones, ¡y no salió nada bueno!
ELECTRA.— ¡No quiero parecerme a vos! Dime Filebo, tú que nos ves a las dos, una junto a la otra, no es cierto, ¿verdad?, no me parezco a ella.
ORESTES.— ¿Qué decir? Su rostro se asemeja a un campo devastado por el rayo y el granizo. Pero hay en el tuyo algo como una promesa de tormenta: un día la pasión lo quemará hasta los huesos.
ELECTRA.— ¿Una promesa de tormenta? Sea. Acepto ese parecido. Ojalá digas la verdad.
CLITEMNESTRA.— ¿Y tú? Tú que miras así a las gentes, ¿quién eres? Déjame mirarte a mi vez. ¿Y qué haces aquí?
ELECTRA (vivamente).— Es un corintio llamado Filebo. Anda de viaje.
CLITEMNESTRA.— ¿Filebo? ¡Ah!
ELECTRA.— ¿Parecíais temer otro nombre?
CLITEMNESTRA.— ¿Temer? Si he ganado algo al perderme, es que ahora ya no puedo temer nada. Acércate, extranjero, sé bien­venido. ¡Qué joven eres! ¿Qué edad tienes?
ORESTES.— Dieciocho años.
C LITEMNESTRA .— ¿Tus padres viven todavía?
ORESTES.— Mi padre ha muerto.
CLITEMNESTRA.— ¿Y tu madre? Ha de tener mi edad, más o menos. ¿No dices nada? Sin duda te parece más joven que yo; puede reír y cantar aún en tu compañía. ¿La quieres? ¡Pero responde! ¿Por qué la has abandonado?
ORESTES.— Voy a Esparta a alistarme en las tropas mercenarias.
CLITEMNESTRA.— Los viajeros hacen de ordinario un rodeo de veinte leguas para evitar nuestra ciudad. ¿No te avisaron? Las gentes de la llanura nos han puesto en cuarentena; miran nuestro arrepentimiento como una peste, y tienen miedo de contaminarse.
ORESTES.— Lo sé.
CLITEMNESTRA.— ¿Te han dicho que un crimen inexpiable, come­tido hace quince años, nos aplasta?
ORESTES.— Me lo han dicho.
CLITEMNESTRA.— ¿Que la reina Clitemnestra es la más culpable? ¿Que su nombre es maldito entre todos?
ORESTES.— Me lo han dicho.
CLITEMNESTRA.— ¿Y sin embargo viniste? Extranjero, yo soy la reina Clitemnestra.
ELECTRA.— No te enternezcas, Filebo; la reina se divierte con nues­tro juego nacional: el juego de las confesiones públicas. Aquí cada uno grita sus pecados a la cara de todos; y no es raro, en los días feriados, ver a algún comerciante que después de bajar la cortina metálica de su tienda, se arrastra de rodillas por las calles, frotando el pelo en el polvo y aullando que es un asesino, un adúltero o un prevaricador. Pero las gentes de Argos comienzan a hastiarse: cada uno conoce de memoria los crímenes de los otros; los de la reina en particular no divierten ya a nadie; son crímenes oficia­les, crímenes de fundación, por así decirlo. Dejo que pienses en su alegría cuando te vio, joven, nuevo, ignorante hasta de su nombre: ¡qué ocasión excepcional! Le parece que se confiesa por primera vez.
CLITEMNESTRA.— Calla. Cualquiera puede escupirme a la cara, llamándome criminal y prostituida. Pero nadie tiene el derecho de juzgar mis remordimientos.
ELECTRA.— Ya ves, Filebo; es la regla del juego. Las gentes te implorarán que las condenes. Pero mucho cuidado; júzgalas sólo por las faltas que te confiesen: las otras no interesan a nadie, y te tendrían mala voluntad si los descubrieras.
CLITEMNESTRA.— Hace quince años yo era la mujer más bella de Grecia. Mira mi cara y juzga lo que he padecido. Te lo digo sin tapujos: no lamento la muerte del viejo cabrón; cuando lo vi sangrar en el baño canté de alegría, bailé. Y todavía hoy, des­pués de pasados quince años, no puedo pensarlo sin un estremeci­miento de placer. Pero tenía un hijo, sería de tu edad. Cuando Egisto lo entregó a los mercenarios, yo...
ELECTRA.— También teníais una hija, madre, me parece. Habéis hecho de ella una fregona. Pero esta falta no os atormenta mucho.
CLITEMNESTRA.— Eres joven, Electra. Le es fácil condenar a quien es joven y no ha tenido tiempo de hacer daño. Pero pa­ciencia: un día, arrastrarás tras de ti un crimen irreparable. A cada paso creerás alejarte de él, y sin embargo seguirá siendo siem­pre igualmente gravoso llevarlo. Te volverás y lo verás a tus es­paldas, fuera de alcance, sombrío y puro como un cristal negro. Y ni siquiera lo comprenderás ya; dirás: "No soy yo, no soy yo quien lo ha cometido". Sin embargo estará allí, cien veces rene­gado, siempre allí tirándote hacia atrás. Y sabrás por fin que has comprometido tu vida sin más ni más, de una vez por todas y que lo único que te queda es arrastrar tu crimen hasta la muer­te. Tal es la ley, justa e injusta, del arrepentimiento. Veremos entonces qué quedará de tu juvenil orgullo.
ELECTRA.— ¿Mi juvenil orgullo? Vamos, lamentáis vuestra juven­tud aún más que vuestro crimen; odiáis mi juventud, más aún que mi inocencia.
CLITEMNESTRA.— En ti, Electra, me odio a mí misma. No tu juventud, ¡oh, no hija mía!
ELECTRA.— Y yo a vos, a vos os odio.
CLITEMNESTRA.— ¡Qué vergüenza! Nos injuriamos como dos mu­jeres de la misma edad que se enfrentan por una rivalidad amorosa. Y sin embargo soy tu madre. No sé quién eres, joven, ni lo que vienes a hacer entre nosotros, pero tu presencia es nefasta. Elec­tra me detesta y no lo ignoro. Pero hemos guardado silencio du­rante quince años, y sólo nuestras miradas nos traicionaban. Vi­niste, nos hablaste y ya estamos mostrando los dientes y gru­ñendo como perras. Las leyes de la ciudad nos obligan a ofrecerte hospitalidad, pero, no te lo oculto, deseo que te vayas. En cuanto a ti, hija mía, imagen harto fiel de mí misma, no te quiero, es cierto. Pero me cortaría la mano derecha antes de perjudicarte. Lo sabes demasiado, abusas de mi debilidad. Pero no te aconsejo que levantes contra Egisto tu cabecita venenosa; de un palazo sabe deslomar a las víboras. Créeme, haz lo que él te ordena, si no te deslomará.
ELECTRA.— Podéis responder al rey que no apareceré en la fiesta. ¿Sabes lo que hacen, Filebo? Hay en lo alto de la ciudad una caverna cuyo fondo jamás han encontrado nuestros jóvenes; dicen que se comunica con los infiernos; el Gran Sacerdote la ha hecho obstruir con una gran piedra. Pues bien, ¿lo creerás?, cada aniversario el pueblo se reúne delante de esa caverna, los soldados empujan a un lado la piedra que tapa la entrada, y nuestros muertos, según dicen, suben de los infiernos y se desparraman por la ciudad. Se les ponen cubiertos en las mesas, se les ofrecen sillas y lechos, todos se apretujan un poco para dejarles lugar en la velada, corren por todas partes, todos los pensamientos son para ellos. Ya adivinas las lamentaciones de los vivos: "Mi querido muerto, mi querido muerto, no quise ofenderte, perdóname". Mañana por la mañana, al canto del gallo, volverán bajo tierra, la piedra rodará hasta la entrada de la gruta, y se acabó hasta el año próximo. No quiero participar en esas mojigangas. Son los muertos de ellos, no los míos.
CLITEMNESTRA.— Si no obedeces de buen grado, el rey ha dado orden de que te lleven por fuerza.
ELECTRA.— ¿Por fuerza?... ¡Ah! ¡Ah! Por fuerza. Está bien. Mi buena madre, si gustáis, asegurad al rey mi obediencia. Me presentaré en la fiesta, y puesto que el pueblo quiere verme, no quedará decepcionado. En cuanto a ti, Filebo, te lo ruego, difiere tu partida, asiste a nuestra fiesta. Quizá encuentres ocasión de risa. Hasta luego, voy a arreglarme. (Sale.)
CLITEMNESTRA (a ORESTES).— Vete. Estoy segura de que nos traerás desgracia. No puedes odiarnos, no te hemos hecho nada. Vete. Te lo suplico por tu madre, vete. (Sale.)
ORESTES.— Por mi madre...
Entra JÚPITER.


ESCENA VI

ORESTES - JÚPITER

JÚPITER.— Vuestro criado me dice que os vais. En vano busca caballos por toda la ciudad. Pero yo podré conseguiros dos jumentos enjaezados a buen precio.
ORESTES.— Ya no me marcho.
JÚPITER (lentamente).— ¿Ya no os marcháis? (Pausa. Vivamente.) Entonces no os dejo, sois mi huésped. Al pie de la ciudad hay una posada bastante buena donde nos alojaremos juntos. No lamentaréis haberme escogido por compañero. En primer lugar —abraxas, galla, galla, tse, tse—, os libro de las moscas. Y además, un hombre de mi edad suele dar buenos consejos: podría ser vuestro padre, me contaréis vuestra historia. Venid, joven, dejaos estar: encuentros como éstos son a veces más provechosos de lo que se cree al principio. Ved el ejemplo de Telémaco, el hijo del rey Ulises, como sabéis. Un buen día encontró a un anciano caballero llamado Mentor, que se unió a sus destinos y lo siguió por todas partes. Bueno, ¿sabéis quién era el tal Mentor?

Lo lleva hablando y cae el telón.

ACTO II

PRIMER CUADRO

Una plataforma en la montaña. A la derecha, la caverna. Cierra la entrada una gran piedra negra A la izquierda, gradas que conducen a un templo.

ESCENA I

LA MULTITUD - luego JÚPITER - ORESTES y el PEDAGOGO

UNA MUJER (se arrodilla delante de su chiquillo) .— La corbata. Ya te hice tres veces el nudo. (Cepilla con la mano.) Así. Estás limpio. Sé juicioso y llora con los demás cuando te lo digan.
EL NIÑO.— ¿Por ahí han de venir?
LA MUJER.— Sí.
EL NIÑO.— Tengo miedo.
LA MUJER.— Hay que tener miedo, querido mío. Mucho miedo. Así es como se llega a ser un hombre honrado.
UN HOMBRE.— Tendrán buen tiempo hoy.
OTRO.— ¡Afortunadamente! Hay que convencerse de que son aún sensibles al calor del sol. El año pasado llovía y estuvieron terribles.
EL PRIMERO.— ¡Terribles!
EL SEGUNDO.— ¡Ay!
EL TERCERO.— Cuando hayan vuelto al agujero y estemos solos, entre nosotros, treparé aquí, miraré esta piedra y me diré: "Ahora se acabó por un año".
UN CUARTO.— ¿Sí? Bueno, para mí eso no es un consuelo. A partir de mañana empezaré a decirme: "¿Cómo estarán el año próximo?" De un año a otro se vuelven más malos.
EL SEGUNDO.— Calla, desdichado. Si uno de ellos se hubiera in­filtrado por alguna grieta de la roca y rondara ya entre nos­otros... Hay muertos que se adelantan a la cita.
Se miran con inquietud.
UNA MUJER JOVEN.— Si por lo menos pudiera empezar en segui­da. ¿Qué es lo que hacen los del palacio? No se dan prisa. Para mí lo más duro es esta espera: una está aquí, pataleando bajo un cielo de fuego, sin quitar los ojos de esa piedra negra... ¡Ah! Están ahí, detrás de la piedra; esperan como nosotros, rego­cijándose con la idea del daño que van a hacernos.
UNA VIEJA.— ¡Bien está, maldita ramera! Ya se sabe lo que la asusta. Su marido murió la primavera pasada, y hacía diez años que le ponía los cuernos.
LA MUJER JOVEN.— Bueno, sí, lo confieso, lo engañé mientras pude; pero lo quería bien y le hacía la vida agradable; nunca sospechó nada y murió mirándome con ojos de perro agradecido. Ahora lo sabe todo, le han aguado su placer, me odia, padece. Y dentro de un rato estará junto a mí, su cuerpo de humo des­posará mi cuerpo más estrechamente de lo que lo hizo nunca ningún ser vivo. ¡Ah! Lo llevaré a mi casa, enroscado alrededor del cuello como una piel. Le he preparado buenos platitos, tortas de harina, una colación como las que le gustaban. Pero nada suavizará su rencor; y esta noche... esta noche estará en mi cama.
UN HOMBRE.— Tiene razón, diablos. ¿Qué hace Egisto? ¿En qué piensa? No puedo soportar esta espera.
OTRO.— ¡Quéjate! ¿Crees que Egisto tiene menos miedo que nosotros? ¿Quisieras estar en su lugar, eh, y pasar veinticuatro horas a solas con Agamenón?
LA MUJER JOVEN.— Horrible, horrible espera. Me parece que to­dos vosotros os alejáis lentamente de mí. Todavía no han qui­tado la piedra y cada uno es ya presa de sus muertos, solo como una gota de lluvia.
Entran JÚPITER, ORESTES, el PEDAGOGO.
JÚPITER.— Ven por aquí, estaremos mejor.
ORESTES.— ¿Son éstos los ciudadanos de Argos, los muy fieles súb­ditos del rey Agamenón?
EL PEDAGOGO.— ¡Qué feos son! Mirad, mi amo, la tez cerúlea, los ojos cavernosos. Estas gentes están a punto de morirse de miedo. He aquí el efecto de la superstición. Miradlos, miradlos. Y si aún necesitáis una prueba de la excelencia de mi filosofía, considerad en seguida mi tez floreciente.
JÚPITER.— Linda cosa una tez floreciente. Unas amapolas en las mejillas, buen hombre, no te impedirán ser basura, como todos éstos, a los ojos de Júpiter. Anda, apestas y no lo sabes. En cambio ellos tienen las narices llenas de sus propios olores; se co­nocen mejor que tú.
La MULTITUD gruñe.
UN HOMBRE (subido a las gradas del templo, se dirige a la MULTITUD).— ¿Quieres volvernos locos? Unamos nuestras voces, ca­maradas, y llamemos a Egisto: no podemos tolerar que difiera más tiempo la ceremonia.
LA MULTITUD.— ¡Egisto! ¡Egisto! ¡Piedad!
UNA MUJER.— ¡Ah, sí! ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Pero nadie se apiada­rá de mí! ¡El hombre que tanto he odiado vendrá con la gar­ganta abierta, me encerrará en sus brazos invisibles y viscosos, será mi amante toda la noche, toda la noche! ¡Ah!
Se desvanece.
ORESTES.— ¡Qué locuras! Es preciso decir a estas gentes...
JÚPITER.— Y qué, joven, ¿tanto aspaviento por una mujer que pone los ojos en blanco? Ya veréis otros.
UN HOMBRE (poniéndose de rodillas).— ¡Hiedo! ¡Hiedo! Soy una carroña inmunda. ¡Mirad, las moscas me cubren como cuervos! Picad, cavad, taladrad, moscas vengadoras, revolved mi carne has­ta mi corazón obsceno. He pecado, he pecado cien mil veces, soy un albañal, un retrete...
JÚPITER.— ¡Buen hombre!
Dos HOMBRES (levantándolo).— Bueno, bueno. Ya lo contarás más tarde, cuando estén aquí.
El HOMBRE permanece atontado; resopla revolviendo los ojos.
LA MULTITUD.— ¡Egisto! ¡Egisto! Por compasión, ordena que em­piecen. No podemos más.
EGISTO aparece en las gradas del templo. Detrás de él CLITEMNESTRA y el GRAN SACERDOTE. GUARDIAS.


ESCENA II

Los MISMOS - EGISTO - CLITEMNESTRA - EL GRAN SACERDOTE - Los GUARDIAS

EGISTO.— ¡Perros! ¿Os atrevéis a quejaros? ¿Habéis perdido la me­moria de vuestra abyección? Por Júpiter, refrescaré vuestros re­cuerdos. (Se vuelve hacia CLITEMNESTRA.) Tendremos que decidirnos a empezar sin ella. Pero que tenga cuidado. Mi castigo será ejemplar.
C LITEMNESTRA .— Me había prometido que obedecería. Se está arre­glando, estoy segura; ha de haberse demorado delante del espejo.
EGISTO (a los GUARDIAS) .— Que vayan a buscar a Electra al palacio y la traigan aquí de grado o por fuerza. (Los GUARDIAS salen. A la MULTITUD.) A vuestros lugares. Los hombres a mi derecha. A mi izquierda las mujeres y los niños. Está bien.
Un silencio. EGISTO aguarda.
EL GRAN SACERDOTE.— Las gentes no pueden más.
EGISTO.— Lo sé. Si mis guardias...
Los GUARDIAS vuelven.
UN GUARDIA.— Señor, hemos buscado por todas partes a la prince­sa. Pero el palacio está desierto.
EGISTO.— Está bien. Mañana arreglaremos esa cuenta. (Al GRAN SACERDOTE.) Empieza.
EL GRAN SACERDOTE.— Retirad la piedra.
LA MULTITUD.— ¡Ah!
Los GUARDIAS retiran la piedra. El GRAN SACERDOTE se adelanta hasta la entrada de la caverna.
EL GRAN SACERDOTE.— ¡Vosotros, los olvidados, los abandonados, los desencantados, vosotros que os arrastráis por el suelo, en la oscuridad, como fumarolas, y que ya no tenéis nada propio fuera de vuestro gran despecho, vosotros, muertos, de pie: es vuestra fiesta! ¡Venid, subid del suelo como un enorme vapor de azufre empujado por el viento; subid de las entrañas del mundo, oh muer­tos, vosotros muertos de nuevo a cada latido de nuestro cora­zón, os invoco mediante la cólera y la amargura y el espíritu de venganza; venid a saciar vuestro odio en los vivos! Venid, despa­rramaos en bruma espesa por nuestras calles, deslizad vuestras co­hortes apretadas entre la madre y el hijo, entre la mujer y su amante, hacednos lamentar que no estemos muertos. De pie vam­piros, larvas, espectros, harpías, terror de nuestras noches. De pie los soldados que murieron blasfemando, de pie los hombres de mala suerte, los humillados, de pie los muertos de hambre cuyo grito de agonía fue una maldición. ¡Mirad, ahí están los vivos, las gordas presas vivas! ¡De pie, caed sobre ellos en remolino y roedlos hasta los huesos! ¡De pie! ¡De pie! ¡De pie!...
Tam-tam. Baila delante de la entrada de la caverna, primero len­tamente, luego cada vez más rápido y cae extenuado.
EGISTO.— ¡Ahí están!
LA MULTITUD.— ¡Horror!
ORESTES.— Es demasiado y voy...
JÚPITER.— ¡Mírame, joven, mírame a la cara, así, así! Has com­prendido. Silencio ahora.
ORESTES.— ¿Quién sois?
JÚPITER.— Lo sabrás más tarde.
EGISTO baja lentamente las escaleras del palacio.
EGISTO.— Ahí están. (Un silencio.) Ahí está, Aricia, el esposo a quien escarneciste. Ahí está, junto a ti, te besa. ¡Cómo te aprieta, cómo te ama, cómo te odia! Ahí está, Nicias, ahí está tu madre muerta por falta de cuidados. Y ahí, Segesto, usurero infame, ahí están todos tus infortunados deudores, los que murieron en la miseria y los que se ahorcaron porque los arruinabas. Ahí están, y ellos son, hoy, tus acreedores. Y vosotros, padres, tiernos padres, bajad un poco los ojos, mirad más abajo, hacia el suelo: ahí están los niños muertos, tienden sus manecitas; y todas las alegrías que les habéis negado, todos los tormentos que les habéis infligido pesan como plomo en sus almitas rencorosas y desoladas.
LA MULTITUD.— ¡Piedad!
EGISTO.— ¡Ah, sí! ¡Piedad! ¿No sabéis que los muertos jamás tie­nen piedad? Sus agravios son imborrables, porque para ellos la cuenta se ha detenido para siempre. ¿Con buenas obras, Nicias piensas borrar el mal que hiciste a tu madre? ¿Pero qué obra buena podrá alcanzarla nunca? Su alma es un mediodía tórrido, sin un soplo de viento, donde nada se mueve, nada cambia, nada vive; un gran sol descarnado, un sol inmóvil la consume eternamente. Los muertos ya no son —¿comprendéis esta palabra implacable?—, ya no son, y por eso se han erigido en guardianes incorruptibles de vuestros crímenes.
LA MULTITUD.— ¡Piedad!
EGISTO.— ¿Piedad? Ah, farsantes, hoy tenéis público. ¿Sentís pe­sar en vuestros rostros y en vuestras manos las miradas de esos millones de ojos fijos y sin esperanza? Nos ven, nos ven, estamos desnudos delante de la asamblea de los muertos. ¡Ah! ¡Ah! Aho­ra estáis muy confundidos; os quema esa mirada invisible y pura, más inalterable que el recuerdo de una mirada.
LA MULTITUD.— ¡Piedad!
Los HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.
LAS MUJERES.— Piedad. Nos rodean vuestros rostros y los objetos que os pertenecieron, eternamente llevamos luto por vosotros y lloramos del alba a la noche y de la noche al alba. Es inútil, vues­tro recuerdo se deshilacha y se nos desliza entre los dedos; cada día palidece un poco más y somos un poco más culpables. Nos aban­donáis, nos abandonáis, os escurrís de nosotros como una hemorra­gia. Sin embargo, por si ello pudiera aplacar vuestras almas irri­tadas, sabed, oh caros desaparecidos, que nos habéis arruinado la vida.
Los HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.
Los NIÑOS.— ¡Piedad! No nacimos a propósito, y nos avergonzamos mucho de crecer. ¿Cómo hubiéramos podido ofenderos? Mirad, apenas vivimos, somos flacos, pálidos y muy pequeños; no hacemos ruido, nos deslizamos sin agitar siquiera el aire a nuestro alrededor. ¡Y os tenemos miedo, ¡oh!, tanto miedo!
Los HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.
EGISTO.— ¡Paz! ¡Paz! Si vosotros os lamentáis así, ¿qué diré yo, vuestro rey? Pues ha comenzado mi suplicio: el suelo tiembla y el aire se ha oscurecido; aparecerá el más grande de los muertos, aquel a quien he matado con mis manos: Agamenón.
ORESTES (sacando la espada).— ¡Rufián! No te permitiré que mez­cles el nombre de mi padre a tus maulerías.
JÚPITER (tomándolo por la cintura).— ¡Deteneos, joven; deteneos!
EGISTO (volviéndose).— ¿Quién se atreve? (ELECTRA ha aparecido vestida de blanco en las gradas ¿el templo. EGISTO la ve.) ¡Electra!
LA MULTITUD.— ¡Electra!


ESCENA III

Los MISMOS - ELECTRA

EGISTO.— Electra, responde, ¿qué significan esas ropas?
ELECTRA.— Me he puesto mi vestido más hermoso. ¿No es un día de fiesta?
EL GRAN SACERDOTE.— ¿Vienes a burlarte de los muertos? Es la fiesta de ellos, lo sabes muy bien, y debías presentarte con ves­tiduras de luto.
ELECTRA.— ¿De luto? ¿Por qué de luto? ¡No temo a mis muer­tos, y nada tengo que ver con los vuestros!
EGISTO.— Has dicho la verdad; tus muertos no son nuestros muer­tos. Mirad en su vestido de ramera a la nieta de Atreo, Atreo que degolló cobardemente a sus sobrinos. ¿Qué eres, sino el último retoño de una raza maldita! Te he tolerado por compa­sión en mi palacio, pero hoy reconozco mi falta, porque sigue corriendo por tus venas la vieja sangre podrida de los Atridas y nos infectarías a todos si no pusiera yo un poco de orden. Ten un poco de paciencia, perra, y ya verás si sé castigar. No te bas­tarán los ojos para llorar.
LA MULTITUD.— ¡Sacrílega!
EGISTO.— ¿Oyes, desdichada, los gruñidos del pueblo al que has ofendido, oyes el nombre que te da? Si no estuviera yo para poner un freno a su cólera, te destrozaría aquí mismo.
LA MULTITUD.— ¡Sacrílega!
ELECTRA.— ¿Es un sacrilegio ser alegre? ¿Por qué no son alegres ellos? ¿Quién se lo impide?
EGISTO.— Se ríe y su padre muerto está ahí, con la sangre coagu­lada en la cara...
ELECTRA.— ¿Cómo os atrevéis a hablar de Agamenón? ¿Qué sabéis si no viene por la noche a hablarme al oído? ¿Qué sabéis las palabras de amor y de pesar que me cuchichea con su voz ronca y quebrada? Me río, es cierto, por primera vez en mi vida, me río, soy feliz. ¿Afirmáis que mi felicidad no regocija e! corazón de mi padre? ¡Ah! Si está aquí, si ve a su hija ves­tida de blanco, a su hija a quien habéis reducido al rango abyecto de esclava; si ve que lleva la frente alta y que la desgracia no ha humillado su orgullo, no se le ocurre, estoy segura, maldecir­me; le brillan los ojos en su rostro ajusticiado y sus labios san­grientos tratan de sonreír.
LA MUJER JOVEN.— ¿Y si dijera la verdad?
VOCES.— No, miente, está loca. Electra, vete, por favor; si no tu impiedad recaerá sobre nosotros.
ELECTRA.— ¿Pero de qué tenéis miedo? Miro a vuestro alrededor y sólo veo vuestras sombras. Pero escuchad lo que acabo de saber y que quizá ignoréis: hay en Grecia ciudades dichosas. Ciuda­des blancas y tranquilas que se calientan al sol como lagartos. A esta misma hora, bajo este mismo cielo, hay niños que juegan en las plazas de Corinto. Y sus madres no piden perdón por haberlos echado al mundo. Los miran sonriendo, están orgu­llosas de ellos. Oh, madres de Argos, ¿comprendéis? ¿Podéis com­prender aún el orgullo de una mujer que mira a su hijo y piensa: "Yo lo he llevado en mi seno"?
EGISTO.— Callarás, al fin, o te haré tragar las palabras.
VOCES (en la multitud).— ¡Sí, sí! Que se calle. ¡Basta, basta!
OTRAS VOCES.— ¡No, dejadla hablar! Dejadla hablar. Es Agamenón quien la inspira.
ELECTRA.— Hace buen tiempo. Por todas partes, en la llanura, los hombres alzan la cabeza y dicen: "Hace buen tiempo" y están contentos. Oh, verdugos de vosotros mismos, ¿habéis olvidado el humilde contento del campesino que camina por su tierra y dice: "Hace buen tiempo"? Andáis con los brazos colgando, la cabeza baja, respirando apenas. Vuestros muertos se os pegan y perma­necéis inmóviles, con el temor de atropellarlos al menor movi­miento. Sería horrible, ¿verdad?, que vuestras manos atravesa­ran de pronto un humito mojado, el alma de vuestro padre o de vuestro abuelo. Pero miradme: extiendo los brazos, me di­lato y me estiro como un hombre al despertar, ocupo mi lugar al sol, todo mi lugar. ¿Acaso el cielo se me viene encima? Bailo, mirad, bailo, y sólo siento el soplo del viento en mis cabellos. ¿Dónde están los muertos? ¿Creéis que danzan conmigo, al compás?
EL GRAN SACERDOTE.— Habitantes de Argos, os digo que esta mujer es sacrílega. Desdichada de ella y de los que entre vos­otros la escuchan.
ELECTRA.— Oh, mis queridos muertos, Ifigenia, mi hermana ma­yor; Agamenón, mi padre y único rey, escuchad mi ruego. Si soy sacrílega, si ofendo a vuestros manes dolorosos, haced una señal, hacedme una señal en seguida para que lo sepa. Pero si me aprobáis, queridos míos, entonces callaos, os lo ruego, que no se mueva una hoja ni una brizna de hierba, que ni un ruido venga a turbar mi danza sagrada: porque bailo por la alegría, bailo por la paz de los hombres, bailo por la felicidad y por la vida. Oh muertos míos, reclamo vuestro silencio, para que los hombres que me rodean sepan que vuestro corazón está conmigo. Baila.
VOCES (en la multitud).— ¡Baila! ¡Miradla, ligera como una llama danza al sol como la tela restallante de una bandera, y los muer­tos callan!
LA MUJER JOVEN.— Mirad su cara en éxtasis; no, no es el rostro de una impía. ¡Pues bien, Egisto, Egisto! ¿No dices nada? ¿Por qué no respondes?
EGISTO.— ¿Se discute con las bestias hediondas? ¡Se las destruye! Ha sido un error mío perdonarla antes; pero es un error repa­rable; no tengáis miedo, voy a aplastarla contra el suelo, y su raza desaparecerá con ella.
LA MULTITUD.— ¡Amenazar no es responder, Egisto! ¿No tienes ninguna otra cosa que decirnos?
MUJER JOVEN.— Baila, sonríe, es feliz, y los muertos parecen protegerla. ¡Ah, Electra envidiable, mira, yo también aparto los brazos y ofrezco mi pecho al sol!
VOCES (en la multitud).— Los muertos callan: ¡Egisto, nos has mentido!
ORESTES.— ¡Querida Electra!
JÚPITER.— Diablos, destruiré la cháchara de esta chiquilla. (Ex­tiende el brazo.) Posidón caribú caribón lullaby.
La gran piedra que obstruía la entrada de la caverna rueda con estrépito contra los peldaños del templo. ELECTRA deja de bailar.
LA MULTITUD.— ¡Horror!
Largo silencio.
EL GRAN SACERDOTE.— ¡Oh pueblo cobarde y demasiado ligero: los muertos se vengan! ¡Mirad cómo caen sobre nosotros las moscas en espesos remolinos! ¡Habéis escuchado una voz sacrílega y estamos malditos!
LA MULTITUD.— No hemos hecho nada, no es culpa nuestra; ella vino y nos sedujo con sus palabras envenenadas! ¡Al río, bruja, al río! ¡A la hoguera!
UNA VIEJA (señalando a la MUJER JOVEN).— Y a ésta, que bebía sus palabras como miel, arrancadle las ropas, desnudadla y azo­tadla hasta hacerle sangre.
Se apoderan de la MUJER JOVEN; los hombres suben los peldaños de la escalera y se precipitan hacia ELECTRA.
EGISTO.— Silencio, perros. Volved a vuestros lugares en orden y dejad el castigo por mi cuenta. (Silencio.) Pues bien, ¿habéis visto lo que cuesta no obedecerme? ¿Dudaréis ahora de vuestro jefe? Volved a vuestras casas; los muertos os acompañan, serán vuestros huéspedes todo el día y toda la noche. Hacedles un lugar en vuestra mesa, en vuestro hogar, en vuestro lecho, y tra­tad de que vuestra conducta ejemplar les haga olvidar todo esto. En cuanto a mí, aunque vuestras sospechas me hayan herido, os lo perdono. Pero tú, Electra...
ELECTRA .— Bueno, ¿qué? Erré el golpe. La próxima vez saldrá mejor.
EGISTO.— No te daré ocasión. Las leyes de la ciudad me prohí­ben castigar en este día de fiesta. Lo sabías y has abusado. Pero ya no formas parte de la ciudad, te echo. Partirás descalza y sin equipaje, con ese vestido infame sobre el cuerpo. Si todavía estás dentro de estos muros mañana al alba, doy la orden a quien quiera que te encuentre de matarte como a una oveja sarnosa.
Sale, seguido por los GUARDIAS. La MULTITUD desfila delante de ELECTRA mostrándole el puño.
JÚPITER (a ORESTES).— Pues bien, mi señor, ¿habéis aprendido? O mucho me equivoco o es ésta una historia moral: los malos han sido castigados y los buenos recompensados. (Señalando a ELECTRA.) Esa mujer...
ORESTES.— ¡Esa mujer es mi hermana, buen hombre! Vete, quiero hablarle.
JÚPITER (lo mira un instante, luego se encoge de hombros).— Como quieras.
Sale, seguido por el PEDAGOGO.


ESCENA IV

ELECTRA en los peldaños del templo - ORESTES

ORESTES.— ¡Electra!
ELECTRA (alza la cabeza y lo mira).— ¡Ah! ¿Estás ahí, Filebo?
ORESTES.— No puedes seguir en esta ciudad, Electra. Estás en peligro.
ELECTRA.— ¿En peligro? ¡Ah, es cierto! Ya viste cómo erré el golpe. Es un poco culpa tuya, ¿sabes?, pero no te lo reprocho.
ORESTES.— ¿Pero qué hice yo?
ELECTRA.— Me has engañado. (Baja hacia él.) Déjame verte la cara. Sí, me apresaron tus ojos.
ORESTES.— El tiempo apremia, Electra. Escucha: huiremos juntos. Alguien ha de conseguirme caballos, te llevaré en grupas.
ELECTRA.— No.
ORESTES.— ¿No quieres huir conmigo?
ELECTRA.— No quiero huir.
ORESTES.— Te llevaré a Corinto.
ELECTRA (riendo).— ¡Ah! Corinto... ¿Ves?, no lo haces a pro­pósito, pero sigues engañándome. ¿Qué haré yo en Corinto? Tengo que ser razonable. Todavía ayer alentaba deseos tan mo­destos: cuando servía la mesa, con los párpados bajos, miraba entre las pestañas a la pareja real, a la linda vieja de cara muerta, y a él, gordo y pálido, con su boca floja y esa barba negra que le corre de una oreja a la otra como un regimiento de arañas, y soñaba ver un día un humo, un humito derecho, semejante al aliento en una mañana fría, subiendo de sus vientres abiertos. Es todo lo que pedía, Filebo, te lo juro. No sé lo que quieres, pero no debo creerte: no tienes ojos modestos. ¿Sabes qué pensaba antes de conocerte? Que el sabio no puede desear en la tierra nada más que devolver un día el mal que le han hecho.
ORESTES.— Electra, si me sigues verás que pueden desearse mu­chas otras cosas sin dejar de ser sabio.
ELECTRA.— No quiero seguir escuchándote; me has hecho mucho daño. Llegaste con tus ojos hambrientos en tu suave rostro de mujer y me hiciste olvidar mi odio; abrí las manos y dejé deslizar hasta mis pies mi único tesoro. Quise creer que podía curar a las gentes de aquí con palabras. Ya viste lo que ha sucedido: les gusta su mal, necesitan una llaga familiar que conservan cuidadosamente rascándola con las uñas sucias. Hay que curarlos por la violencia, pues no se puede vencer el mal sino con otro mal. Adiós, Filebo, vete, déjame con mis malos sueños.
ORESTES.— Te matarán.
ELECTRA.— Hay aquí un santuario, el templo de Apolo; a veces los criminales se refugian en él y mientras están adentro nadie puede tocarles un pelo. Allí me esconderé.
ORESTES.— ¿Por qué rechazas mi ayuda?
ELECTRA.— No te corresponde ayudarme. Otro vendrá para libertarme. (Pausa.) Mi hermano no ha muerto, lo sé. Y lo es­pero.
ORESTES.— ¿Y si no viniera?
ELECTRA.— Vendrá, no puede dejar de venir. Es de nuestra raza, ¿comprendes?; lleva el crimen y la desgracia en la sangre, como yo. Es algún gran soldado, con los grandes ojos rojos de nuestro padre, siempre fermentando una cólera; sufre, se ha enredado en su destino como los caballos destripados enriedan las patas en sus intestinos, y ahora, con cualquier movimiento que haga, se arran­ca las entrañas. Vendrá; esta ciudad lo atrae, estoy segura, por­que aquí es donde puede hacer más daño. Vendrá con la frente baja, sufriendo y piafando. Me da miedo: todas las noches lo veo en sueños y me despierto gritando. Pero lo espero y lo amo. Ten­go que quedarme aquí para guiar su ira —porque yo tengo cabe­za—, para señalarle con el dedo a los culpables y decirle: "¡Pega, Orestes, pega; aquí están!"
ORESTES.— ¿Y si no fuera como tú lo imaginas?
ELECTRA.— ¿Cómo quieres que sea el hijo de Agamenón y de Clitemnestra?
ORESTES.— ¿Si estuviera cansado de toda esa sangre, por haber crecido en una ciudad dichosa?
ELECTRA.— Entonces le escupiría en la cara y le diría: "Vete, perro, vete con las mujeres, porque no eres otra cosa que una mujer. Pero haces un mal cálculo: eres el nieto de Atreo, no escaparás al destino de los Atridas. Has preferido la vergüenza al crimen, eres libre. Pero el destino irá a buscarte a tu lecho: ¡tendrás primero la vergüenza y luego cometerás el crimen, a pesar de ti mismo!"
ORESTES.— Electra, soy Orestes.
ELECTRA (dando un grito).— ¡Mientes!
ORESTES.— Por los manes de mi padre Agamenón, te lo juro: soy Orestes. (Silencio.) Bueno, ¿qué esperas para escupirme en la cara?
ELECTRA.— ¿Cómo podría hacerlo? (Lo mira.) Esa hermosa frente es la frente de mi hermano. Esos ojos que brillan son los ojos de mi hermano. Orestes... ¡Ah! Hubiera preferido que siguieras siendo Filebo y que mi hermano hubiese muerto. (Tímidamente.) ¿Es cierto que has vivido en Corinto?
ORESTES.— No. Fueron unos burgueses de Atenas quienes me educaron.
ELECTRA.— Qué joven pareces. ¿Nunca has luchado? La espada que llevas al costado, ¿nunca sirvió?
ORESTES.— Nunca.
ELECTRA.— Me sentía menos sola cuando no te conocía: esperaba al otro. Sólo pensaba en su fuerza y nunca en mi debilidad. Ahora estás aquí; Orestes, eras tú. Te miro y veo que somos dos huérfanos. (Una pausa.) Pero te quiero, ¿sabes? Más de lo que lo hubiera querido a él.
ORESTES.— Ven si me quieres; huyamos juntos.
ELECTRA.— ¿Huir? ¿Contigo? No. Aquí es dónde se juega la suerte de los Atridas y yo soy una Atrida. No te pido nada. No quiero pedir nada más a Filebo. Pero me quedo aquí.
JÚPITER aparece en el fondo de la escena y se oculta para es­cucharlos.
ORESTES.— Electra, soy Orestes... tu hermano. Yo también soy un Atrida, y tu lugar está a mi lado.
ELECTRA.— No. No eres mi hermano y no te conozco. Orestes ha muerto, mejor para él; en adelante honraré a sus manes junto con los de mi padre y los de mi hermana. Pero tú que vienes a re­clamar el nombre de Atrida, ¿quién eres para decirte de los nuestros? ¿Te has pasado la vida a la sombra de un asesinato? Debías de ser un niño tranquilo con un aire suave y reflexivo, el orgullo de tu padre de adopción, un niño bien lavado, con los ojos brillantes de confianza. Tenías confianza en todos porque te hacían grandes sonrisas en las mesas, en las camas, en los peldaños de las escaleras, porque son fieles servidores del hombre; en la vida, porque eras rico, y tenías muchos juguetes; debías de pensar a veces que el mundo no estaba tan mal y que era un placer abandonarse en él como en un buen baño tibio, suspirando de satisfacción. Yo a los seis años era sirvienta y desconfiaba de todo. (Pausa.) Vete, alma bella. Nada tengo que hacer con las almas bellas: lo que yo quería era un cómplice.
ORESTES.— ¿Piensas que te dejaré sola? ¿Qué harías aquí, una vez perdida hasta tu última esperanza?
ELECTRA.— Eso es asunto mío. Adiós, Filebo.
ORESTES.— ¿Me echas? (Da unos pasos y se detiene.) ¿Es culpa mía si no me parezco al bruto irritado que esperabas? Lo hubieras tomado de la mano y le hubieras dicho: "¡Pega!". A mí no me has pedido nada. ¿Quién soy yo, Dios mío, para que mi propia hermana me rechace sin haberme probado siquiera?
ELECTRA.— Ah, Filebo, nunca podré cargar con semejante peso tu corazón sin odio.
ORESTES (abrumado).— Dices bien; sin odio. Sin amor tampoco. A ti hubiera podido quererte. Hubiera podido... Para amar, para odiar, hay que entregarse. Es hermoso el hombre de sangre rica, sólidamente plantado en medio de sus bienes, que se entrega un buen día al amor, al odio, y que entrega con él su tierra, su casa y sus recuerdos. ¿Quién soy y qué tengo para dar? Apenas existo: de todos los fantasmas que ruedan hoy por la ciudad, ninguno es más fantasma que yo. He conocido amores de fan­tasma, vacilantes y ralos como vapores; pero ignoro las densas pasiones de los vivos. (Pausa) ¡Vergüenza! He vuelto a mi ciu­dad natal y mi hermana se ha negado a reconocerme. ¿Dónde iré ahora? ¿Qué ciudad he de frecuentar?
ELECTRA.— ¿No hay alguna donde te espere una mujer de hermoso rostro?
ORESTES.— Nadie me espera. Voy de ciudad en ciudad, extranjero para los demás y para mí mismo, y las ciudades se cierran tras de mí como el agua tranquila. Si me voy de Argos, ¿qué quedará de mi paso sino el amargo desencanto de tu corazón?
ELECTRA.— Me has hablado de ciudades felices...
ORESTES.— Poco me importa la felicidad. Quiero mis recuerdos, mi suelo, mi lugar en medio de los hombres de Argos. (Un silencio.) Electra, no me iré de aquí.
ELECTRA.— Filebo, vete, te lo suplico: me das lástima, vete si me quieres; sólo pueden sucederte cosas malas, y tu inocencia haría fracasar mis proyectos.
ORESTES.— No me iré.
ELECTRA.— ¿Y crees que te dejaré así, en tu pureza inoportuna, juez intimador y mudo de mis actos? ¿Por qué te empecinas? Aquí nadie quiere saber nada de ti.
ORESTES.— Es mi única posibilidad. Electra, no puedes negármela. Compréndeme: quiero ser un hombre de algún lado, un hombre entre los hombres. Mira, un esclavo, cuando pasa cansado y ceñudo, con una pesada carga, arrastrando las piernas y mirando a sus pies, exactamente a sus pies para evitar una caída, está en su ciudad, como una hoja en el follaje, como el árbol en la selva; Argos lo rodea, pesada y caliente, llena de sí misma; quiero ser ese esclavo, Electra, quiero arrimar la ciudad a mi alrededor y envolverme en ella como en una manta. No me iré.
ELECTRA.— Aunque te quedes cien años entre nosotros, nunca de­jarás de ser un extranjero, más solo que en un camino. Las gentes te mirarán de soslayo, entre sus párpados semicerrados, y bajarán la voz cuando pases junto a ellos.
ORESTES.— ¿Entonces es tan difícil serviros? Mi brazo puede defender la ciudad, y tengo oro para aliviar a vuestros pobres.
ELECTRA.— No nos faltan capitanes ni almas piadosas para hacer el bien.
ORESTES.— Entonces...
Da unos pasos con la cabeza baja. JÚPITER aparece y lo mira frotándose las manos.
ORESTES (alzando la cabeza).— ¡Si por lo menos viera claro! Ah, Zeus, Zeus, dios del cielo, rara vez he recurrido a ti, y no me has sido favorable, pero eres testigo de que nunca he querido otra cosa que el Bien. Ahora estoy cansado, ya no distingo el Bien del Mal y necesito que me señalen el camino. Zeus, ¿en verdad el hijo de un rey, expulsado de su ciudad natal habrá de resignarse santamente al exilio y de largarse con la cabeza gacha, como un cordero? ¿Es ésa tu voluntad? No puedo creerlo. Y sin embargo... sin embargo has prohibido el derramamiento de sangre... ¡Ah! Quién habla de derramar sangre, ya no sé lo que digo... Zeus, te lo imploro: si la resignación y la abyecta humildad son las leyes que me impones, manifiéstame tu volun­tad mediante alguna señal, porque ya no veo nada claro.
JÚPITER (para sí).— ¡Pero vamos, hombre: a tus órdenes! ¡Abraxas, abraxas, tsé-tsé!
La luz forma una aureola alrededor de la piedra.
ELECTRA (se echa a reír).— ¡Ah! ¡Ah! ¡Hoy llueven milagros! ¡Mira, piadoso Filebo, mira lo que se gana consultando a los dioses! (Suelta una risa destemplada.) Buen muchacho... Pia­doso Filebo: "¡Hazme una señal, Zeus, hazme una señal!" Y la luz resplandece alrededor de la piedra sagrada. ¡Vete! ¡A Corinto! ¡A Corinto! ¡Vete!
ORESTES (mirando la piedra).— Entonces... eso es el Bien. (Una pausa; sigue mirando la piedra.) Agachar el lomo. Bien agachado. Decir siempre "Perdón" y "Gracias"... ¿es eso? (Una pausa; sigue mirando la piedra.) El Bien. El Bien ajeno... (Otra pausa.) ¡Electra!
ELECTRA.— Vete rápido, vete rápido. No decepciones a la juiciosa nodriza que se inclina sobre ti desde lo alto del Olimpo. (Se detiene, cortada.) ¿Qué tienes?
ORESTES (con voz cambiada).— Hay otro camino.
ELECTRA (aterrada).— No te hagas el malo, Filebo. Has pedido las órdenes de los Dioses: bueno, ya las conoces.
ORESTES.— ¿Órdenes?... Ah, sí... ¿Quieres decir esa luz alre­dedor del guijarro grande? Esa luz no es para mí; y nadie puede darme órdenes ya.
ELECTRA.— Hablas con enigmas.
ORESTES.— ¡Qué lejos estás de mí, de pronto... cómo ha cam­biado todo! Había a mi alrededor algo vivo y cálido. Algo que acaba de morir. Qué vacío está todo... ¡Ah! Qué vacío inmenso, interminable... (Da unos pasos.) Cae la noche... ¿No te parece que hace frío?... ¿Pero qué es... qué es lo que acaba de morir?
ELECTRA.— Filebo...
ORESTES.— Te digo que hay otro camino... mi camino... ¿No lo ves? Parte de aquí y baja hacia la ciudad. Es preciso bajar, ¿com­prendes?, bajar hasta vosotros, estáis en el fondo de un agujero, bien en el fondo... (Se adelanta hacia ELECTRA.) Tú eres mi hermana, Electra, y esta ciudad es mi ciudad. ¡Hermana mía!
Le toma el brazo.
ELECTRA.— ¡Déjame! Me haces daño, me das miedo —y no te pertenezco.
ORESTES.— Ya lo sé. Todavía no: soy demasiado ligero. Tengo que lastrarme con un crimen bien pesado que me haga ir a pique hasta el fondo de Argos.
ELECTRA.— ¿Qué vas a intentar?
ORESTES.— Espera. Déjame decir adiós a esta ligereza sin tacha que fue la mía. Déjame decir adiós a mi juventud. Hay noches, noches de Corinto o de Atenas, llenas de cantos y de olores, que ya no me pertenecerán nunca más. Mañanas llenas de esperanza también... ¡Vamos, adiós! ¡Adiós! (Se acerca a ELECTRA.) Ven, Electra, mira nuestra ciudad. Allí está, roja bajo el sol, con hombres y moscas que zumban, en el embotamiento obstinado de una tarde de verano; me rechaza con todos sus muros, con todos sus techos, con todas sus puertas cerradas. Y sin embargo está para que la tomen, lo sé desde esta mañana. Y tú también, Electra, estás para que te tomen. Os tomaré. Me convertiré en hacha y hendiré en dos esas murallas empecinadas, abriré el vien­tre de esas casas santurronas, exhalarán por sus heridas abiertas un olor a bazofia y a incienso; me convertiré en destral y me hundiré en el corazón de esa ciudad como el destral en el corazón de una encina.
ELECTRA.— Cómo has cambiado: ya no brillan tus ojos; están apagados y sombríos. ¡Ay! Eras tan dulce, Filebo. Y ahora me hablas como no hablaba el otro en sueños.
ORESTES.— Escucha: supón que asumo todos los crímenes de todas esas gentes que tiemblan en cuartos oscuros, rodeados por sus queridos difuntos. Supón que quiero merecer el nombre de "Ladrón de remordimientos" y que instalo en mí toda su contrición: la de la mujer que engañó a su marido, la del comerciante que dejó morir a su madre, la del usurero que esquilmó hasta la muerte a sus deudores. Dime, ese día, cuando esté obsedido por remordimientos más numerosos que las moscas de Argos, por todos los remordimientos de la ciudad, ¿no habré adquirido derecho de ciudadanía entre vosotros? ¿No estaré en mi casa, entre vuestras murallas ensangrentadas, como el carnicero de delantal rojo está en su casa en la tienda, entre los bueyes sangrientos que acaba de degollar?
ELECTRA.— ¿Quieres expiar por nosotros?
ORESTES.— ¿Expiar? He dicho que instalaré en mí vuestros arre­pentimientos, pero no he dicho lo que haré con esos pajarracos vocingleros; quizá les retuerza el pescuezo.
ELECTRA.— ¿Y cómo podrías cargar con nuestros males?
ORESTES.— No pedís otra cosa que deshaceros de ellos. Sólo el rey y la reina los mantienen a la fuerza en vuestros corazones.
ELECTRA.— El rey y la reina... ¡Filebo!
ORESTES.— Los Dioses son testigos de que yo no quería derramar sangre.
Largo silencio.
ELECTRA.— Eres demasiado joven, demasiado débil...
ORESTES.— ¿Vas a retroceder, ahora? Escóndeme en el palacio, llé­vame esta noche al lecho real y ya verás si soy demasiado débil.
ELECTRA.— ¡Orestes!
ORESTES.— ¡Electra! Me has llamado Orestes por primera vez.
ELECTRA.— Sí. Eres tú. Eres Orestes. No te reconocía porque no te esperaba así. Pero este gusto amargo en la boca, este gusto a liebre, mil veces lo he sentido en mis sueños y lo reconozco. Has venido Orestes, y estás decidido, y yo, como en mis sueños, me encuentro en el umbral de un acto irreparable, y tengo miedo, como en sueños. ¡Olí momento tan esperado y tan temido! Ahora los instantes se encadenarán como los engranajes de un mecanismo, y ya no tendremos descanso basta que estén acostados los dos de espaldas, con rostros semejantes a muros derruidos. ¡Toda esa sangre! Y eres tú quien la derramará, tú que tenías ojos tan dulces. Ay, nunca volveré a ver aquella dulzura, nunca volveré a ver a Filebo. Orestes, eres mi hermano mayor y el jefe de nuestra familia, tómame en tus brazos, protégeme porque vamos al encuentro de padecimientos muy grandes.
ORESTES la toma en sus brazos. JÚPITER sale de su escondite y se va con paso furtivo.


TELÓN

SEGUNDO CUADRO

En el palacio; la sala del trono. Una estatua de Júpiter, terrible y ensangrentada. Cae el día.


ESCENA I

ELECTRA llega primero y hace una señal a ORESTES para que entre.
ORESTES.— ¡Viene alguien!
Echa mano a la espada.
ELECTRA.— Son los soldados que hacen la ronda. Sígueme: vamos a escondernos por aquí.
Se esconden detrás del trono.


ESCENA II

Los MISMOS (escondidos). - Dos SOLDADOS

PRIMER SOLDADO.— No sé qué tienen las moscas hoy: están en­loquecidas.
SEGUNDO SOLDADO.— Huelen a los muertos y eso las alegra. Ya no me atrevo a bostezar por miedo de que se me hundan en el hocico abierto y vayan a hacer un tío vivo en el fondo de mi gaznate. (ELECTRA aparece un instante y se oculta.) Oye, algo ha crujido.
PRIMER SOLDADO.— Es Agamenón que se sienta en el trono.
SEGUNDO SOLDADO.— ¿Y sus anchas nalgas hacen crujir las ma­deras del asiento? Imposible, colega, los muertos no pesan.
PRIMER SOLDADO.— La plebe es la que no pesa. Pero él, antes de ser un muerto real, era un real vivo que pesaba, un año con otro, sus ciento veinticinco kilos. Es muy raro que no le queden algunas libras.
SEGUNDO SOLDADO.— Entonces... ¿crees que está ahí?
PRIMER SOLDADO.— ¿Dónde quieres que esté? Si yo fuera un rey muerto y tuviera todos los años un permiso de veinticuatro horas, seguro que volvería a sentarme en mi trono y me pasaría allí el día repasando los buenos recuerdos sin hacer daño a nadie.
SEGUNDO SOLDADO.— Dices eso porque estás vivo. Pero si no lo estuvieras, tendrías tantos vicios como los demás. (El PRIMER SOLDADO le da una bofetada.) ¡Epa! ¡Epa!
PRIMER SOLDADO.— Es por tu bien; mira, maté siete de un golpe, todo un enjambre.
SEGUNDO SOLDADO.— ¿De muertos?
PRIMER SOLDADO.— No. De moscas. Tengo las manos llenas de sangre. (Se limpia en los calzones.) Moscas puercas.
SEGUNDO SOLDADO.— Ojalá hubieran nacido muertas. Mira todos los hombres muertos que están aquí: no dicen esta boca es mía, se las arreglan para no molestar. Si las moscas reventaran sería lo mismo.
PRIMER SOLDADO.— Calla; si pensara que había aquí, encima, moscas fantasmas...
SEGUNDO SOLDADO.— ¿Por qué no?
PRIMER SOLDADO.— ¿Te das cuenta? Revientan millones de estos animalitos por día. Si hubieran soltado por la ciudad todas las que murieron desde el verano pasado, habría trescientas sesenta y cinco muertas por una viva dando vueltas a nuestro alrede­dor. ¡Puah! El aire estaría azucarado de moscas, comeríamos moscas, respiraríamos moscas, bajarían en chorros viscosos por nuestros bronquios y nuestras tripas... Oye, quizás sea por eso que flotan en esta cámara olores tan singulares.
SEGUNDO SOLDADO.— ¡Bah! A una sala de mil pies cuadrados como ésta bastan algunos muertos humanos para apestarla. Dicen que nuestros muertos tienen mal aliento.
PRIMER SOLDADO.— ¡Escucha! Esos hombres se sacan los ojos...
SEGUNDO SOLDADO.— Te digo que hay algo: el piso cruje.
Van a mirar detrás del trono por la derecha; ORESTES y ELECTRA salen por la izquierda, pasan delante de las gradas del trono y vuelven a su escondite por la derecha, en el momento en que los soldados salen por la izquierda.
PRIMER SOLDADO.— Ya ves que no hay nadie. ¡Es Agamenón, te lo dije, maldito Agamenón! Ha de estar sentado sobre esos cojines, derecho como una estaca, y nos mira; no tiene otra cosa en qué emplear el tiempo sino en mirarnos.
SEGUNDO SOLDADO.— Haríamos bien en rectificar la posición; pa­ciencia si las moscas nos hacen cosquillas en la nariz.
PRIMER SOLDADO.— Preferiría estar en el cuerpo de guardia, ju­gando una buena partida. Allá los muertos que vuelven son com­pañeros, simples gorrones como nosotros. Pero cuando pienso que el difunto rey está aquí y que cuenta los botones que faltan a mi chaqueta, me siento raro, como cuando el general pasa revista. Entran EGISTO, CLITEMNESTRA, servidores con lámparas.
EGISTO.— Que nos dejen solos.


ESCENA III

EGISTO - CLITEMNESTRA - ORESTES y ELECTRA (escondidos)

CLITEMNESTRA.— ¿Qué tenéis?
EGISTO.— ¿Habéis visto? Si no los hubiera aterrorizado, se libraban en un santiamén de sus remordimientos.
CLITEMNESTRA.— ¿Sólo eso os inquieta? Siempre sabréis enfriarles el coraje en el momento deseado.
EGISTO.— Es posible. Soy harto hábil para esas comedias. (Pausa.) Lamento haber tenido que castigar a Electra.
CLITEMNESTRA.— ¿Porque ha nacido de mí? Habéis querido ha­cerlo, y encuentro bien todo lo que hacéis.
EGISTO.— Mujer, no lo lamento por ti.
CLITEMNESTRA.— ¿Entonces por qué? Vos no amáis a Electra.
EGISTO.— Estoy cansado. Hace quince años que sostengo en el aire, con el brazo tendido, el remordimiento de todo un pueblo. Hace quince años que me visto como un espantajo: todas estas ropas negras han terminado por desteñir sobre mi alma.
CLITEMNESTRA.— Pero señor, yo misma...
EGISTO.— Lo sé, mujer, lo sé: vas a hablarme de tus remordimien­tos. Bueno, te los envidio, te amueblan la vida. Yo no los tengo, pero nadie en Argos es tan triste como yo.
CLITEMNESTRA.— Mi querido señor...
Se acerca a él.
EGISTO.— ¡Déjame, ramera! ¿No tienes vergüenza, delante de sus ojos?
CLITEMNESTRA.— ¿Delante de sus ojos? ¿Y quién nos ve?
EGISTO.— ¿Quién? El rey. Han soltado a los muertos esta mañana.
CLITEMNESTRA.— Señor, os lo suplico... Los muertos están bajo tierra y no nos molestarán tan pronto. ¿Habéis olvidado que vos mismo inventasteis esas fábulas para el pueblo?
EGISTO.— Tienes razón, mujer. Bueno, ¿ves qué cansado estoy? Déjame, quiero recogerme.
CLITEMNESTRA sale.


ESCENA IV

EGISTO - ORESTES y ELECTRA (escondidos)

EGISTO.— ¿Es éste, Júpiter, el rey que necesitabas para Argos? Voy, vengo, sé gritar con voz fuerte, paseo por todas partes mi alta y terrible apariencia, y los que me ven se sienten culpables hasta la médula. Pero soy una cáscara vacía: un animal me ha comido el interior sin que yo me diera cuenta. Ahora miro en mí mismo y veo que estoy más muerto que Agamenón. ¿Dije que estaba triste? Mentí. El desierto, la nada innumerable de las arenas bajo la nada lúcida del cielo no es triste ni alegre: es siniestra. ¡Ah, daría mi reino por derramar una lágrima!
Entra JÚPITER.


ESCENA V

LOS MISMOS – JÚPITER

JÚPITER.— Quéjate: eres un rey semejante a todos los reyes.
EGISTO.— ¿Quién eres? ¿Qué vienes a hacer aquí?
JÚPITER.— ¿No me reconoces?
EGISTO.— Sal de aquí o te hago apalear por los guardias.
JÚPITER.— ¿No me reconoces? Sin embargo me has visto. Fue en sueños. Es cierto que tenía un porte más terrible. (Truenos, relámpagos. JÚPITER adopta el porte terrible.) ¿Y así?
EGISTO.— ¡Júpiter!
JÚPITER.— Aquí estamos. (Vuelve a la sonrisa, se acerca a la es­tatua.) ¿Soy yo, esto? ¿Así me ven los habitantes de Argos cuando rezan? Diablos, es raro que un Dios pueda contemplar su imagen cara a cara. (Una pausa.) ¡Qué feo soy! No han de quererme mucho.
EGISTO.— Os temen.
JÚPITER.— ¡Perfecto! De nada me sirve que me quieran. ¿Tú me quieres?
EGISTO.— ¿Qué deseáis de mí? ¿No he pagado bastante?
JÚPITER.— ¡Nunca bastante!
EGISTO.— Echo los bofes.
JÚPITER.— ¡No exageres! Lo pasas bastante bien y estás gordo. Por lo demás, no te lo reprocho. Es grasa real de la buena, amarilla como sebo de vela, como debe ser. Tienes pasta para vivir veinte años más.
EGISTO.— ¡Veinte años más!
JÚPITER.— ¿Deseas morir?
EGISTO.— Sí.
JÚPITER.— Si alguien entrara aquí con una espada desnuda, ¿ofre­cerías el pecho a esa espada?
EGISTO.— No sé.
JÚPITER.— Escúchame bien; si te dejas degollar como un ternero, serás castigado de manera ejemplar; seguirás siendo rey en el Tártaro por toda la eternidad. Esto es lo que he venido a decirte.
EGISTO.— ¿Alguien trata de matarme?
JÚPITER.— Así parece.
EGÍSTO.— ¿Electra?
JÚPITER.— Otro también.
EGISTO.— ¿Quién?
JÚPITER.— Orestes.
EGISTO.— ¡Ah! (Una pausa.) Bueno, está escrito, ¿qué puedo hacer?
JÚPITER.— "¿Qué puedo hacer?" (Cambiando el tono.) Ordena de inmediato la captura de un joven extranjero que se hace llamar Filebo. Que lo arrojen con Electra a alguna mazmorra —y te permito que los olvides. Bueno, ¿qué esperas? Llama a los guardias.
EGISTO.— No.
JÚPITER.— ¿Me harás el favor de decirme las razones de tu negativa?
EGISTO.— Estoy cansado.
JÚPITER.— ¿Por qué te miras los pies? Vuelve hacia mí tus gran­des ojos estriados de sangre. ¡Bueno, bueno! Eres noble y estúpido como un caballo. Pero tu resistencia no es de las que me irritan: es la pimienta que hará en seguida aún más deliciosa tu sumisión. Pues sé que acabarás por ceder.
EGISTO.— Os digo que no quiero entrar en vuestros planes. Ya hice demasiado.
JÚPITER.— ¡Coraje! ¡Resiste! ¡Resiste! ¡Ah! ¡Qué aficionado soy a las almas como la tuya. Tus ojos echan chispas, aprietas los puños y arrojas tu negativa a la cara de Júpiter. Pero sin embargo, cabecita, caballito, caballito malo, hace mucho que tu corazón me ha dicho que sí. Vamos, obedecerás. ¿Crees que dejo el Olimpo sin motivo? He querido avisarte ese crimen, porque me agrada impedirlo.
EGISTO.— ¡Avisarme...! Es muy extraño.
JÚPITER.— Al contrario, nada más natural: quiero apartar ese pe­ligro de tu cabeza.
EGISTO.— ¿Quién os lo pidió? ¿Y a Agamenón le habéis avisado? Sin embargo él quería vivir.
JÚPITER.— Ah índole ingrata, ah carácter desdichado: me eres más querido que Agamenón, te lo pruebo y te quejas.
EGISTO.— ¿Más querido que Agamenón? ¿Yo? A Orestes es a quien queréis. Habéis tolerado que me pierda, me habéis dejado correr derecho al baño del rey con el hacha en la mano —y sin duda os relamíais allá arriba, pensando que el alma del pecador es deliciosa—. Pero hoy protegéis a Orestes de sí mismo y a mí, a quien impulsasteis a matar al padre, me habéis escogido para rete­ner el brazo del hijo. Tenía exactamente pasta de asesino. Yo era exactamente adecuado para ser asesino. Pero para él, perdón, hay otros proyectos para él, sin duda.
JÚPITER.— Qué celos extraños. Tranquilízate: no lo quiero más que a ti. No quiero a nadie.
EGISTO.— Entonces, ved lo que habéis hecho de mí, Dios injusto. Y responded: si impedís hoy el crimen que medita Orestes, ¿por qué habéis permitido el mío?
JÚPITER.— No todos los crímenes me desagradan por igual. Egisto, estamos entre reyes y te hablaré francamente: el primer crimen lo cometí yo creando mortales a los hombres. Después de esto, ¿qué podíais hacer vosotros los asesinos? ¿Dar la muerte a vues­tras víctimas? Vamos: ya la llevaban en sí; a lo sumo apresu­rabais su florecimiento. ¿Sabes qué habría sido de Agamenón si no lo hubierais matado? Hubiera muerto de apoplejía tres meses
más tarde sobre el seno de una hermosa esclava. Pero tu crimen me servía.
EGISTO.— ¿Os servía? ¡Lo expío desde hace quince años y os servía! ¡Maldición!
JÚPITER.— Bueno, ¿y qué? Me sirve porque lo expías; me gustan los crímenes que se pagan. Me gustó el tuyo porque era un ase­sinato ciego y sordo, ignorante de sí mismo, antiguo, más seme­jante a un cataclismo que a una empresa humana. Ni un instante me desafiaste: heriste arrebatado de rabia y miedo; y una vez desaparecida la fiebre, consideraste tu acto con horror y no quisiste reconocerlo. ¡Sin embargo, qué provecho saqué de él! Por un hombre muerto, veinte mil sumidos en el arrepentimiento; ése es el balance. No hice un mal negocio.
EGISTO.— Ya veo lo que esconden todos esos discursos: Orestes no tendrá remordimientos.
JÚPITER.— Ni la sombra de uno. A esta hora prepara sus planes con método, fría la cabeza, modestamente. ¿De qué me sirve un asesinato sin remordimientos, un asesinato insolente, un asesinato apacible, ligero como un vapor en el alma del asesino? ¡Lo impediré! ¡Ah! Odio los crímenes de la nueva generación: son ingratos y estériles como la cizaña. El dulce joven te matará como a una gallina, y se irá con las manos rojas y la conciencia pura; en tu lugar, yo me sentiría humillado. ¡Vamos! Llama a los guardias.
EGISTO.— Os he dicho que no. El crimen que se prepara os des­agrada demasiado para no gustarme.
JÚPITER (cambiando de tono).— Egisto, eres rey y a tu conciencia de rey me dirijo, porque te gusta reinar.
EGISTO.— ¿Y qué?
JÚPITER.— Me odias, pero somos parientes; te hice a mi imagen: un rey es un Dios sobre la tierra, noble y siniestro como un Dios.
EGISTO.— ¿Siniestro? ¿Vos?
JÚPITER.— Mírame. (Largo silencio.) Te he dicho que fuiste crea­do a mi imagen. Los dos hacemos reinar el orden, tú en Argos, yo en el mundo; y el mismo secreto pesa gravemente en nuestros corazones.
EGISTO.— No tengo secreto.
JÚPITER.— Sí. El mismo que yo. El secreto doloroso de los Dioses y de los reyes: que los hombres son libres. Son libres, Egisto. Tú lo sabes, y ellos no.
EGISTO.— Diablos, si lo supieran pegarían fuego a las cuatro es­quinas de mi palacio. Hace quince años que represento una come­dia para ocultarles su poder.
JÚPITER.— Ya ves que somos semejantes.
EGISTO.— ¿Semejantes? ¿Por qué ironía ha de decir un Dios que es mi semejante? Desde que reino, todos mis actos y palabras tienden a componer mi imagen; quiero que cada uno de mis súbditos la lleve en sí y sienta pesar, aun en la soledad, mi mirada severa en sus pensamientos más secretos. Pero soy yo mi primera víctima: ya no me veo como me ven, me inclino sobre el pozo abierto de sus almas, y mi imagen está allí, en el fondo; me repugna y me fascina. Dios todopoderoso, ¿quién soy yo sino el miedo que los demás tienen de mí?
JÚPITER.— ¿Y quién crees que soy? (Señalando la estatua.) Tam­bién yo tengo mi imagen. ¿Crees que no me da vértigo? Hace cien mil años que danzo delante de los hombres. Una danza lenta y sombría. Es preciso que me miren: mientras tienen los ojos clavados en mí, olvidan mirar en sí mismos. Si me olvidara un solo instante, si los dejara apartar la mirada...
EGISTO.— ¿Qué?
JÚPITER.— Nada. Es cosa mía. Estás cansado, Egisto, ¿pero de qué te quejas? Morirás. Yo no. Mientras haya hombres en esta tierra, estaré condenado a danzar delante de ellos.
EGISTO.— ¡Ay! ¿Pero quién nos ha condenado?
JÚPITER.— Nadie más que nosotros mismos, pues tenemos la misma pasión. Tú amas el orden, Egisto.
EGISTO.— El orden. Es cierto. Por el orden seduje a Clitemnestra, por el orden maté a mi rey; quería que el orden reinara y que reinara por mi intermedio. He vivido sin deseo, sin amor, sin esperanza; implanté el orden. ¡Oh terrible y divina pasión!
JÚPITER.— No podríamos tener otra: yo soy Dios, y tú naciste para ser rey.
EGISTO.— ¡Ay de mí!
JÚPITER.— Egisto, criatura mía y hermano mortal, en nombre de este orden al que servimos los dos, te lo mando: apodérate de Orestes y de su hermana.
EGISTO.— ¿Son tan peligrosos?
JÚPITER.— Orestes sabe que es libre.
EGISTO (vivamente).— Sabe que es libre. Entonces no basta car­garlo de cadenas. Un hombre libre en una ciudad es como una oveja sarnosa en un rebaño. Contaminará todo mi reino y arruinará mi obra. Dios todopoderoso, ¿que esperas para fulminarlo?
JÚPITER (lentamente).— ¿Para fulminarlo? (Una pausa. Con can­sancio, agobiado.) Egisto, los dioses tienen otro secreto...
EGISTO.— ¿Qué vas a decirme?
JÚPITER.— Una vez que ha estallado la libertad en el alma de un hombre, los dioses no pueden nada más contra ese hombre. Pues es un asunto de hombres, y a los otros hombres —sólo a ellos— les corresponde dejarlo correr o estrangularlo.
EGISTO (mirándolo).— ¿Estrangularlo?... Está bien. Te obedece­ré, sin duda. Pero no agregues nada y no te quedes aquí más tiempo, porque no podré soportarlo.
JÚPITER sale.


ESCENA VI

EGISTO permanece solo un momento, luego ELECTRA y ORESTES

ELECTRA (saltando hacia la puerta).— ¡Pégale! No le dejes tiempo de gritar: yo defiendo la puerta.
EGISTO.— Eres tú, Orestes.
ORESTES.— ¡Defiéndete!
EGISTO.— No me defenderé. Es demasiado tarde para llamar y me alegra que sea demasiado tarde. Pero no me defenderé: quiero que me asesines.
ORESTES.— Está bien. El medio poco me importa. Seré asesino.
Lo hiere con la espada.
EGISTO (vacilando).— No has errado el golpe. (Se aferra a ORESTES.) Déjame mirarte. ¿Es cierto que no tienes remordimientos?
ORESTES.— Remordimientos? ¿Por qué? Hago lo que es justo.
EGISTO.— Justo es lo que quiere Júpiter. Estabas escondido aquí y lo has oído.
ORESTES.— ¿Qué me importa Júpiter? La justicia es un asunto de hombres y no necesito que un Dios me lo enseñe. Es justo aplas­tarte, pillo inmundo, y arruinar tu imperio sobre las gentes de Argos; es justo restituirles el sentimiento de su dignidad.
Lo rechaza.
EGISTO.— Me duele.
ELECTRA.— Vacila, su rostro está descolorido. ¡Horror! Qué feo es un hombre moribundo.
ORESTES.— Calla. Que no lleve otro recuerdo a la tumba que el de nuestra alegría.
EGISTO.— Malditos seáis los dos.
ORESTES.— ¿Pero no terminarás de morir?
Lo hiere. EGISTO cae.
EGISTO.— Ten cuidado con las moscas, Orestes, ten cuidado con las moscas. No ha terminado todo.
Muere.
ORESTES (empujándolo con el pie).— Para él, en todo caso, todo ha terminado. Guíame hasta la cámara de la reina.
ELECTRA.— Orestes...
ORESTES.— ¿Qué?...
ELECTRA.— Ella ya no puede perjudicarnos...
ORESTES.— Y qué?... No te reconozco. No hablabas así hace un momento.
ELECTRA.— Orestes... yo tampoco te reconozco.
ORESTES.—Está bien; iré solo.
Sale.


ESCENA VII

ELECTRA, sola

ELECTRA.— ¿Gritará? (Una pausa, Presta atención.) Camina por el corredor. Cuando haya abierto la cuarta puerta... ¡Ah! ¡Yo lo quise! Lo quiero, es preciso que siga queriéndolo. (Mira a EGISTO.) Ha muerto. Esto es, entonces, lo que yo quería. No me daba cuenta. (Se le acerca.) Cien veces lo he visto en sueños, extendido en este mismo lugar, con una espada en el corazón. Tenía los ojos cerrados, parecía dormir. ¡Cómo lo odiaba, cómo me alegraba odiarlo! No parece dormido, y sus ojos están abiertos; me mira. Está muerto, y mi odio ha muerto con él. Y estoy aquí; y espero, y la otra sigue viva aún, en el fondo de su aposento, y dentro de un instante gritará. Gritará como un animal. ¡Ah! Ya no puedo soportar esta mirada. (Se arrodilla y echa una capa sobre el rostro de EGISTO) ¿Pero qué es lo que yo quería? (Silencio. Luego gritos de CLITEMNESTRA.) La ha herido. Era nuestra madre y la ha herido. (Se levanta.) Mis enemigos han muerto. Durante años enteros he gozado anticipadamente de esta muerte y ahora tengo el corazón apretado. ¿Acaso me he mentido durante quince años? ¡No es cierto! ¡No es cierto! No puede ser cierto: ¡no soy cobarde! Quise este minuto y lo quiero aún. Quise ver a este puerco inmundo acostado a mis pies. (Arranca la capa.) Qué me importa tu mirada de pescado muerto. Quise esta mirada y gozo de ella. (Gritos más débiles de CLITEMNESTRA.) ¡Que grite! ¡Que grite! Quiero sus gritos de horror y quiero sus padecimientos. (Los gritos cesan.) ¡Alegría! ¡Alegría! Lloro de alegría: mis enemigos han muerto y mi padre está vengado.
ORESTES vuelve con una espada sangrienta en la mano- ELECTRA corre hacia él.


ESCENA VIII

ELECTRA - ORESTES

ELECTRA.— ¡Orestes!
Se arroja en sus brazos.
ORESTES.— ¿De qué tienes miedo?
ELECTRA.— No tengo miedo, estoy ebria. Ebria de alegría. ¿Qué dijo? ¿Imploró largo rato tu gracia?
ORESTES.— Electra, no me arrepentiré de lo que hice, pero no me parece bien hablar de ello: hay recuerdos que no se comparten. Sabe solamente que ha muerto.
ELECTRA.— ¿Maldiciéndonos? Dime tan sólo esto: ¿maldiciéndonos?
ORESTES.— Sí. Maldiciéndonos.
ELECTRA.— Tómame en tus brazos, bienamado, y estréchame con todas tus fuerzas. ¡Qué espesa es la noche y con qué dificultad la traspasan esas antorchas! ¿Me quieres?
ORESTES.— No es de noche: es el amanecer. Somos libres, Electra. Me parece que te he hecho nacer y que acabo de nacer contigo; te quiero y me perteneces. Todavía ayer estaba solo y hoy me perteneces. La sangre nos une doblemente, pues somos de la misma sangre y hemos derramado sangre.
ELECTRA.— Arroja la espada. Dame esa mano. (Le toma la mano y se la besa.) Tus dedos son cortos y cuadrados. Están hechos para tomar y conservar. ¡Querida mano! Es más blanca que la mía. ¡Qué pesada se ha vuelto para herir a los asesinos de nuestro padre! Espera. (Va a buscar una antorcha y la acerca a ORESTES.) Tengo que iluminar tu rostro, pues la noche se espesa y ya no te veo bien. Necesito verte: cuando no te veo, tengo miedo de ti; no debo quitarte los ojos de encima. Te amo. Tengo que pensar que te amo. ¡Qué aire extraño el tuyo!
ORESTES.— Soy libre, Electra; la libertad ha caído sobre mí como el rayo.
ELECTRA.— ¿Libre? Yo no me siento libre. ¿Puedes hacer que todo esto no haya sido? Ha sucedido algo que ya no somos libres de deshacer. ¿Puedes impedir que seamos para siempre los asesinos de nuestra madre?
ORESTES.— ¿Crees que querría impedirlo? He realizado mi acto, Electra, y este acto era bueno. Lo llevaré sobre mis hombros como el vadeador lleva a los viajeros, lo pasaré a la otra orilla y rendiré cuenta de él. Y cuanto más pesado sea de llevar, más me rego­cijaré, pues él es mi libertad. Todavía ayer andaba al azar sobre la tierra, y millares de caminos huían bajo mis pasos, pues per­tenecían a otros. Los tomé todos prestados: el de los haladores, que corre a lo largo del río, y la senda del arriero y la ruta em­pedrada de los carreteros; pero ninguno era mío. Hoy no hay más que uno, y Dios sabe a dónde lleva: pero es mi camino. ¿Qué tienes?
ELECTRA.— Ya no puedo verte. Estas lámparas no iluminan. Oigo tu voz, pero me hace daño, me corta como un cuchillo. ¿Estará siempre así negro, en adelante, aun de día? ¡Orestes! ¡Ahí están!
ORESTES.— ¿Quiénes?
ELECTRA.— ¡Ahí están! ¿De dónde vienen? Cuelgan del techo como racimos de uvas negras, y son ellas las que oscurecen las paredes; se deslizan entre las luces y mis ojos, y son sus sombras las que me hurtan tu rostro.
ORESTES.— Las moscas...
ELECTRA.— ¡Escucha!... Escucha el ruido de sus alas, semejante al ronquido de una forja. Nos rodean, Orestes. Nos espían; dentro de un instante caerán sobre nosotros, y sentiré mil patas pegajosas sobre mi cuerpo. ¿Dónde huir, Orestes? Se hinchan, se hin­chan, ya son grandes como abejas, nos seguirán por todas partes en espesos remolinos. ¡Horror! Veo sus ojos, sus millones de ojos que nos miran.
OB ESTES.— ¿Qué nos importan las moscas?
ELECTRA.—Son las Erinias, Orestes, las diosas del remordimiento.
VOCES (detrás de la puerta).— ¡Abrid! ¡Abrid! Si no abren será preciso derribar la puerta.
Golpes sordos en la puerta.
ORESTES.— Los gritos de Clitemnestra han atraído a los guardias. ¡Ven! Condúceme al santuario de Apolo; allí pasaremos la noche, al abrigo de los hombres y de las moscas. Mañana hablaré a mi pueblo.

TELÓN

ACTO III

ESCENA I


El templo de Apolo. Penumbra. Una estatua de Apolo en medio de la escena. ELECTRA y ORESTES duermen al pie de la estatua, rodeando sus piernas con los brazos. Las ERINIAS, en círculo, los rodean; duer­men de pie, como zancudas. Al fondo, una pesada puerta de bronce.

PRIMERA ERINIA (estirándose).— ¡Ahhh! He dormido de pie, ergui­da de cólera, y tuve enormes sueños irritados. ¡Oh hermosa flor de rabia, hermosa flor roja en mi corazón! (Gira alrededor de ORESTES y de ELECTRA.) Duermen. ¡Qué blancos son, qué dul­ces! Rodaré sobre sus vientres y sus pechos como un torrente sobre los guijarros. Puliré pacientemente esta carne fina, la frotaré, la rasparé, la gastaré hasta el hueso. (Da algunos pasos.) ¡Oh pura mañana de odio! ¡Qué espléndido despertar! Duermen, están hú­medos, huelen a fiebre; yo velo, fresca y dura; mi alma es de cobre, y me siento sagrada.
ELECTRA (dormida).— ¡Ay!
PRIMERA ERINIA.— Gime. Paciencia, pronto conocerás nuestros mordiscos, te haremos aullar con nuestras caricias. Entraré en ti como el macho en la hembra, porque eres mi esposa, y sentirás el peso de mi amor. Eres bella, Electra, más bella que yo; pero ya verás, mis besos hacen envejecer; antes de seis meses te habré quebrantado como una vieja, y yo seguiré siendo joven. (Se in­clina sobre ellos.) Son hermosas presas perecederas y buenas para comer; las miro, respiro su aliento y la cólera me ahoga. ¡Oh delicias de sentirse una mañanita de odio, delicias de sentirse garras y mandíbulas, con fuego en las venas! El odio me inunda y me sofoca, sube a mis senos como leche. Despertad, hermanas mías, despertaos; ya es la mañana.
SEGUNDA ERINIA.— Soñaba que mordía.
PRIMERA ERINIA.— Ten paciencia: un Dios los protege hoy, pero pronto la sed y el hambre los harán salir de este asilo. Entonces los morderás con todos los dientes.
TERCER ERINIA.— ¡Ahhh! Quiero arañar.
PRIMERA ERINIA.— Espera un poco: pronto tus uñas de hierro tra­zarán mil senderos rojos en la carne de los culpables. Acercaos hermanas mías, venid a verlos.
UNA ERINIA.— ¡Qué jóvenes son!
OTRA ERINIA.— ¡Qué hermosos son!
PRIMERA ERINIA.— Regocijaos: harto a menudo los criminales son viejos y feos; es demasiado rara la alegría exquisita de destruir lo bello.
LAS ERINIAS.— ¡Eia! ¡Eia!
TERCERA ERINIA.— Orestes es casi un niño. Mi odio tendrá para él dulzuras maternales. Tomaré sobre mis rodillas su cabeza pálida, le acariciaré los cabellos.
PRIMERA ERINIA.— ¿Y después?
TERCERA ERINIA.— Y después hundiré de golpe estos dos dedos en sus ojos.
Todas se echan a reír.
PRIMERA ERINIA.— Suspiran, se agitan; se acerca el despertar. Va­mos, hermanas mías, hermanas moscas, saquemos del sueño a los culpables con nuestro canto.
CORO DE LAS ERINIAS.— Bzz, bzz, bzz, bzz.
Nos posaremos sobre tu corazón podrido como las moscas en un dulce corazón podrido, corazón ensangrentado, corazón deleitable. Saquearemos como abejas el pus y la sangre de tu corazón. Haremos con ellos miel, ya verás, hermosa miel verde. ¿Qué amor nos colmaría tanto como el odio? Bzz, bzz, bzz, bzz.
Seremos los ojos fijos de las casas,
el gruñido del mastín que mostrará los dientes a tu paso,
el zumbido que volará por el cielo sobre tu cabeza,
los rumores de la selva,
los silbos, los crujidos, los bisbiseos, el ulular,
seremos la noche,
la espesa noche de tu alma.
Bzz, bzz, bzz, bzz.
¡Eia! ¡Eia! ¡Eiaaa!
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Somos las sorbedoras de pus, las moscas,
lo compartiremos todo contigo,
iremos a buscar el alimento a tu boca y el rayo de luz al fondo de tus ojos,
te escoltaremos hasta la tumba
y sólo cederemos el lugar a los gusanos.
Bzz, bzz, bzz, bzz.
Danzan.
ELECTRA (que se despierta).— ¿Quién habla? ¿Quiénes sois?
LAS ERINIAS.— Bzz, bzz, bzz.
ELECTRA.— ¡Ah, estáis aquí! ¿Y qué? ¿Los hemos matado de verdad?
ORESTES (despertando).— ¡Electra!
ELECTRA.— ¿Quién eres tú? ¡Ah! Eres Orestes. Vete.
ORESTES.— ¿Pero qué tienes?
ELECTRA.— Me das miedo. Soñé que nuestra madre había caído boca arriba y que sangraba, y su sangre corría en regueros por debajo de todas las puertas del palacio. Toca mis manos, están frías. No, déjame. No me toques. ¿Sangró mucho?
ORESTES.— Calla.
ELECTRA (completamente despierta).—Deja que te mire: los has matado. Eres tú quien los ha matado. Estás aquí, acabas de des­pertar, no hay nada escrito en tu rostro y sin embargo los has matado.
ORESTES.— ¿Y qué? ¡Sí, los he matado! (Una pausa.) Tú también me das miedo. Eras tan hermosa, ayer. Se diría que una bestia te ha destrozado la cara con sus uñas.
ELECTRA.— ¿Una bestia? Tu crimen. Me arranca las mejillas y los párpados: me parece que tengo los ojos, y los dientes desnudos. ¿Y éstas? ¿Quiénes son?
ORESTES.— No pienses en ellas. No pueden nada contra ti.
PRIMERA ERINIA.— Que venga en medio de nosotras, si se atreve, y ya verás si no podemos nada contra ella.
ORESTES.—Silencio, perras. ¡A la perrera! (Las ERINIAS gruñen.) ¿Es posible que fueras tú la que ayer, vestida de blanco, danzaba en las gradas del templo?
ELECTRA.— Envejecí. En una noche.
ORESTES.— Todavía eres hermosa, pero..., ¿dónde he visto esos ojos muertos? Electra... te pareces a ella; te pareces a Clitem­nestra. ¿Valía la pena matarla? Me horroriza mi crimen cuando lo veo en esos ojos.
PRIMERA ERINIA.— Es porque a ella le horrorizas.
ORESTES.— ¿Es cierto? ¿Es cierto que te horrorizo?
ELECTRA.— Déjame.
PRIMERA ERINIA.— Bueno. ¿Te cabe la menor duda? ¿Cómo no había de odiarte? Vivía tranquila con sus sueños; llegaste tú con la carnicería y el sacrilegio. Y ahora comparte tu falta, clavada en ese pedestal, el único pedazo de tierra que le queda.
ORESTES.— No la escuches.
PRIMERA ERINIA.— ¡Atrás! ¡Atrás! Échalo, Electra, no te dejes tocar por su mano. ¡Es un carnicero! Tiene encima el olor insulso de la sangre fresca. Mató a la vieja suciamente, ¿sabes? golpeando varias veces.
ELECTRA.— ¿No mientes?
PRIMERA ERINIA.— Puedes creerme, yo estaba allí, zumbando alre­dedor de los dos.
ELECTRA.— ¿Y dio varios golpes?
PRIMERA ERINIA.— Unos diez. Y cada vez la espada hacía "cric" en la herida. Ella se protegía el rostro y el vientre con las manos, y le acuchilló las manos.
ELECTRA.— ¿Padeció mucho? ¿No murió en seguida?
ORESTES.— No las mires más, tápate las orejas, sobre todo no las interrogues; estás perdida si las interrogas.
PRIMERA ERINIA.— Padeció horriblemente.
ELECTRA (tapándose la cara con las manos).— ¡Ah!
ORESTES.— Quiere separarnos; levanta a tu alrededor los muros de la soledad. Ten cuidado: cuando estés bien sola, sola y sin recursos, te caerán encima. Electra, hemos decidido juntos este crimen, y debemos soportar juntos las consecuencias.
ELECTRA.— ¿Insinúas que lo quise?
ORESTES.— ¿No es cierto?
ELECTRA.—No, no es cierto... Espera... ¡Sí! ¡Ah! Ya no lo sé. He soñado con ese crimen. ¡Pero tú, tú lo cometiste, verdugo de tu propia madre!
LAS ERINIAS (riendo y gritando).— ¡Verdugo! ¡Verdugo! ¡Car­nicero!
ORESTES.— Electra, detrás de esa puerta está el mundo. El mundo y la mañana. Afuera nace el sol sobre los caminos. Pronto saldre­mos, iremos por los caminos soleados, y estas hijas de la noche perderán su poder: los rayos de luz las traspasarán como espadas.
ELECTRA.— El sol...
PRIMERA ERINIA.— Nunca volverás a ver el sol, Electra. Nos amon­tonaremos entre él y tú como una nube de langostas y llevarás a todas partes la noche sobre tu cabeza.
ELECTRA.— ¡Dejadme! ¡No me torturéis más!
ORESTES.— Tu debilidad es lo que les da fuerza. Mira: a mí no se atreven a decirme nada. Escucha: un horror sin nombre se ha asentado sobre ti y nos separa. Sin embargo, ¿qué viviste tú que yo no haya vivido? ¿Crees que mis oídos dejarán de oír jamás los gemidos de mi madre? Y sus ojos inmensos —dos océa­nos agitados— en su rostro de tiza, ¿crees que mis ojos dejarán jamás de verlos? Y la angustia que te devora, ¿crees que dejará jamás de roerme? Pero qué me importa: soy libre. Más allá de la an­gustia y los recuerdos. Libre. Y de acuerdo conmigo mismo. No debes odiarte, Electra. Dame la mano: no te abandonaré.
ELECTRA.— ¡Suelta mi mano! Estas perras negras a mi alrededor me espantan, pero menos que tú.
PRIMERA ERINIA.— ¡Ya ves! ¡Ya ves! ¿No es cierto, muñequita? ¿Te damos menos miedo que él? Nos necesitas, Electra, eres nues­tra hija. Necesitas nuestras uñas para revolver tu carne, necesitas nuestros dientes para morder tu pecho, necesitas nuestro amor caníbal para apartarte del odio que te inspiras, necesitas padecer en tu cuerpo para olvidar los sufrimientos de tu alma. ¡Ven! ¡Ven! No tienes más que bajar dos escalones, te recibiremos en nuestros brazos, nuestros besos desgarrarán tu carne frágil, y será el olvido, el olvido en el gran fuego puro del dolor.
LAS ERINIAS.— ¡Ven! ¡Ven!
Danzan muy lentamente como para fascinarla. ELECTRA se levanta.
ORESTES (tomándola del brazo).— No vayas, te lo suplico, sería tu perdición.
ELECTRA (desprendiéndose con violencia).— ¡Ah! ¡Te odio! Baja los escalones; las ERINIAS se arrojan todas sobre ella.
ELECTRA.— ¡Socorro!
Entra JÚPITER.


ESCENA II

LOS MISMOS - JÚPITER

JÚPITER.— ¡A la perrera!
PRIMERA ERINIA.— ¡El amo!
Las ERINIAS se apartan con pesar, dejando a ELECTRA tendida en el suelo.
JÚPITER.— Pobres niños (Se acerca a ELECTRA.) ¿Veis vuestro es­tado? La cólera y la piedad se disputan mi corazón. Levántate, Electra: mientras yo esté aquí, mis perras no te harán daño. (La ayuda a levantarse.) ¡Qué rostro terrible! ¡Una sola noche! ¡Una sola noche! ¿Dónde está tu frescura campesina? En una sola noche tu hígado, tus pulmones y tu bazo se han gastado, tu cuerpo ya no es sino una gran miseria. ¡Ah, juventud presuntuosa y loca, cuánto daño os habéis hecho!
ORESTES.— Abandona ese tono, buen hombre: sienta mal al rey de los dioses.
JÚPITER.— Y tú, abandona ese tono orgulloso: no conviene nada a un culpable que está expiando su crimen.
ORESTES.— No soy un culpable, y no podrías hacerme expiar lo que no reconozco como crimen.
JÚPITER.— Quizá te equivoques, pero paciencia; no te dejaré mu­cho tiempo en el error.
ORESTES.— Atorméntame todo lo que quieras: no lamento nada.
JÚPITER.— ¿Ni siquiera la abyección en que está sumida tu her­mana por tu culpa?
ORESTES.— Ni siquiera.
JÚPITER.— Electra, ¿lo oyes? Éste es el que decía que te amaba.
ORESTES.— La amo más que a mí mismo. Pero sus sufrimientos proceden de ella, sólo ella puede desecharlos: es libre.
JÚPITER.— ¿Y tú? ¿Acaso eres también libre?
ORESTES.— Bien lo sabes.
JÚPITER.— Mírate, criatura desvergonzada y estúpida: tienes un gran aspecto, en verdad, todo encogido entre las piernas de un Dios caritativo, con esas perras hambrientas que te sitian. Si te atreves a afirmar que eres libre, entonces habrá que ensalzar la libertad del prisionero cargado de cadenas, en el fondo de un calabozo, y la del esclavo crucificado.
ORESTES.— ¿Por qué no?
JÚPITER.— Ten cuidado: fanfarroneas porque Apolo te protege. Pero Apolo es mi muy obediente servidor. Si alzo un dedo, te abandonará.
ORESTES.— ¿Y qué? Alza el dedo, alza la mano entera.
JÚPITER.— ¿Para qué? ¿No te dije que me repugnaba castigar? He venido a salvaros.
ELECTRA.— ¿A salvarnos? Deja de burlarte, amo de la venganza y de la muerte, pues no está permitido —ni siquiera a Dios— dar a los que sufren una esperanza engañosa.
JÚPITER.— Dentro de un cuarto de hora puedes estar fuera de aquí.
ELECTRA.— ¿Sana y salva?
JÚPITER.— Te doy mi palabra.
ELECTRA.— ¿Qué exigirás de mí en cambio?
JÚPITER.— No te pido nada, hija mía.
ELECTRA.— ¿Nada? ¿Te he oído bien, Dios bueno, Dios adorable?
JÚPITER.— O casi nada. Algo que puedes darme con toda facili­dad: un poco de arrepentimiento.
ORESTES.— Ten cuidado, Electra: esa nada pesará sobre tu alma como una montaña.
JÚPITER (a ELECTRA).— No lo escuches. Contéstame en cambio: ¿como no aceptarías negar ese crimen? Otro lo ha cometido. Apenas puede decirse que fuiste su cómplice.
ORESTES.— ¡Electra! ¿Vas a renegar de quince años de odio y es­peranza?
JÚPITER.— ¿Quién habla de renegar? Ella nunca quiso ese acto sacrílego.
ELECTRA.— ¡Ay de mí!
JÚPITER.— ¡Vamos! Puedes depositar tu confianza en mí. ¿Acaso no leo en los corazones?
ELECTRA (incrédula).— ¿Y lees en el mío que no quise ese crimen, cuando he soñado quince años con crimen y venganza?
JÚPITER.— ¡Bah! Esos sueños sangrientos que te acunaban tenían una especie de inocencia: te ocultaban tu esclavitud, curaban las heridas de tu orgullo. Pero nunca pensaste en realizarlos. ¿Me equivoco?
ELECTRA.— ¡Ah Dios mío, Dios mío querido, cómo deseo que no te equivoques!
JÚPITER.— Eres una niñita, Electra. Las otras niñitas desean llegar a ser las más ricas o las más bellas de todas las mujeres. Y tú, fascinada por el destino atroz de tu raza, deseaste llegar a ser la más dolorosa y la más criminal. Nunca quisiste el mal; sólo qui­siste tu propia desdicha. A tu edad, las niñas juegan aún con la muñeca o a la rayuela; y tú, pobrecita, sin juguetes ni compa­ñeras, jugaste al crimen, porque es un juego que se puede jugar sola.
ELECTRA.— ¡Ay, ay! Te escucho y veo claro en mí.
ORESTES.— ¡Electra! ¡Electra! Ahora eres culpable. Lo que quisis­te, ¿quién puede saberlo si no tú? ¿Dejarás que otro lo decida? ¿Por qué deformar un pasado que ya no puede defenderse? ¿Por qué renegar de esa Electra irritada que fuiste, de esa joven diosa del odio que tanto he amado? ¿Y no ves que este Dios cruel se burla de ti?
JÚPITER.— ¿Burlarme de vosotros? Escuchad lo que os propongo: si repudiáis vuestro crimen, os instalo a los dos en el trono de Argos.
ORESTES.— ¿En el lugar de nuestras víctimas?
JÚPITER.— No hay más remedio.
ORESTES.— ¿Y me pondré las ropas tibias aún del difunto rey?
JÚPITER.— Ésas u otras, poco importa.
ORESTES.— Sí, con tal que sean negras, ¿no es cierto?
JÚPITER.— ¿No estás de duelo?
ORESTES.— Dé duelo por mi madre, lo olvidaba. Y a mis súbditos, ¿tendré que vestirlos también de negro?
JÚPITER.— Ya lo están.
ORESTES.— Es cierto. Dejémosle tiempo para que gasten sus viejas ropas. Bueno. ¿Comprendiste, Electra? Si derramas algunas lágrimas, tendrás las enaguas y las camisas de Clitemnestra —esas ca­misas hediondas y manchadas que has lavado durante quince años con tus propias manos. También te aguarda su papel, no tendrás más que reanudarlo; la ilusión será perfecta, todo el mundo creerá ver de nuevo a tu madre, porque empiezas a parecerte a ella. Yo estoy más asqueado: no me pondré los calzones del bufón a quien he muerto.
JÚPITER.— Alzas mucho la cabeza: heriste a un hombre indefenso y a una vieja que pedía gracia; pero el que te oyera hablar sin conocerte podría creer que has salvado a tu ciudad natal com­batiendo solo contra treinta.
ORESTES.— Tal vez, en efecto, he salvado a mi ciudad natal.
JÚPITER.— ¿Tú? ¿Sabes qué hay detrás de esa puerta? Los hom­bres de Argos —todos los hombres de Argos—. Esperan a su salvador con piedras, horcas y garrotes para probarte su agradecimiento. Estás solo como un leproso.
ORESTES.— Sí.
JÚPITER.— Anda, no te llenes de orgullo. A la soledad del desprecio y del horror te han arrojado, a ti, el más cobarde de los asesinos.
ORESTES.— El más cobarde de los asesinos es el que tiene remordimientos.
JÚPITER.— ¡Orestes! Te he creado y he creado toda cosa: mira. (Los muros del templo se abren. Aparece el cielo, constelado de estrellas que giran. JÚPITER está en el fondo de la escena. Su voz se ha hecho enorme —micrófono— pero apenas se lo distingue). Mira esos planetas que ruedan en orden, sin chocar nunca: soy yo quien ha reglado su curso, según la justicia. Escucha la armo­nía de las esferas, ese enorme canto mineral de gracias que repercute en los cuatro rincones del cielo. (Melodrama.) Por mí las especies se perpetúan, he ordenado que un hombre engendre siempre un hombre, y que el cachorro de perro sea un perro; por mí la dulce lengua de las mareas viene a lamer la arena y se re­tira a hora fija, hago crecer las plantas, y mi aliento guía alrede­dor de la tierra a las nubes amarillas del polen. No estás en tu casa, intruso; estás en el mundo como la astilla en la carne, como el cazador furtivo en el bosque señorial, pues el mundo es bueno; lo he creado según mi voluntad, y yo soy el Bien. Pero tú, tú has hecho el mal, y las cosas te acusan con sus voces petrificadas; el Bien está en todas partes, es la medula del saúco, la frescura de la fuente, el grano de sílex, la pesadez de la piedra; lo en­contrarás hasta en la naturaleza del fuego y de la luz; tu cuerpo mismo te traiciona, pues se acomoda a mis prescripciones. El Bien está en ti, fuera de ti: te penetra como una hoz, te aplasta como una montaña, te lleva y te arrastra como un mar; él es el que permite el éxito de tu mala empresa, pues fue la claridad de las antorchas, la dureza de tu espada, la fuerza de tu brazo. Y ese Mal del que estás tan orgulloso, cuyo autor te consideras, ¿qué es sino un reflejo del ser, una senda extraviada, una imagen engañosa cuya misma existencia está sostenida por el Bien? Re­concéntrate, Orestes; el universo te prueba que estás equivocado, y eres un gusanito en el universo. Vuelve a la naturaleza, hijo desnaturalizado: mira tu falta, aborrécela, arráncatela como un diente cariado y maloliente. O teme que el mar se retire delante de ti, que las fuentes se sequen en tu camino, que las piedras y las rocas rueden fuera de tu senda y que la tierra se desmorone bajo tus pasos.
ORESTES.— ¡Que se desmorone! Que las rocas me condenen y las plantas se marchiten a mi paso: todo tu universo no bastará para probarme que estoy equivocado. Eres el rey de los dioses, Júpiter, el rey de las piedras y de las estrellas, el rey de las olas del mar. Pero no eres el rey de los hombres.
Los muros se juntan, JÚPITER reaparece, cansado y agobiado, ha recobrado su voz natural.
JÚPITER.— No soy tu rey, larva desvergonzada. Entonces, ¿quién te ha creado?
ORESTES.— Tú. Pero no debías haberme creado libre.
JÚPITER.— Te he dado la libertad para que me sirvas.
ORESTES.— Es posible, pero se ha vuelto contra ti y nada podemos ninguno de los dos.
JÚPITER.— ¡Por fin! Ésa es la excusa.
ORESTES.— No me excuso.
JÚPITER.— ¿De veras ? ¿Sabes que esa libertad de la que te dices esclavo se asemeja mucho a una excusa?
ORESTES.— No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi liber­tad! Apenas me creaste, dejé de pertenecerte.
ELECTRA.— Por nuestro padre, Orestes, te conjuro, no añadas la blasfemia al crimen.
JÚPITER.— Escúchala. Y pierde la esperanza de convencerla con tus razones: ese lenguaje parece bastante nuevo para sus oídos, y bastante chocante.
ORESTES.— Para los míos también, Júpiter. Y para mi garganta que emite las palabras y para mi lengua que las modela al pasar: me cuesta comprenderme. Todavía ayer eras un velo sobre mis ojos, un tapón de cera en mis oídos; ayer tenía yo una excusa: eras mi excusa de existir porque me habías puesto en el mundo para servir tus designios, y el mundo era una vieja alcahueta que me hablaba sin cesar de ti. Y luego me abandonaste.
JÚPITER.— ¿Abandonarte, yo?
ORESTES.— Ayer yo estaba cerca de Electra; toda tu naturaleza se estrechaba a mi alrededor; tu Bien, la sirena, cantaba y me pro­digaba consejos. Para incitarme a la lenidad, el día ardiente se suavizaba como se vela una mirada; para predicarme el olvido de las ofensas, el cielo se había hecho suave como el perdón. Mi ju­ventud, obediente a tus órdenes, se había levantado, permanecía frente a mis ojos, suplicante como una novia a punto de ser aban­donada: veía mi juventud por última vez. Pero de pronto la libertad cayó sobre mí y me traspasó, la naturaleza saltó hacia atrás, y ya no tuve edad y me sentí completamente solo, en medio de tu mundito benigno, como quien ha perdido su sombra: y ya no hubo nada en el cielo, ni bien, ni mal, ni nadie que me diera órdenes.
JÚPITER.— ¿Y qué? ¿Debo admirar a la oveja a la que la sarna aparta del rebaño, o al leproso encerrado en el lazareto? Recuer­da, Orestes: has formado parte de mi rebaño, pacías la hierba de mis campos en medio de mis ovejas. Tu libertad sólo es una sarna que te pica, sólo es un exilio.
ORESTES.— Dices la verdad: un exilio.
JÚPITER.— El mal no es tan profundo: data de ayer. Vuelve con nosotros. Vuelve; mira qué solo te quedas, tu propia hermana te abandona. Estás pálido y la angustia dilata tus ojos. ¿Esperas vi­vir? Te roe un mal inhumano, extraño a mi naturaleza, extraño a ti mismo. Vuelve; soy el olvido, el reposo.
ORESTES.— Extraño a mí mismo, lo sé. Fuera de la naturaleza, contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso que en mí. Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra ley que la mía. No volveré a tu naturaleza; en ella hay mil caminos que conducen a ti, pero sólo puedo seguir mi camino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe inventar su camino. La naturaleza tiene horror al hombre, y tú, tú, soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres.
JÚPITER.— No mientes: cuando se parecen a ti los odio.
ORESTES.— Ten cuidado; acabas de confesar tu debilidad. Yo no te odio. ¿Qué hay de ti a mí? Nos deslizaremos uno junto al otro sin tocarnos, como dos navíos. Tú eres un Dios y yo soy libre; estamos igualmente solos y nuestra angustia es semejante. ¿Quién te dice que no he buscado el remordimiento en el curso de esta larga noche? El remordimiento, el sueño. Pero ya no puedo tener remordimientos. Ni dormir.
Silencio.
JÚPITER.— ¿Qué piensas hacer?
ORESTES.— Los hombres de Argos son mis hombres. Tengo que abrirles los ojos.
JÚPITER. ¡Pobres gentes! Vas a hacerles el regalo de la soledad y la vergüenza, vas a arrancarles las telas con que yo los había cubierto, y les mostrarás de improviso su existencia, su obscena e insulsa existencia, que han recibido para nada.
ORESTES.— ¿Por qué había de rehusarles la desesperación que hay en mí si es su destino?
JÚPITER.— ¿Que harán de ella?
ORESTES.— Lo que quieran; son libres y la vida humana empieza del otro lado de la desesperación.
Silencio.
JÚPITER.— Bueno, Orestes, todo estaba previsto. Un hombre debía venir a anunciar mi crepúsculo. ¿Eres tú? ¿Quién lo hubiera creí­do, ayer, viendo tu rostro femenino?
ORESTES.— ¿Lo hubiera creído yo mismo? Las palabras que digo son demasiado grandes para mi boca; la desgarran; el destino que llevo es harto pesado para mi juventud; la ha roto.
JÚPITER.— No te quiero y sin embargo te compadezco.
ORESTES.— Yo también te compadezco.
JÚPITER.— Adiós, Orestes. (Da unos pasos.) En cuanto a ti, Elec­tra, piensa en esto: mi reino no ha llegado todavía al fin, tanto se necesita para ello, y no quiero abandonar la lucha. Mira si estás conmigo o contra mí. Adiós.
ORESTES.— Adiós.
JÚPITER sale.


ESCENA III

Los MISMOS menos JÚPITER

ELECTRA se levanta lentamente.
ORESTES.— ¿Dónde vas?
ELECTRA.— Déjame. No tengo nada que decirte.
ORESTES.— A ti, a quien conozco desde ayer, ¿tengo que perderte para siempre?
ELECTRA.— ¡Ojalá los Dioses no me hubieran permitido conocerte nunca!
ORESTES.— ¡Electra! ¡Hermana mía, mi querida Electra! Mi único amor, única dulzura de mi vida, no me dejes solo, quédate con­migo.
ELECTRA.— ¡Ladrón! No tenía casi nada mío, fuera de un poco de calma y algunos sueños. Te lo has llevado todo, has robado a una mendiga. Eras mi hermano, el jefe de nuestra familia, debías protegerme, pero me has sumergido en la sangre, estoy roja como un buey degollado; ¡todas las moscas me siguen, voraces, y mi co­razón es una colmena horrible!
ORESTES.— Amor mío, es cierto, te lo he quitado todo y no tengo nada que darte fuera de mi crimen. Pero es un presente inmenso. ¿Crees que no pesa como plomo sobre mi alma? Éramos demasia­do ligeros, Electra: ahora nuestros pies se hunden en la tierra como las ruedas de un carro en un surco. Ven, partiremos y caminare­mos con paso pesado, encorvados bajo nuestro precioso fardo. Me darás la mano e iremos...
ELECTRA.— ¿A dónde?
ORESTES.— No sé; hacia nosotros mismos. Del otro lado de los ríos y de las montañas hay un Orestes y una Electra que nos aguardan. Habrá que buscarlos pacientemente.
ELECTRA.— No quiero oírte más. Sólo me ofreces la desdicha y el hastío. (Salta sobre la escena. Las ERINIAS se acercan lentamente.) ¡Socorro! Júpiter, rey de los dioses y de los hombres, mi rey, tó­mame en tus brazos, llévame, protégeme. Seguiré tu ley, seré tu esclava y tu cosa, besaré tus pies y tus rodillas. Defiéndeme de las moscas, de mi hermano, de mí misma, no me dejes sola, consagraré mi vida entera a la expiación. Me arrepiento, Júpiter, me arre­piento.
Sale corriendo.


ESCENA IV

ORESTES - LAS ERINIAS

Las ERINIAS hacen un movimiento para seguir a ELECTRA. La PRIMERA ERINIA las detiene.
PRIMERA ERINIA.— Dejadla, hermanas, se nos escapa. Pero nos que­da éste, y por mucho tiempo, creo, pues su almita es tenaz. Su­frirá por dos.
Las ERINIAS empiezan a zumbar y se acercan a ORESTES.
ORESTES.— Estoy completamente solo.
PRIMERA ERINIA.— Pero no, oh tú, el más lindo de los asesinos, te quedo yo; ya verás qué juegos inventaré para distraerte.
ORESTES.— Estaré solo hasta la muerte. Después...
PRIMERA ERINIA.— Valor, hermanas mías, cede. Mirad, sus ojos se agrandan; pronto resonarán sus nervios como las cuerdas de un arpa bajo los arpegios exquisitos del terror.
SEGUNDA ERINIA.— Pronto el hambre lo arrojará de su asilo; cono­ceremos el gusto de su sangre antes de esta noche.
ORESTES.— ¡Pobre Electra!
Entra el PEDAGOGO.


ESCENA V

ORESTES - LAS ERINIAS - EL PEDAGOGO

EL PEDAGOGO.— Vaya, mi amo, ¿dónde estáis? No se ve nada. Os traigo un poco de alimento; las gentes de Argos sitian el templo y no podéis pensar en salir; esta noche trataremos de huir. (Las ERINIAS le obstruyen el camino.) ¡Ah! ¿Quiénes son éstas? Más supersticiones. ¡Cómo echo de menos el dulce país de Ática donde era mi razón la que tenía razón!
ORESTES.— No trates de acercarte a mí, te desgarrarán vivo.
EL PEDAGOGO.— Despacito, lindas. Vaya, tomad estas viandas y estos frutos, si mis ofrendas pueden calmaros.
ORESTES.— ¿Los hombres de Argos, dices, están amontonados de­lante del templo?
EL PEDAGOGO.— ¡Ya lo creo! Y no podría deciros quiénes son los más perversos y los más encarnizados en perjudicaros: si estas lindas muchachas que están aquí o vuestros queridos súbditos.
ORESTES.— Está bien. (Una pausa.) Abre esa puerta.
EL PEDAGOGO.— ¿Os habéis vuelto loco? Están ahí detrás, con armas.
ORESTES.— Haz lo que te digo.
EL PEDAGOGO.— Por esta vez me autorizaréis a desobedeceros. Os lapidarán, digo.
ORESTES.— Anciano, soy tu amo y te ordeno que abras esa puerta.
El PEDAGOGO entreabre la puerta.
EL PEDAGOGO.— ¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay!
ORESTES.— ¡De par en par!
El PEDAGOGO abre la puerta y se esconde detrás de una de las hojas. La MULTITUD empuja vivamente las dos hojas y se detiene desconcertada en el umbral. Viva luz.


ESCENA VI

Los MISMOS – LA MULTITUD

GRITOS EN LA MULTITUD.— ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Lapidadlo! ¡Desgarradlo! ¡Muerte!
ORESTES (sin oírlos).— ¡El sol!
LA MULTITUD.— ¡Sacrílego! ¡Asesino! ¡Carnicero! Serás descuartizado. Te echaremos plomo derretido en las heridas.
UNA MUJER.— Te arrancaré los ojos.
UN HOMBRE.— Te comeré el hígado.
ORESTES (se ha erguido).— ¿Estáis pues aquí, muy fieles súbditos míos? Soy Orestes, vuestro rey, el hijo de Agamenón, y éste es el día de mi coronación.
La MULTITUD gruñe, desconcertada.
ORESTES.— ¿No gritáis más? (La MULTITUD calla.) Ya sé: os doy miedo. Hace quince años justos, otro asesino se irguió delante de vosotros; llevaba guantes rojos hasta el codo, guantes de sangre, y no le tuvisteis miedo porque leísteis en sus ojos que era de los vuestros y que no tenía el valor de sus actos. Un crimen que su autor no puede soportar ya no es el crimen de nadie, ¿verdad? Es casi un accidente. Habéis acogido al criminal como rey, y el viejo crimen se echó a rodar entre los muros de la ciudad, gimiendo despacito, como un perro que ha perdido a su amo. Me miráis, gentes de Argos, habéis comprendido que mi crimen es muy mío; lo reivindico de cara al sol; es mi razón de vivir y mi orgullo, no podéis castigarme ni compadecerme, y por eso me tenéis miedo. Y sin embargo, oh mis hombres, os amo, y por vosotros he matado. Por vosotros. Había venido a reclamar mi reino y me habéis rechazado porque no era de los vuestros. Ahora soy de los vuestros, oh súbditos míos, estamos ligados por la sangre, y merezco ser vuestro rey. Vuestras faltas y remordi­mientos, vuestras angustias nocturnas, el crimen de Egisto, todo es mío, lo cargo todo sobre mí. No temáis a vuestros muertos; son mis muertos. Y mirad: vuestras fieles moscas os han abandonado por mí. Pero no temáis, gentes de Argos, no me sentaré, todo ensangrentado, en el trono de mi víctima; un Dios me lo ha ofrecido y he dicho que no. Quiero ser un rey sin tierra y sin súbditos. Adiós, mis hombres, intentad vivir; todo es nuevo aquí, todo está por empezar. También para mí la vida empieza. Una vida extraña. Escuchad, además esto: un verano Scyros se infestó de ratas. Era un lepra horrible, lo roían todo; los habi­tantes de la ciudad creyeron morir. Pero un día llegó un flau­tista. Se puso de pie en el corazón de la ciudad —así—. (Se pone de pie.) Empezó a tocar la flauta y todas las ratas fueron a apretarse a su alrededor. Luego se puso en marcha a largos trancos, así (baja del pedestal) gritando a las gentes de Scyros: "¡Apartaos!" (La MULTITUD se aparta.) Y todas las ratas levanta­ron la cabeza vacilando —como lo hacen las moscas. ¡Mirad! ¡Mirad las moscas! Y luego, de golpe, se precipitaron sobre sus huellas. Y el flautista con las ratas desapareció para siempre. Así.
Sale; las ERINIAS se lanzan en su seguimiento aullando.

TELÓN



LA MUJERZUELA RESPETUOSA

OBRA EN UN ACTO (DOS CUADROS)

PERSONAJES
LIZZIE
El NEGRO
FRED
JOHN
JAMES
El SENADORHOMBRE 1.°
HOMBRE 2.°
HOMBRE 3.°


DECORADO: Una habitación amueblada en algún lugar del sur de los Estados Unidos

Esta obra fue estrenada en el Théâtre Antoine (dirección SIMONE BERRIAU), de Paris, el 8 de noviembre de 1946.


ACTO UNICO

CUADRO PRIMERO

Una habitaci6nen una ciudad americana del Sur. Paredes blancas. Un diván. A la derecha, una ventana; a la izquierda, una puerta que da al cuarto de baño. Al fondo, un pequeño recibidor que da a la puerta de entrada.


ESCENA PRIMERA

LIZZIE. En seguida, el NEGRO

Antes de levantarse el telón, se oye un ruido tremendo que procede del escenario. LIZZIE está sola, en camisa, manejando el aspirador, Llaman a la puerta. Ella duda un momento, mira hacia la puerta del cuarto de baño. Llaman otra vez. Para el aspirador y va hacia la puerta del cuarto de baño. La abre un poco

LIZZIE. — (En voz baja.) Están llamando. No salgas. (Va a abrir. El NEGRO aparece en el marco de la puerta. Es un negro alto y grueso, con los cabellos blancos. Está rígido.) ¿Qué quiere usted? Seguro que se ha equivocado de dirección. (Una pausa.) Pero ¿qué es lo que quiere? Vamos, hable de una vez.
NEGRO. — (Suplicante.) Por favor, señora, por favor.
LIZZIE. — Por favor, ¿qué? (Lo mira mejor.) Pero oye... ¿No eres tú el del tren? ¿Te pudiste escapar de esos? ¿Y cómo has sabido mi dirección?
NEGRO. — La he buscado, señora. La he buscado por todas partes. (Hace un gesto para entrar.) ¡Por favor!
LIZZIE. — No entres ahora. Tengo a uno dentro. Pero ¿qué es lo que quieres?
NEGRO. — Por favor.
LIZZIE. — Pero ¿qué? Por favor, ¿qué? ¿Necesitas dinero?
NEGRO. — No, señora. (Una pausa.) Por favor, dígales que yo no he hecho nada.
LIZZIE. — ¿Qué le diga a quién?
NEGRO. — Al juez. Dígaselo, señora. Por favor, dígaselo
LIZZIE. — ¿Yo decir? De eso, nada.
NEGRO. — Por favor.
LIZZIE. — De eso, nada. Bastantes líos tengo yo con mi propia vida para cargar ahora con los de los demás. Márchate.
NEGRO. — Usted sabe que yo no he hecho nada. ¿0 es qué he hecho algo?
LIZZIE. — No, nada. Pero ni hablar de que yo vaya a ver al juez. A mí los jueces y los policías no me van nada, ¿sabes? Me dan alergia.
NEGRO. — He abandonado a la mujer y a los chicos. Estoy dando vueltas toda la noche. Ya no puedo más.
LIZZIE. — Vete de la ciudad.
NEGRO. — Están vigilando las estaciones.
LIZZIE. — ¿Quién está vigilando?
NEGRO. — Los blancos.
LIZZIE. — ¿Qué blancos?
NEGRO. — Todos. ¿No ha salido esta mañana?
LIZZIE. — No.
NEGRO. — Hay muchísima gente por las calles. Jóvenes y viejos; y se hablan sin reconocerse.
LIZZIE. — ¿Y eso que quiere decir?
NEGRO. — Que..., que no me queda mas remedio que dar vueltas hasta que me cojan. Cuando hay blancos que sin conocerse se hablan entre ellos, es que hay algún negro que va a morir. (Una pausa.) Dígales que yo no he hecho nada, señora. Dígaselo al juez y a los del periódico. Puede que lo publiquen. ¡Dígaselo, señora, dígaselo!
LIZZIE. — Pero no grites. ¿No te digo que tengo a uno? (Una pausa.) Lo del periódico, ni hablar. No es momento de que se fijen en mí, ni mucho menos. (Una pausa.) Pero si me obligan a declarar, te prometo que diré la verdad. ¿Vale?
NEGRO. — ¿Les dirá que yo no he hecho nada?
LIZZIE. — Se lo diré.
NEGRO. — ¿Me lo jura, señora?
LIZZIE. — Sí, sí.
NEGRO. — Por Dios Nuestro Señor que nos está mirando.
LIZZIE. — ¡Vamos, anda! Vete a hacer puñetas. Te lo estoy prometiendo, ¿no? Pues eso tiene que bastarte. (Una pausa.) Y ahora márchate. Venga, márchate.
NEGRO. — (Bruscamente.) Por favor, escóndame.
LIZZIE. — ¿Esconderte?
NEGRO. — ¿No, señora? ¿No quiere esconderme?
LIZZIE. — ¿Yo? Mira lo que te digo. (Le da con la puerta en las narices.) Menos cuentos. (Se vuelve hacia el cuarto de baño.) Ya puedes salir. (FRED sale en mangas de camisa, sin corbata.)


ESCENA II

LIZZIE, FRED

FRED. — ¿Qué ha sido?
LIZZIE. — Nada.
FRED. — He creído que era la Policía.
LIZZIE. — ¿La Policía? ¿Es que tienes algo pendiente?
FRED. — Yo, no. Lo decía por ti.
LIZZIE. — (Ofendida.) ¡Oye, oye! Yo no le he quitado nunca ni una perra a nadie.
FRED. — Y que, ¿nunca has tenido nada que ver con la Policía?
LIZZIE. — Por lo menos, por robos no. (Vuelve al aspirador. Gran ruido.)
FRED. — (Molesto por el ruido.) ¡Ah!
LIZZIE. — (Gritando para hacerse oír.) ¿Qué te pasa, encanto?
FRED. — (Gritando.) Me vas a reventar los oídos.
LIZZIE. — (Gritando.) Acabo en seguida. (Una pausa.) Yo soy así.
FRED. — (Gritando.) ¿Cómo?
LIZZIE. — (Gritando.) Te digo que yo soy así.
FRED. — (Gritando.) ¿Así, cómo?
LIZZIE. — (Gritando.) ¡Pues así! Al día siguiente no puedo evitarlo: lo primero bañarme, y después pasar el aspirador. (Lo deja.)
FRED. — (Señalando la cama.) Ya que estás ahí, tapa eso.
LIZZIE. — ¿El qué?
FRED. — Eso, la cama. Te digo que la tapes. Huele a pecado.
LIZZIE. — ¿A pecado? ¿Dónde te enseñan esas cosas? ¿Eres pastor o qué?
FRED. — No. ¿A qué viene eso?
LIZZIE. — Hombre, a que hablas como la Biblia. (Lo mira.) No, que vas a ser pastor: te cuidas demasiado para eso. Déjame ver las sortijas. (Con admiración.) Oye, dime, dime, por favor... ¿Es que eres rico?
FRED. — Sí.
LIZZIE. — ¿Mucho?
FRED. — Mucho.
LIZZIE. — Mejor. (Le rodea el cuello con los brazos y le ofrece los labios.) Yo pienso que, en un hombre, a mejor ser rico. Da confianza.
FRED. — (No sabe si besarla; por fin se vuelve.) Tapa esa cama, anda.
LIZZIE. — ¡Está bien! ¡Está bien! Ahora la tapo. (La tapa y se ríe sola.) «!Huele a pecado!» Nunca se me hubiera ocurrido una cosa así. Claro que... ¿me oyes?.., será «tu» pecado, ¿no? (Gesto de FRED.) Sí, ya lo sé también el mío. Pero yo tengo tantos en la conciencia... (Se sienta en la cama y fuerza a FRED a sentarse junto a ella.) Ven, ven a sentarte aquí encima de nuestro pecado. Ha sido un pecado estupendo, ¿no? Un pecado muy bonito... (Ríe.) Pero no bajes los ojos, hombre. ¿Qué pasa? ¿Es que te doy miedo? (FRED la estrecha brutalmente.) ¡Déjame; me haces daño! ¡Me estás haciendo daño! (El la suelta.) ¡Vaya con el hombre! No me gusta esa cara. (Una pausa.) Ahora dime c6mo te llamas. Qué, ¿no quieres? Pues me fastidia, ¿sabes?, eso de no saber tu nombre. Será la primera vez que no me entero. El apellido, claro, raramente me lo dicen, y yo lo comprendo. Pero ¡el nombre! ¿Cómo quie­res que os distinga a los unos de los otros si no sé vuestros nombres? Anda, dímelo. Anda…
FRED. — No.
LIZZIE. — Entonces tú serás... el señor Sin Nombre. (Se levanta.) Espera. Voy a terminar de arreglar esto un poco. (Cambia algunos objetos.) Así. Muy bien. Aho­ra todo esta en orden. Las sillas, alrededor de la mesa. Resulta más distinguido. ¿No conoces a uno de esos que venden grabados? Me gustaría poner algunas estampillas en las paredes. En la maleta tengo una muy bonita. «E1 cántaro roto» se llama; se ve a una muchacha; se le ha roto el cántaro a la pobre. Es francesa; la estampa, digo.
FRED. — ¿Qué cántaro?
LIZZIE. — Yo qué sé; el suyo. Ahora quisiera una abuelita vieja para hacer juego. Que haga punto o que le esté contando un cuento a sus nietecitos. ¡Ah! Voy a descorrer las cortinas y a abrir la ventana. (Lo hace.) ¡Qué bueno hace! ¡Mira: otro día que empieza! (Se estira.) ¡Ay, qué bien me siento! Hace bueno, me he bañado, hemos..., bueno, lo hemos pasado bien... ¡Qué bien me siento! ¡No te puedes imaginar lo bien que me siento! Mira la vista que tengo. Ven. Tengo una vista muy bonita. Solo se ven árboles; da la impresión de que uno es rico. Dime si no he tenido suerte; a la pri­mera he encontrado casa en un barrio elegante. Qué, ¿no vienes? ¿Es que no te gusta tu ciudad?
FRED. — Me gusta desde mi ventana.
LIZZIE. — (Bruscamente.) No dará mala suerte al despertarse y ver a un negro..., ¿eh?
FRED. — ¿Por qué lo dices?
LIZZIE. — Es..., bueno, es que está pasando uno por la acera de enfrente.
FRED. — Ver negros siempre trae mala suerte. Los negros son el demonio. (Una pausa.) Cierra la ventana.
LIZZIE. — ¿No quieres que ventile un poco?
FRED. — Te digo que cierres. Venga. Y echa las cortinas. Vuelve a encender la luz.
LIZZIE. — ¿Por qué? ¿Es por los negros?
FRED. — Idiota.
LIZZIE. — Hace un sol tan bonito...
FRED. — Aquí no hace falta sol. Prefiero que se quede todo como estaba por la noche. Cierra la ventana, te digo. Ya veré el sol cuando saiga a la calle. (Se levanta, va hacia ella y la mira.)
LIZZIE. — (Vagamente inquieta.) ¿Qué pasa?
FRED. — Nada. Dame la corbata.
LIZZIE. — Está en el cuarto de baño. (Sale. FRED abre rápidamente los cajones de la mesa y registra, LIZZIE vuelve con la corbata.) Aquí la tienes. Espera... (Le hace el nudo.) ¿Sabes? A mí no me gusta trabajar el cliente de paso porque, en fin, hay que ver demasiada caras nuevas, y no... Mi ideal seria convertirme en un costumbre agradable para tres, lo más para cuatro personas de cierta edad: el martes, uno; el jueves, otro y otro para el fin de semana. Ya te digo; tú..., tú eres un poco joven..., pero eres del tipo serio; así que cuando sientas la tentación, ya sabes. ¡Está bien, está bien! No te digo nada. Ya lo pensarás tú. ¡Ay hijo mío! Eres muy guapo, ¿sabes? Bésame, anda... Bésame... en recompensa... ¿No quieres? ¿No? (El la besa brusca y brutalmente; después la rechaza.) Uf!
FRED. — Eres el Demonio.
LIZZIE. — ¿Qué?
FRED. — Que eres el Demonio.
LIZZIE. — ¡Otra vez con la Biblia! Pero ¿qué te pasa?
FRED. — Nada. Era una broma.
LIZZIE. — Pues vaya forma de gastar bromas que tienes tú... (Una pausa.) ¿Estás contento?
FRED. — ¿Contento de qué?
LIZZIE. — (Lo imita sonriendo.) «¿Contento de qué? Qué tonta eres, hijita mía!»
FRED. — ¡Ah! ¡Ah!, sí... Muy contento. Sí, muy contento. ¿Cuánto quieres?
LIZZIE. — Pero ¿quién habla de eso ahora? Te estoy preguntando si estás contento. Lo menos que podrías hacer es contestarme de buenas formas. Qué pasa, ¿eh? ¿Es que no estás contento verdaderamente? Mucho me extrañaría, ¿sabes? Mucho me extrañaría.
FRED. — Cállate la boca.
LIZZIE. — Me estrechabas con tanta fuerza, con tanta fuerza... ¡Ah!, y me has dicho muy bajito que me querías.
FRED. — Estabas bebida.
LIZZIE. — No, no es cierto.
FRED. — Sí que lo estabas.
LIZZIE. —Te digo que no.
FRED. — Por lo menos, yo sí lo estaba. No me acuerdo de nada.
LIZZIE. — Es una pena. Me he desnudado en el cuarto de baño, y cuando he vuelto contigo te has puesto colorado, ¿no te acuerdas? Que yo te he dicho: «Mira, mira que cangrejito.» ¿Y tampoco te acuerdas de que has querido apagar la luz y de que me has querido en la oscuridad? Me ha parecido un detalle muy amable y respetuoso. ¿No te acuerdas?
FRED. — No.
LIZZIE. — ¿Y cuando jugamos a que éramos dos recién nacidos en la misma cunita? ¿Te acuerdas de eso? ¿Eh?
FRED. — Te digo que te calles la boca. Lo que se hace por la noche pertenece a la noche. Por el día no se habla de ello.
LIZZIE. — (Desafiante.) ¿Y si a mi me da la gana de hablar? Lo he pasado muy bien, ¿sabes?
FRED. — Ya... Así que lo has pasado bien... (Va hacia ella. Le acaricia suavemente los hombros y cierra las manos.) Siempre lo pasáis bien cuando os creéis que habéis enredado a un hombre. (Una pausa.) Yo he olvidado esa noche que tú dices..., esa noche tuya. La he olvidado, pero completamente... Me acuerdo sólo de la sala de fiestas... De lo demás te acuerdas tú, tú sola. (Le aprieta el cuello.)
LIZZIE. —Pero ¿qué haces?
FRED. — Te aprieto el cuello
LIZZIE. — Me estás haciendo daño.
FRED. — Tu sola, digo... Y si ahora apretara un poquito más, ya ni siquiera estarías tú: ya no habría nadie, en el mundo que se acordara de esta noche. (La suelta.) ¿Así que cuánto?
LIZZIE. — Si lo has olvidado, es que he trabajado mal. Así que nada. No quiero que pagues un trabajo mal hecho.
FRED. — Bueno, déjate de tonterías... ¿Cuánto?
LIZZIE. — Escucha: he llegado aquí hace dos días, y tú eres mi primera visita; al primero no le cobro nada. Es una cosa que trae suerte.
FRED. — No necesito tus regalos. (Deja un billete de diez dólares en la mesa.)
LIZZIE. — Espera; no te voy a aceptar pasta ninguna, pero vamos a ver en cuanto me estimas. Un momento que lo adivine... (Coge el billete y cierra los ojos.). ¿Cuarenta dólares? No. Es demasiado, y además habría dos billetes. ¿Veinte? ¿Tampoco? Entonces seguro que, es más de cuarenta. Cincuenta. ¿Cien? (Durante todo esto, FRED la mira riendo silenciosamente.) ¿Qué se le va a hacer? Abro los ojos. (Mira el billete.) ¿No te habrás equivocado?
FRED. — No creo.
LIZZIE. — ¿Tú sabes lo que me has dado?
FRED. — Sí.
LIZZIE. — Guárdatelo. Guárdatelo en seguida. (Lo rechaza con un gesto.) ¡Diez dólares! ¡Hábrase visto! ¡Diez dólares! Pero ¿tú has visto mis piernas? (Se las enseña.) Y mis pechos, ¿tú los has visto? Qué ¿te parecen pechos de diez dólares? Guárdate tu billete y lárgate antes que acabe cabreándome. ¡Diez dólares! Aquí el señor me besaba por todas partes y venga: que otra vez, que otra vez; y venga, a ver, que le contara mi infancia; y luego, por la mañana, aquí el señor hasta se ha permitido sus malos humores y ponerme mala cara, como si me pagara por meses. ¿Y todo eso por cuánto? No por cuarenta, señores; tampoco por treinta ni por veinte: ¡por diez d61ares!
FRED. — Para una porquería, ya es demasiado.
LIZZIE. — El puerco lo serás tú. ¿De dónde te has escapado, di, paleto? Tu madre debió ser una furcia de miedo para no enseñarte a respetar a las mujeres.
FRED. — ¿Te vas a callar?
LIZZIE. — ¡Una furcia de miedo, te lo digo yo! ¡Una furcia de miedo!
FRED. — (Con una voz neutra.) Un consejo, nena: no hables demasiado de sus madres a los chicos de por aquí si no quieres que uno te retuerza el cuello.
LIZZIE. — (Yendo hacia él.) ¡Tú, por ejemplo! ¡Anda, retuércemelo tú, a ver!
FRED. — (Retrocediendo.) Estate quieta. (LIZZIE coge un jarrón de la mesa con evidente intención de rompérselo en la cabeza.) Toma otros diez dólares y estate quieta. Estate quieta o hago que te pongan a la sombra.
LIZZIE. — ¿Tú? ¿A la sombra yo?
FRED. — Sí, yo.
LIZZIE. — ¿Tú?
FRED. — Yo.
LIZZIE. — Pues no me extrañaría poco.
FRED. — Soy el hijo de Clarke.
LIZZIE. — ¿De qué Clarke?
FRED. — El senador.
LIZZIE. — ¡Ah!, ¿sí? Y yo la hija de Roosevelt.
FRED. — ¿Tú no has visto la fotografía de Clarke en los periódicos?
LIZZIE. — Sí. ¿Y qué?
FRED. — Míralo. (Le enseña una fotografía.) Estoy aquí, a su lado. Me tiene por los hombros.
LIZZIE. — (Súbitamente alarmada.) Pero ¡oye! ¡Qué bien esta tu padre! Déjame ver. (FRED le arranca la fo­tografía de las manos.)
FRED. — Bueno, ya basta.
LIZZIE. — ¡Qué bien está! ¡Con ese aspecto tan justo, tan severo! ¿Es verdad eso que dicen de que su palabra es de miel? (El no responde.) ¿El jardín es vuestro?
FRED. — Sí.
LIZZIE. — Debe de ser muy grande. Y las niñas en los sillones, ¿qué son? ¿Tus hermanas? (El no contesta.) ¿La casa dónde esta? ¿En una colina?
FRED. — Sí.
LIZZIE. — Entonces por la mañana, cuando tomas el desayuno, seguro que ves toda la ciudad desde la ventana.
FRED. — Sí.
LIZZIE. — ¿Y cómo hacen para llamaros a comer? ¿Tocan una campana? Anda, dímelo.
FRED. — No; con un «gong».
LIZZIE. — (Extasiada.) ¡Con un «gong»! Mira, chico, no te comprendo. A mí, con una familia como esa y en una casa así, tendrían que darme dinero para levantarme. (Una pausa.) De lo que he dicho de tu mamá, perdóname; es que estaba furiosa. ¿Está también ahí, en la fotografía?
FRED. — Te he prohibido que me hables de ella.
LIZZIE. — Esta bien, hombre. (Una pausa.) ¿Puedo hacerte una pregunta? (El no contesta.) Si el amor te molesta tanto, ¿qué has venido a hacer conmigo, a ver? (El no contesta. Ella suspira.) ¡En fin! Mientras viva aquí haré lo posible por adaptarme a vuestras cosas. (Una pausa. FRED se pasa el peine ante el espejo.)
FRED. — ¿Tú de dónde vienes? ¿Del Norte?
LIZZIE. — Sí.
FRED. — ¿De Nueva York?
LIZZIE. — ¿A qué viene eso?
FRED. — ¿Cómo has hablado de Nueva York...
LIZZIE. — Todo el mundo puede hablar de Nueva York; eso no quiere decir nada.
FRED. — ¿Por qué no te quedaste allí, donde estuvieras?
LIZZIE. — Estaba hasta la coronilla.
FRED. — ¿Tenías algún lío?
LIZZIE. — Hombre, claro; no se que me pasa que los atraigo como un imán. Hay naturalezas así. ¿Ves esta serpiente? (Por una pulsera.) Trae mala pata
FRED. — ¿Y por qué te la pones?
LIZZIE. — Ya que la tengo, es peor quitármela. Por lo visto, las venganzas de las serpientes son terribles.
FRED. — ¿Fue a ti a la que el negro ese quiso violar?
LIZZIE. — ¿El qué?
FRED. — ¿No llegaste anteayer en el rápido de las seis?
LIZZIE. — Sí.
FRED. — Entonces eres tú.
LIZZIE. — A mí nadie me ha querido violar. (Ríe con un poco de amargura.) ¿Violarme a mí? ¿Tú te imaginas?
FRED. — Eres tú. Webster me lo dijo anoche en la sala de fiestas.
LIZZIE. — ¿Webster? (Una pausa.) ¡Ah!, entonces era por eso.
FRED. — ¿Por eso el qué?
LIZZIE. — Por eso te brillaban así los ojos. Qué, ¿te excitaba? ¡Cochino! ¡Con un padre tan bueno!
FRED. — ¡Imbécil! (Una pausa.) Sólo de pensar que te hubieras acostado con un negro...
LIZZIE. — ¿Qué?
FRED. — Yo tengo cinco criados de color, ¿sabes? Bue­no, pues cuando suena, el teléfono y lo coge uno de ellos, lo limpia con la bayeta antes de dármelo.
LIZZIE. — (Silbido admirativo.) ¡Que bueno!
FRED. — (Despacio.) Aquí no nos gustan mucho los negros. Ni las blancas que se divierten con ellos.
LIZZIE. — Comprendido. Yo no tengo nada contra ellos, pero de eso a que me toquen, ¡en fin!
FRED. — ¡Cualquiera sabe! Tú eres el Demonio. El ne­gro también es el Demonio... (Bruscamente.) ¿Así que intento violarte?
LIZZIE. — ¿Qué puede importarte a ti lo que pasara?
FRED. — Entraron dos en tu compartimiento, y al poco se echaron encima de ti. Tú pediste socorro y unos blancos vinieron en tu ayuda. Uno de los negros tiró de navaja y un blanco lo tumbó de un tiro. ¡El otro negro se escapó!
LIZZIE. — ¿Eso es lo que te ha contado ese Webster?
FRED. — Sí.
LIZZIE. — ¿Y el de qué lo sabe?
FRED. — Todo el mundo habla de ello.
LIZZIE. — ¿Todo e1 mundo? La suerte mía de siempre. ¿Es que no tenéis otra cosa que hacer?
FRED. — ¿Ha pasado como te he dicho?
LIZZIE. — Ni mucho menos. Los dos negros estaban tan tranquilos hablando entre ellos; ni siquiera me miraron. Después subieron cuatro blancos; que por cierto dos de ellos se me empezaron a echar encima. Por lo visto, acababan de ganar un partido de «rugby» o no sé que; el caso es que estaban borrachos. Luego dijeron que olía a negro y entonces los quisieron echar al pasillo. Los otros se defendieron como Dios les dio a entender; y es cuando a uno de los blancos le dieron un puñetazo en un ojo y el tío sacó un revólver y disparó. Ni más ni menos. El otro negro se escapó saltando al andén cuando el tren entraba en la estación; ni más ni menos.
FRED. — A ese negro lo conocemos de sobra. Lo único que puede ganar ya es un poco de tiempo. (Una pausa.) Oye, y cuando el juez te llame a declarar, ¿le vas a contar toda esa historia?
LIZZIE. — Pero ¿qué puede importarte a ti?
FRED. — Tú contesta.
LIZZIE. — No pienso ni ver al juez; así que mira. Ya te digo que me horrorizan las complicaciones.
FRED. — Claro que tendrás que ir a verlo.
LIZZIE. — De eso, nada. No quiero tener ningún asunto con la Policía.
FRED. — Vendrán a por ti.
LIZZIE. — ¡Ah! Entonces les diré lo que he visto. (Una pausa.)
FRED. — ¿Te das bien cuenta de lo que vas a hacer?
LIZZIE. — ¿De lo que voy a hacer yo? Tú me dirás.
FRED. — Vas a declarar contra un blanco, a favor de un negro.
LIZZIE. — ¡Hombre! Si el blanco es culpable...
FRED. — Es que no es culpable.
LIZZIE. — Si es él el que ha matado, a ver si no.
FRED. — A ver. Culpable, ¿de qué?
LIZZIE. — De haber matado.
FRED. — Pero ha matado a un negro.
LIZZIE. — ¿Y qué?
FRED. — Si se fuera culpable cada vez que se mata a un negro...
LIZZIE. — No tenía derecho.
FRED. — ¿Qué derecho?
LIZZIE. — ¡No tenía derecho!
FRED. —Ese derecho tuyo viene del Norte, nena. (Una pausa.) Culpable o no, tú no puedes hacer que castiguen a uno de tu raza.
LIZZIE. —Yo no quiero hacer que castiguen a nadie. Me preguntarán lo que he visto y yo lo diré. (Una pau­sa. FRED va hacia ella.)
FRED. — Oye, ¿qué es lo que hay entre tú y ese negro? ¿Por que lo proteges?
LIZZIE. — Ni siquiera lo conozco.
FRED. — ¡Entonces!
LIZZIE. — ¡Entonces quiero decir la verdad! ¿Qué pasa?
FRED. — ¡La verdad! ¡Una putita de diez dólares que quiere decir la verdad! ¡Que verdad ni que ocho cuartos! ¡Lo que hay es blancos y negros, a ver si te enteras! Diecisiete mil blancos y veinte mil negros. Esto no es Nueva York; hache no nos podemos andar con eses bromas. (Una pausa.) Thomas es primo mío.
LIZZIE. ¿Quién?
FRED. — Thomas, el que ha matado al negro; es primo mío.
LIZZIE. — (Impresionada.) ¿Sí?
FRED. — Y es un hombre de bien; eso a ti puede que no te diga mucho; pero es un hombre de bien.
LIZZIE. — ¡Un hombre de bien que se apretujaba todo el rato contra mí y que me levantaba las faldas! ¡Fíjate tú de los hombres de bien! No me extraña nada que seáis de la misma familia.
FRED. — ¡No te fastidia la asquerosa! (Se contiene.) Tú eres el Demonio, claro, y con el Demonio no se puede hacer más que el mal. Te levantó las faldas y disparó contra un mierda de negro, vaya cosa; son gestos que uno hace sin pensar, cosas que no cuentan. Thomas es un jefe; eso es lo único que cuenta.
LIZZIE. — Puede que sí. Pero es que el negro no hizo nada.
FRED. — Un negro siempre ha hecho alguna cosa.
LIZZIE. — Yo nunca entregaré a nadie a la bofia, nunca.
FRED. — Pero si no es é1, será Thomas, ¿no comprendes? De todos modos, vas a entregar a uno. Y eres tú la que tienes que elegir.
LIZZIE. — Bueno, ya estoy otra vez de porquería hasta los ojos; eso para cambiar. (A la pulsera.) ¿No sabes hacer otra cosa, pedazo de animal? (La tira al suelo.)
FRED. — ¿Cuánto quieres?
LIZZIE. — No quiero ni una perra.
FRED. — Quinientos dólares.
LIZZIE. — Ni una perra.
FRED. — Tú necesitas bastante más que una noche para ganar quinientos dólares.
LIZZIE. — Sobre todo si me caen en suerte tacaños como tú. (Una pausa.) ¿Por eso empezaste a timarte conmigo anoche?
FRED. — ¡Bueno!
LIZZIE. — Así que fue por eso. Te dijiste: «Ahí esta la chica; ahora la acompaño a casa y se arregla el asunto.» ¡Era por eso! Me sobabas las manos, pero estabas frío como el hielo, pensando: «A ver cómo le planteo la cosa a esta...» (Una pausa.) Pero ¡ahora dime! Anda, dime, hijo mío... Si has subido a mi cuarto para proponerme ese negocio, no tenías necesidad de acostarte conmigo. ¿Eh? ¿Por que te has acostado conmigo, asqueroso? Di, ¿por que?
FRED. — Que me maten si lo sé.
LIZZIE. — (Se desploma en una silla llorando.) ¡Asqueroso! ¡Asqueroso! ¡Asqueroso!
FRED. — ¡Bueno, basta ya! ¡Quinientos dólares! ¡No chilles más, maldita sea! ¡Quinientos dólares! ¡No chilles más! ¡Vamos, Lizzie! ¡Lizzie! ¡Se razonable! ¡Quinientos dólares!
LIZZIE. — (Sollozando.) Yo no soy razonable. Y no quiero los quinientos dólares. Y no quiero levantar falso testimonio. ¡Quiero volverme a Nueva York, quiero marcharme! (Llaman al timbre. Para en seco. Llaman otra vez. En voz baja.) ¿Quién será? Cállate. (Un timbrazo largo.) No voy a abrir. Tú estate quieto. (Golpes en la puerta.)
UNA VOZ. — Abran. Policía.
LIZZIE. — (En voz baja.) La «poli». Tenía que ocurrir. (Señala la pulsera.) Esta tiene la culpa. (La recoge y vuelve a ponérsela.) Es peor si no me la pongo. Escóndete. (Golpes en la puerta)
LA VOZ. — ¡Policía!
LIZZIE. — Escóndete, te digo. Vete al cuarto de baño. (El no se mueve. Ella lo empuja con todas sus fuerzas.) Pero ¡venga! ¡Escóndete!
LA VOZ. — Fred, ¿estás ahí? ¿Estás ahí, Fred?
FRED. —Sí, aquí estoy. (Rechaza a LIZZIE. Ella lo mira con estupor.)
LIZZIE. — ¡Era para esto! (FRED va a abrir. Entran JOHN y JAMES.)


ESCENA III

Los mismos, JOHN, JAMES


JOHN. — Policía. ¿Tú eres Lizzie MacKay?
LIZZIE. — (Sin oírlo, sigue mirando a FRED.) ¡Era para esto!
JOHN. — (Sacudiéndola por los hombros.) Contesta cuando se te habla.
LIZZIE, — ¿Eh? Sí, soy yo.
JOHN. — Documentación.
LIZZIE. — (Se domina. Dice con dureza.) ¿Con qué derecho? ¿Que viene a hacer a mi casa? (JOHN le enseña la estrella.) Eso se lo puede poner cualquiera. Ustedes son compinches de aquí, del señor, y se han conchabado para hacerse conmigo; pero no. (JOHN le pone un «carnet» en las narices.)
JOHN. — ¿Conoces esto?
LIZZIE. — (Señalando a JAMES.) ¿Y este?
JOHN. — (A JAMES.) Enséñale el «carnet» tú. (JAMES se lo enseña. LIZZIE lo mira, va a la mesa sin decir nada, saca su documentación y se la da a ellos. Mirando a FRED.) ¿Te lo has traído a casa esta noche? ¿No sabes que la prostitución es un delito?
LIZZIE. — Oiga, ¿ustedes están seguros de que tienen derecho a entrar en casa de la gente sin un mandamiento? ¿No tienen miedo de que yo pueda darles un disgusto?
JOHN. — No te preocupes por nosotros. Tú, tranquila. (Una pausa.) Te preguntamos si te has traído a este muchacho a tu casa. (Ella ha cambiado desde que entraron los policías. Se ha hecho más dura y más vulgar.)
LIZZIE. — No hay que darle mas vueltas. Claro que sí, que me lo he traído a mi casa. Solamente que lo he hecho de gratis. ¿Lo dicho os la corta..., la lengua, digo?
FRED. — Verán que hay dos billetes de diez dólares en la mesa. Son míos.
LIZZIE. — Demuéstralo.
FRED. — (Sin mirarla, a los otros.) Los saqué del Ban­co ayer por la mañana, con otros veintiocho de la misma serie. Si quieren, pueden comprobar los números.
LIZZIE. — (Violentamente.) ¡Los he rechazado! ¡Yo he rechazado su porquería de dinerito! Se lo he tirado a la cara.
JOHN. — Si los has rechazado, ¿cómo es que están ahí en la mesa?
LIZZIE. — (Después de un silencio.) Estoy aviada. (Mira a FRED con una especie de estupor y ahora dice con una voz casi dulce.) ¿Así que era para esto? (A los otros.) ¿Y qué? ¿Qué quieren de mí?
JOHN. — Siéntate. (A FRED.) ¿Tú la has puesto al corriente? (FRED dice que sí con la cabeza.) ¿No oyes que puedes sentarte? (La empuja en un sillón.) El juez está de acuerdo en soltar a Thomas si le firmas una declaración. Está ya redactada; así que no tienes más que firmar. Mañana te interrogarán rutinariamente y fuera. ¿Sabes leer? (LIZZIE se encoge de hombros; el le alarga el papel.) Lo lees y firmas.
LIZZIE. — Es todo falso de cabo a rabo.
JOHN. — Puede que sí. ¿Y qué?
LIZZIE. — Que yo no lo firmo.
FRED. — Metedla a la sombra. (A LIZZIE.) Son dieciocho meses.
LIZZIE. — Dieciocho meses, sí. Y cuando salga te arranco el pellejo.
FRED. — Pues no es difícil... (Se miran.) Deberías telegrafiar a Nueva York; ha debido de tener algún jaleo allí.
LIZZIE. — (Con admiración.) Eres tan asqueroso como una mujer. Nunca hubiera creído que un tipo pudiera ser tan asqueroso como tú.
JOHN. — Bueno, decídete. O lo firmas o te meto en la cárcel.
LIZZIE. — Prefiero la cárcel antes que mentir.
FRED. — ¡Conque antes que mentir, que tía! ¿Qué es lo que has hecho toda la noche? Cuando me llamabas cariño y todo eso, ¿no mentías? Y cuando suspirabas para hacerme creer que sentías placer, ¿qué? Tampoco mentías, ¿verdad?
LIZZIE. — (Desafiante.) ¿Qué quieres? ¿Tranquilizarte? Pues no, no mentía. (Se miran. FRED vuelve los ojos.)
FRED. — Bueno, acabemos ya. Toma mi pluma. Firma.
LIZZIE. — Puedes metértela donde te quepa. No. (Un silencio. Los tres hombres no saben que hacer.)
FRED. — ¡En fin! ¡Adónde hemos llegado! Es el mejor hombre de la ciudad y su suerte depende de los caprichos de una chica... (Da unos paseos y, de pronto, se vuelve bruscamente a LIZZIE.) Míralo. (Le enseña una fotografía.) Habrás visto muchos hombres en tu perra vida, pero como este, ¿qué? ¿Muchos? Esa cara despejada..., enérgica..., esas medallas en el uniforme. No, no vuelvas los ojos. Llega hasta el final: es tu víctima y tienes que mirarla cara a cara. Ya ves tú lo joven que es ahora..., lleno de vida..., esbelto... No te preocupes; cuando salga de la cárcel dentro de diez anos estará más cascado que un viejo, medio calvo, sin dientes... Puedes estar contenta: un buen trabajo. Hasta ahora lo que has hecho ha sido rebañar un poco los bolsillos de tus clientes; pero esta vez no; esta vez escoges al me­jor y le quitas la vida, nada menos. Qué, ¿no dices nada? ¿Tan podrida estás ya? ¡Si tenías que arrodillarte, puta del demonio! ¡Arrodillarte ante ese hombre al que vas a deshonrar! (La ha tirado al suelo en el momento en que, por la puerta que han dejado entreabierta, entra CLARKE.)


ESCENA IV

Los mismos; en seguida, el SENADOR

SENADOR. — Déjala. (A LIZZIE.) Usted, levántese.
FRED. — ¡Hola!
JOHN. — ¡Hola!
SENADOR. — ¡Hola! ¡Hola!
JOHN. — (A LIZZIE.) Es el senador Clarke.
SENADOR. — (A LIZZIE.) ¡Hola!
LIZZIE — ¡Hola!
SENADOR. — Bueno, ya nos hemos presentado. (Mira a LIZZIE.) Así que esta es la joven... Tiene un aspecto muy simpático.
FRED. — No quiere firmar.
SENADOR. —Y tiene toda la razón del mundo. Habéis entrado en su casa sin ningún derecho. (A un gesto de JOHN, con fuerza.) Absolutamente sin ningún derecho; y además, la tratáis brutalmente y queréis que hable en contra de su conciencia. Esos no son procedimientos americanos. ¿Es cierto que el negro intentó violentarte, hija mía?
LIZZIE. — No.
SENADOR. — Perfectamente. Entonces hay una cosa que esta clara. Mírame a los ojos. (El la mira.) Estoy seguro de que no miente. (Una pausa.) ¡Pobre Mary! (A los demás.) Está bien, muchachos; vámonos. No tenemos nada que hacer aquí. Sólo nos queda pedir excusas a la señorita.
LIZZIE. — ¿Quién es Mary?
SENADOR. — ¿Mary? Mi hermana; la madre de ese desgraciado Thomas. Una pobre vieja que de esta se va a morir. Adiós, hija mía.
LIZZIE. — ¡Senador!
SENADOR. — ¿Hijita?
LIZZIE. — Lo siento mucho.
SENADOR. — ¿Qué vas a sentir, puesto que dices la verdad?
LIZZIE. — Siento que sea... precisamente esa verdad.
SENADOR. — ¿Qué le vamos a hacer ni tú ni yo? Nadie tiene derecho a pedirte un falso testimonio. (Una pausa.) No, no pienses más en ella.
LIZZIE. — ¿En quién?
SENADOR. — En mi hermana. ¿No pensabas en ella?
LIZZIE. — Sí.
SENADOR. — Veo claramente lo que te pasa, hija mía. ¿Quieres que yo le diga lo que ahora tienes en la cabeza? (Imitando a LIZZIE.) «Si yo firmara esto, el senador se iría en seguida a su casa a verla, y le diría: "Lizzie MacKay es una buena chica; ella es la que hoy te de-vuelve a tu hijo." Y ella sonreiría entre las lágrimas, diciendo: ¿Lizzie MacKay? Nunca olvidaré ese nombre." Y entonces yo, sin familia como estoy, relegada por el Destino a ser el desecho de la sociedad…, no sé..., desde ahora habría una viejecita sencilla que pensaría en mí allí en su casa grande…; habría una madre americana que me adoptaría en su corazón.» Pobre Lizzie, no pienses más en ello.
LIZZIE. — ¿E1 pelo como lo tiene? ¿Blanco?
SENADOR. — Sí, completamente blanco; pero, no creas, se conserva muy joven de cara... Y tenía una sonrisa de bondad que conmovía a todos. Ya no volverá a sonreír nunca; figúrate. Adiós. Mañana le dirás la verdad al juez.
LIZZIE. — ¿Ya se marcha?
SENADOR. — Pues sí; voy a su casa. Tengo que decirle el resultado de nuestra conversación.
LIZZIE. — ¡Ah! ¿Sabe que ha venido usted aquí?
SENADOR. — He venido precisamente porque ella me lo ha pedido.
LIZZIE. — ¡Dios mío! ¿Y estará esperándole? Y usted tendrá que decirle que yo me he negado a firmar. ¡Cómo me va a odiar la pobre!
SENADOR. — (Poniéndole las manos en los hombros.) Pobre hijita, créeme que no quisiera encontrarme en tu lugar.
LIZZIE. — ¡Que problema! (A su pulsera.) Y todo por tu culpa, porquería, que eres una porquería.
SENADOR. — ¿Cómo dices?
LIZZIE. — Nada. (Una pausa.) Tal como están las cosas, es una pena que el negro no me haya violado de verdad.
SENADOR. — (Conmovido.) ¡Hija mía!
LIZZIE. — (Tristemente.) Para ustedes hubiera sido una alegría tan grande, y para mí un disgusto tan pequeño...
SENADOR. — ¡Gracias! (Una pausa.) Yo quisiera ayudarte. (Una pausa.) Pero la verdad es la verdad.
LIZZIE — (Tristemente.) Claro.
SENADOR. — Y la verdad es que el negro no te ha violado.
LIZZIE. — (Igual.) Eso es.
SENADOR. — Eso es. (Una pausa.) Aunque, bien entendido, es una verdad que podríamos llamar de primer grado.
LIZZIE. — (Sin comprender.) ¿Cómo de primer grado?
SENADOR. — En fin, sí; quiero decir una verdad... po­pular.
LIZZIE. — ¿Popular? ¿Y eso qué? ¿Qué no es la verdad?
SENADOR. — Sí, sí; claro que es la verdad. Sólo que... hay distintas clases de verdades.
LIZZIE. — ¿Piensa usted que el negro me ha violado?
SENADOR. — No, eso no. Desde cierto punto de vista, es cierto que no te ha violado de ningún modo. Pero, ya ves, yo soy un viejo que ha vivido mucho, que se ha equivocado muchas veces y que, desde hace algunos anos, cada vez se equivoca un poco menos. Y tengo sobre estas cosas una opinión distinta de la tuya.
LIZZIE. — ¿Qué opinión, a ver?
SENADOR. — ¿Cómo explicártelo? Mira: imaginemos por un momento que la nación americana se te aparece de pronto. ¿Qué crees que te diría?
LIZZIE. — (Espantada.) Me figuro que no tendría mucho que decirme.
SENADOR. — ¿Tú eres comunista?
LIZZIE. — ¡Qué horror! ¡No!
SENADOR. — Entonces tiene muchas cosas que decirte. Por ejemplo: «Lizzie, has llegado a una situación tal que tienes que elegir hoy entre dos de mis hijos. Uno de los dos tiene que desaparecer. ¿Qué hay que hacer en un caso semejante? Quedarse con el mejor. Pues bien: vamos a ver cuál de los dos es el mejor. ¿Quieres?»
LIZZIE. — Sí. ¡Ay, perdón! Creí que era usted el que estaba hablando.
SENADOR. — Estoy hablando en su nombre. (Coge el hilo.) «Lizzie, ese negro al que tú proteges, ¿para qué sirve? Ha nacido por azar, Dios sabe dónde. Yo le he dado de comer y é1, en cambio, ¿qué ha hecho por mí? Nada: vagabundear, golfear, cantar, comprarse trajes de color rosa y verde. Es también mi hijo y yo lo quie­ro como a los demás. Pero yo te pregunto: ¿Puede decirse de él que lleva una vida de hombre? ¡Ya ves! Ni siquiera me daría cuenta de su muerte.»
LIZZIE. — ¡Qué bien habla usted!
SENADOR. — (Siguiendo.) «E1 otro, por el contrario, ese Thomas, es verdad que ha matado a un negro y eso está muy mal. Pero lo necesito. Es un americano cien por cien, descendiente de una de nuestras más antiguas familias; ha estudiado en Harvard; es oficial…, necesito oficiales...; da trabajo a dos mil obreros en su fábrica…, dos mil parados si llegara a morir...; es un jefe; una sólida barrera contra el comunismo, el sindicalismo y los judíos. Tiene el deber de vivir, y tú, tú tienes el deber de conservarle la vida. Así es la cosa. Elige. »
LIZZIE. — Pero ¡qué bien habla usted!
SENADOR. — ¡Elige!
LIZZIE. — (Se sobresalta.) ¿Eh? ¡Ah, sí!... (Una pausa.) Me ha liado usted. Ya no sé donde estoy.
SENADOR. — Mírame, Lizzie ¿Tienes confianza en mí?
LIZZIE — Sí, senador.
SENADOR. — ¿Crees que yo puedo aconsejarte una mala acción?
LIZZIE. — No, senador.
SENADOR. — Entonces firma. Aquí tienes mi pluma.
LIZZIE. — ¿Cree usted que ella quedara contenta conmigo?
SENADOR. — ¿Quién?
LIZZIE. — Su hermana.
SENADOR. — Te querrá, de lejos, como a una hija.
LIZZIE. — ¿A lo mejor me envía flores?
SENADOR. — A lo mejor. Seguramente.
LIZZIE. — O su fotografía con un autógrafo.
SENADOR. — Es muy posible.
LIZZIE. — La pondré en la pared. (Una pausa. Se mueve con agitación.) ¡Qué cosas, madre mía! (Volviendo con el SENADOR.) ¿Y qué le harán al negro si yo firmo?
SENADOR. — ¿Al negro? Bueno... (La coge par los hombros.) Si tú firmas, toda la ciudad te adopta. Toda la ciudad. Todas las madres de la ciudad.
LIZZIE. — Pero...
SENADOR. — ¿Y tú crees que una ciudad entera puede equivocarse? Una ciudad entera, con sus pastores y sus curas, sus médicos, sus abogados, sus artistas, su alcal­de, sus concejales y sus asociaciones de beneficencia... ¿Tú crees que puede equivocarse?
LIZZIE. — No. No. No.
SENADOR. — Dame la mano. (La fuerza a firmar.) Ya está. Te doy las gracias en nombre de mi hermana y de mi sobrino, en nombre de los diecisiete mil blancos de la ciudad, en nombre de la nación americana a la que represento en este lugar. Déjame tu frente. (La besa en la frente.) Vosotros, vámonos. (A LIZZIE.) Volveré a verte luego. (Sale.)
FRED. — (Saliendo.) Adiós, Lizzie.
LIZZIE. — Adiós. (Ellos salen. Ella se queda como aplastada y de pronto se precipita hacia la puerta.) ¡Senador! ¡Senador! ¡No quiero! ¡No, no quiero! ¡Rompa ese papel! ¡Senador! (Vuelve a escena. Coge maquinalmente el aspirador.) ¡La nación americana! (Pone el contacto.) Tengo la impresión de que me han liado. (Ma­neja con rabia el aspirador.)

TELON

CUADRO SEGUNDO

El mismo decorado, doce horas después. Las lámparas están encendidas, las ventanas abiertas a la noche. Rumores que van en aumento. El NEGRO aparece en la ventana, se monta en el alféizar y salta a la habitación desierta. Va al medio de la escena. Llaman al timbre. Se esconde detrás de una cortina. LIZZIE sale del cuarto de baño, va a la puerta de entrada y abre.


ESCENA PRIMERA

LIZZIE, el SENADOR; el NEGRO, escondido.

LIZZIE. — Pase. (El senador entra.) ¿Qué hay?
SENADOR. — Thomas está ya en brazos de su madre. Vengo a comunicarte su agradecimiento.
LIZZIE. — ¿Está muy contenta?
SENADOR. — Mucho.
LIZZIE. — ¿Ha llorado?
SENADOR. — ¿Llorado? ¿Por qué? Es una mujer fuerte.
LIZZIE. — Usted me había dicho que lloraría.
SENADOR. — ¡Bueno! Es una manera de hablar.
LIZZIE. — Ella no se lo esperaba, ¿a que no? Se figuraría, seguro, que soy una mala mujer y que iba a declarar a favor del negro.
SENADOR. — Se había confiado en las manos de Dios.
LIZZIE. — ¿Qué piensa de mí?
SENADOR. — Te da las gracias.
LIZZIE. — ¿No le ha preguntado como soy?
SENADOR. — No.
LIZZIE. — ¿Opina que soy una buena chica?
SENADOR. — Piensa que has cumplido con tu deber.
LIZZIE. — ¡Ah!, ¿sí?
SENADOR. — Y espera que vas a continuar cumpliéndolo.
LIZZIE. — Sí, claro...
SENADOR. — Mírame, Lizzie. (La coge par los hombros.) ¿Vas a continuar cumpliéndolo? ¿No irás defraudarla ahora?
LIZZIE. — ¡No se preocupe! Cualquiera se vuelve atrás después de haber firmado: me meten en la cárcel. (Una pausa.) ¿Qué son esos gritos?
SENADOR. — Nada.
LIZZIE. — No puedo aguantarlos. (Va a cerrar la ventana.) Senador...
SENADOR. — ¿Hija mía?
LIZZIE. — ¿Está usted seguro de que no nos hemos equivocado, de que yo he hecho lo que debía hacer?
SENADOR. — Absolutamente seguro.
LIZZIE. — No sé; estaba que no daba pie con bola; me ha hecho usted un lío; piensa demasiado rápido para mí. ¿Qué hora es?
SENADOR. — Las once.
LIZZIE. — Todavía quedan ocho horas para que amanezca. No creo que pueda pegar ojo. (Una pausa.) Por las noches hace tanto calor como por el día. ¡Uf! (Una pausa.) ¿Y el negro?
SENADOR. — ¿Qué negro? ¡Ah, perdona! Sí, lo están buscando.
LIZZIE. — ¿Y que le harán? (El SENADOR se encoge de hombros; los gritos aumentan. LIZZIE va a la ventana.) Pero, ¿qué son esos gritos? Están pasando hombres con linternas y perros. ¿Qué es? ¿Un desfile de antorchas? O... ¡Dígame lo que es, senador! ¡Dígame lo que pasa!
SENADOR. — Mi hermana me ha encargado que te entregue esto.
LIZZIE. — (Vivamente.) ¿Me ha escrito? (Rompe el sobre, saca un billete de cien dólares, busca dentro la carta, no la encuentra, arruga el sobre y lo tira al suelo; su voz cambia.) Cien dólares. Estará usted contento, ¿no? Su hijo me había prometido quinientos; ha sido un buen ahorro.
SENADOR. — Hija mía...
LIZZIE. — Puede darle las gracias a su señora hermana. Le dice que me hubiera gustado más un jarroncito o unas medias de «nylon», algo que ella se hubiera torna­do la molestia de elegir. Pero es la intención lo que cuenta, ¿no es verdad? (Una pausa.) Me la han jugado bien. (Se miran. El SENADOR se acerca.)
SENADOR. — Te agradezco mucho lo que has hecho, hija mía. Tenemos que charlar un poco a solas. Estás atravesando una crisis moral y necesitas apoyo.
LIZZIE. — Lo que necesito es pasta, sobre todo; pero, en fin, creo que ya nos arreglaremos usted y yo. (Una pausa.) Hasta ahora siempre he preferido los viejos por que me parecían, no sé, más respetables; pero me empiezo a preguntar ahora si no serán todavía más guarros que los otros.
SENADOR. — (Divertido.) ¡Guarros! Me gustaría que mis colegas te oyeran. ¡Que natural tan delicioso! Hay algo en ti, no sé, algo que tu vida desordenada no ha podido destruir. (La acaricia.) Sí. Sí. Hay algo... (Ella se deja hacer, pasiva y despectiva.) Yo volveré. No me acompañes. (Sale. LIZZIE no se mueve. Pero coge el billete, lo arruga, lo tira al suelo, se deja caer en una silla y estalla en sollozos. Fuera, los alaridos se aproximan. Disparos a lo lejos. El negro sale de su escondite. Se planta ante ella. Ella levanta la cabeza y da un grito.)


ESCENA II

LIZZIE, el NEGRO.

LIZZIE. — ¡Ah! (Una pausa. Se levanta.) Estaba segura de que vendrías. Segura... ¿Por dónde has entrado?
NEGRO. — Por la ventana.
LIZZIE. — ¿Y que quieres?
NEGRO. — Escóndame.
LIZZIE. — Ya te he dicho que no.
NEGRO. — ¿No los oye, señora?
LIZZIE. — Sí.
NEGRO. — Es que ha empezado la caza.
LIZZIE. — ¿Qué caza?
NEGRO. — La caza del negro.
LIZZIE. — ¡Ya! (Una larga pausa.) ¿Estas seguro de que no te han visto entrar?
NEGRO. — Seguro.
LIZZIE. — ¿Qué te harán si te cogen?
NEGRO. — Con gasolina.
LIZZIE. — ¿Qué?
NEGRO. — Con gasolina. (Hace un gesto explicativo.) Me prenderán fuego.
LIZZIE. — Ya veo. (Va a la ventana y echa las cortinas.) Siéntate. (El negro se deja caer en una silla.) Tenías que venir precisamente a mi casa. Pero ¿es que no vais a dejarme tranquila nunca? (Va hacia él, casi amenazadora.) ¡Me horrorizan los líos! ¿Comprendes? (Golpeando con el pie.) ¿Comprendes? ¡Me horrorizan! ¡Me ho­rrorizan!
NEGRO. — Es que creen que yo le hice daño a usted, señora.
LIZZIE. — ¿Y qué?
NEGRO. — Que no creo que vengan a buscarme aquí.
LIZZIE. — ¿Sabes por que quieren cazarte?
NEGRO. — Porque creen que yo le hice daño a usted.
LIZZIE. — ¿Y sabes quién se lo ha dicho?
NEGRO. — No.
LIZZIE. — Yo misma. (Un largo silencio. El negro la mira.) ¿Qué piensas tú de eso?
NEGRO. — ¿Y por qué ha hecho eso, señora? ¿Por qué lo ha hecho?
LIZZIE. — Es lo que me pregunto.
NEGRO. — No tendrán ninguna piedad conmigo. Me darán latigazos hasta que chorree sangre y vaciarán en mí las latas de gasolina. ¡Oh! ¿Por qué ha hecho una cosa así? Yo no le hice ningún mal.
LIZZIE. — ¡Claro que me lo has hecho! ¡Y no te figuras hasta que punto! (Una pausa.) ¿No te dan ganas de estrangularme?
NEGRO. — Muchas veces fuerzan a la gente a decir lo contrario de lo que piensa.
LIZZIE. — Sí. Muchas veces. Y cuando no pueden forzarlas, las lían a base de discursos. (Una pausa.) Entonces, ¿qué? ¿No? ¿No me estrangulas? Que buen carácter tienes. (Una pausa.) Te voy a esconder hasta mañana por la noche. (El hace un movimiento.) Pero no me toques; no me gustan los negros. (Gritos y disparos fuera.) Se están acercando: (Va a la ventana, aparta las cortinas y mira la calle.) ¡Estamos listos!
NEGRO. — ¿Qué hacen ahora?
LIZZIE. — Han puesto centinelas en los dos extremos de la calle y están registrando todas las casas. Y tú tenías que venir aquí. Es seguro que alguien te ha visto entrar en la calle. (Mira de nuevo.) Ahí están. Es por nosotros. Suben.
NEGRO. — ¿Cuántos son?
LIZZIE. — Cinco o seis. Los demás esperan abajo. (Vuelve hacia él.) Pero no tiembles. ¡No tiembles, por el amor de Dios! (Una pausa. A la pulsera.) ¡Bicho asqueroso! (La tira al suelo y la patea.) ¡Maldita serpiente! (Al NEGRO.) Tenías que venir precisamente aquí. (El se levanta y hace un movimiento para marcharse.) Quédate. Si sales, estás aviado.
NEGRO. — Por los tejados.
LIZZIE. — ¿Con esta luna? Puedes hacerlo, si tienes ga­nas de que te aticen. (Una pausa.) Vamos a esperar. Les quedan dos pisos por registrar antes que el nuestro Y te estoy diciendo que no tiembles. (Largo silencio. Ella pasea, nerviosa. El NEGRO está como aplastado en su silla.) ¿No tienes armas?
NEGRO. — ¡OH! No.
LIZZIE — Espera. (Registra en un cajón y saca un re­vólver.)
NEGRO. — ¿Qué va a hacer con eso, señora?
LIZZIE. — Voy a abrirles la puerta y a decirles que entren. Ya son veinticinco años que me lían con el rollo ese de las madres viejecitas con su pelito blanco y los héroes de la guerra y la nación americana. Pero ya lo he comprendido todo y no me van a liar hasta el final.
Ahora les abro y les digo: «Sí, está aquí, ¿qué pasa? Está aquí, pero no ha hecho nada, me han sonsacado un falso testimonio. Juro por Dios que está en los cielos que él no ha hecho nada.»
NEGRO. — Seguro que no la creen.
LIZZIE. — Puede que no. Puede que no me crean; entonces tú les apuntas con el revólver y, si no se marchan, les pegas cuatro tiros.
NEGRO. — Pero vendrán otros.
LIZZIE. — Les disparas también. Y si ves entre ellos al hijo del senador, procura que no se te escape, porque ha sido él precisamente el que lo ha mangoneado todo. Estamos acorralados, ¿no es verdad? Y de todas maneras es nuestra última historia, porque, a ver, si te encuentran conmigo, no doy ni una perra por mi piel. Así que tanto mejor si la diña uno en numerosa compañía. (Le tiende el revólver.) ¡Toma esto! Te digo que lo cojas.
NEGRO. — Yo no puedo, señora.
LIZZIE. — ¿Qué?
NEGRO. — No puedo disparar contra unos blancos.
LIZZIE. — ¡Claro! No sea que se enfaden, ¿no?
NEGRO. — Son..., son blancos, señora.
LIZZIE. — ¿Y qué? ¿Porque sean blancos tienen derecho a degollarte como un cerdo?
NEGRO. — Ellos son blancos.
LIZZIE. — ¡Qué asco, madre mía! Mira, tú te me pareces un rato; eres tan imbécil como yo. En fin, si todo el mundo está de acuerdo, a mí...
NEGRO. — ¿No..., no podría disparar usted, señora?
LIZZIE. — Ya te he dicho que yo también soy una imbécil. (Se oyen pasos en la escalera.) Ahí están. (Risa breve.) A mal tiempo, buena cara. (Una pausa.) Métete en el cuarto de baño. Y no te muevas. Contén la respiraci6n. (El NEGRO obedece. LIZZIE espera. Timbrazo. Ella se santigua, recoge la pulsera y va a abrir. HOMBRES con fusiles.)


ESCENA III

LIZZIE, tres HOMBRES.

HOMBRE 1.°. — Buscamos al negro.
LIZZIE. — ¿A qué negro?
HOMBRE 1.° — Al que ha violado a una mujer en el tren; ese que ha herido al sobrino del senador a navajazos.
LIZZIE. — Pero, ¡hombre!, en mi casa es el último sitio donde tienen que buscarlo. (Una pausa.) ¿No me reconocen?
HOMBRE 2.° — Sí, sí, sí. Yo la vi bajar del tren anteayer.
LIZZIE. — Exacto. Porque es a mi a quien ha violado, ¿comprenden? (Rumores. La miran con ojos llenos de estupor, codicia y una especie de horror. Retroceden ligeramente.) Si se presenta por aquí, se encontrará con esto. (Ellos ríen.)
UN HOMBRE. — ¿No tiene gana de verlo ya colgado?
LIZZIE. — Vengan a buscarme cuando lo hayan encontrado, ¿eh?
UN HOMBRE. — No tardará mucho, guapita. Sabemos que está escondido en esta calle.
LIZZIE. — Pues buena suerte. (Ellos salen. Ella cierra la puerta v va a dejar el revólver en la mesa.)


ESCENA IV

LIZZIE; luego el NEGRO.

LIZZIE. — Ya puedes salir. (El negro sale, se arrodilla v besa el bajo de su vestido.) Ya te he dicho que no me toques. (Lo mira.) De todos modos, menudo tío debes de ser tú para tener toda una ciudad así, detrás de tus talones.
NEGRO. — Yo no he hecho nada, señora. Usted lo sabe.
LIZZIE. — Dicen que un negro siempre ha hecho alguna cosa.
NEGRO. — Nunca jamás. Yo, nunca. Nunca.
LIZZIE. — (Se pasa la mano por la frente.) Estoy hecha un lío, pero del todo. (Una pausa.) De todos modos, una ciudad entera no creo que pueda equivocarse completa­mente; algo habrá que... (Una pausa.) ¡A la mierda! Ya no comprendo nada.
NEGRO. — Es así, señora. Con los blancos siempre es así.
LIZZIE. — ¿Tú también te sientes culpable?
NEGRO. — Sí, señora.
LIZZIE. — Pero no has hecho nada.
NEGRO. — No, señora.
LIZZIE. — Pero ¿qué tienen, a ver, para que uno esté siempre de su parte?
NEGRO. — Tienen que son blancos.
LIZZIE. — Yo también lo soy. (Una pausa. Ruido afue­ra.) Ya bajan. (Se acerca instintivamente a él. El está temblando, pero le pasa la mano por los hombros. Los pasos se alejan. Silencio. Ella se separa bruscamente.) ¿Eh? ¿Qué decías? Estamos solos, ¿eh? Parecemos dos huérfanos. (Llaman. Escuchan en silencio. Vuelven a llamar.) Vete al cuarto de baño, ¡hale! (Golpes en la puerta de entrada. El NEGRO se esconde. LIZZIE va a abrir.)


ESCENA V

FRED, LIZZIE.

LIZZIE. — ¿Tú estás loco o qué? ¿A qué viene llamar a mi puerta? No, aquí no entras tú; ya tengo bastante. ¡Vete, asqueroso! ¡Vete, vete! (El la empuja, cierra la puerta y la coge por los hombros. Largo silencio.) ¿Qué pasa, a ver?
FRED. — ¡Eres el Demonio!
LIZZIE. — ¿No querrías hundir la puerta para luego de­cirme eso? ¡Qué cabeza! ¿De dónde sales? (Una pausa.) Contesta.
LIZZIE. — Si das un paso, te liquido.
FRED. — ¡Pues tira! ¡Venga, tira! Ya lo ves, no puedes. Una chica como tú «no puede» disparar contra un hom­bre como yo. ¿Quién eres tú, a ver? ¿Qué haces en el mundo? ¿Sabes ni siquiera quién fue tu abuelo? Yo tengo derecho a vivir; hay muchas cosas que hacer y me están esperando. Dame ese revólver. (Ella se lo da; él lo guarda en su bolsillo.) De lo que decías del negro, corría como un loco; se me ha escapado vivo. (Una pau­sa. Le rodea los hombros con el brazo.) Te instalaré en la colina, al otro lado del río, en una casa bonita con un parque. Te pasearás por el parque todo lo que quie­ras, pero te estará prohibido salir de allí; soy muy celo­so. Iré a verte tres veces a la semana, ya anochecido: el martes, el jueves y el sábado hasta el lunes. Tendrás criados negros y más dinero del que hayas podido soñar nunca, pero me tolerarás todos mis caprichos. ¡Y ten­dré muchos! (Ella se abandona un poco más en sus brazos.) ¿Es verdad lo que me dijiste de que yo..., que fuiste feliz conmigo? Contéstame. ¿Es verdad?
LIZZIE. — (Con lasitud.) Sí, es verdad.
FRED. — (Golpeándole la mejilla.) Entonces todo ha vuelto al orden. (Una pausa.) Me llamo Fred. (Telón.)



FIN